jueves, 10 de septiembre de 2015

SI SE PERDIERA LA ESPERANZA, NO HABRÍA NADIE PARA DECIRLO / Eic BENTLEY

Cuando el ser humano nace, llora; y el llorar es así, prueba de vida. De esta realidad fisiológica, hija de un cambio tan radical de la forma de vivir que es el nacer, ha surgido una filosofía pesimista, puesta a la moda por los modernos “existencialistas”. Samuel Beckett, el malhumorado autor de “Esperando por Godot”, relata en uno de sus dramas, “Endgame”, la agonía de un hombre tirado en una caja de basuras. “Llora”, dice uno de los protagonistas. “Entonces”, continúa el otro, “vive”. Aquí, “llorar” es sinónimo también de vivir, pero no el vivir triunfal del nacimiento, sino la sórdida derrota de la muerte. El pesimismo del existencialista reside en su falta de esperanza. Podría decirse que “esperar es vivir”, recordando uno de los poemas quizás más patéticos de Lope de Vega: “Con viento mi esperanza navegaba; perdonóla el mar, matóla el puerto”. La esperanza necesita espacios dilatados, horizontes sin límites que no pongan marco a su expansión. Cuando el hombre pretende llegar al “puerto del conocimiento” negando los misterios insondables de la Creación, desdeñando, por “irracionales”, las explicaciones metafísicas, se encierra en la desesperación y en la muerte.

Pero mientras haya historia habrá esperanza, pues sin ella no habría nadie para intentar contarlo.


   Si alguien preguntara a los historiadores de hoy en centurias, cuál es la característica de nuestra civilización en la última, seguramente  señalarían dos cosas: la primera, claro, la fisión del átomo. Pero la segunda la concretarían en el auto.

   Porque nada, en efecto, ha influido de una manera más decisiva en la marcha de nuestras costumbres, de nuestro comercio, de nuestra industria, hasta de nuestro esparcimiento, como el automóvil, que dio al hombre una movilidad inmediata, rápida y económica, como no podía soñarla mejor.

   Precisamente en este año de mil novecientos sesenta y seis se cumple el centenario de un hecho fundamental para nuestro continente: en 1866 rodó el primer automóvil por América.

   ¿Hasta qué profundidad han llegado las huellas de su mágica rodada? ¿Qué vastísimas consecuencias tuvo ese hecho, al parecer caprichoso de un aficionado a los  deportes? ¿Cómo ese vehículo iba a modelar nuestra vida con los años?

   Las respuestas a estas preguntas están ahí, a la vista de todos, rodando por caminos y carreteras, transportando millones de toneladas de mercancías, y cientos de miles de pasajeros de un extremo a otro de nuestra América íntegra; en resumen: moviendo, y a gran velocidad, nuestra civilización.
HABLEMOS/1966

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