Cuando nacemos anunciamos
nuestra llegada llorando, y este llorar al llegar a la Vida, “valle de
lágrimas”, aparece en toda la grande literatura. Salomón dice que la primera
voz que pronunció fue la del llanto, “como todos los otros”. “Vivir es empezar
a llorar”, según manifestara un amargo filósofo.
Pero hay en la historia del
hombre un Nacimiento en el que no se habla de lágrimas; una sola criatura
humana que vino a nosotros radiante y luminosa: el Niño Jesús.
Mi madre lloró, dice
Shakespeare, después una estrella brilló en el firmamento y bajo aquella
estrella nací yo. Es así como ocurrió el nacimiento del hijo de Dios: las
estrellas brillaron en el firmamento, el mundo se vistió de gala y un murmullo
de gozo corrió por todos los valles.
La ocasión divina registró
un alborozo que alcanzó dimensión inusitada.
“Pues hacemos alegrías
cuando nace uno de dos,
¿cuánto más naciendo Dios?”
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