En Brasil constatamos hoy
una seria división entre las personas por razones político-partidistas. Hubo
gente que dejó de participar en la confraternización de Navidad debido a
divergencias políticas: unos por críticas al partido que está en el poder por haber
mentido en la campaña; otras a causa de la excesiva corrupción atribuida a
grupos importantes del PT. Unos son férreos defensores del impeachment a la
Presidenta Dilma Rousseff. Otros no consideran las famosas “pedaladas” razón
suficiente para sacarla del cargo más alto de la República, conquistado con el
voto de la mayoría de la población. Admitamos que las pedaladas sean un pecado,
pero son solo pecado venial, cometido sin mala intención. Por un pecado venial,
en sana teología, nadie es condenado al infierno. A lo máximo pasa un tiempo en
la clínica purificadora de Dios que es el purgatorio. Este no es la antesala
del infierno sino la antesala del cielo.
Ignoremos estas
contradicciones. El hecho es que indudablemente existe en la sociedad gran
irritación, intolerancia racial, discusiones ácidas y muchas palabras fuertes
que los niños no deberían ni siquiera oír. Especialmente internet ha abierto la
puerta por donde pasa todo tipo de ofensa. Algunos han quedado anclados en el
pasado y se imaginan todavía en la guerra fría. Llamar al otro comunista es una
ofensa. Olvidan que el imperio soviético se derrumbó y el muro de muro de
Berlín cayó en 1989.
Los puentes de los espacios
sociales, diferentes, pero aceptados y respetados han sido averiados o destruidos.
Una sociedad no puede sobrevivir sanamente viendo que su tejido social se está
desgarrando. Ahí existe el peligro de los radicalismos de derecha (dictaduras
como la de los militares) o de izquierda (como el socialismo soviético
totalitario).
Más que hacer muchas
argumentaciones teóricas, estimo que las historias pueden darnos buenas
lecciones y convencernos de la verdad de las cosas. Voy a contar una historia
que oí hace mucho tiempo y que tiene una fuerza de convicción efectiva. Aquí
está:
Dos hermanos vivían en buena
armonía en dos granjas vecinas. Tenían una buena producción de granos, algunas
cabezas de ganado y cerdos bien cuidados.
Cierto día tuvieron una
pequeña discusión. Las razones no tenían mayor importancia: una vaquilla del
hermano menor se había escapado y había comido un buen trozo del maizal del
hermano mayor. Discutieron con cierta irritación. La cosa parecía haberse
quedado ahí.
Pero no fue así. De repente,
ya no se hablaban. Evitaban encontrarse en la bodega o por el camino. Se hacían
los desconocidos.
Un buen día, apareció en la
granja del hermano mayor un carpintero pidiendo trabajo. El granjero lo miró de
arriba abajo y, con un poco de pena, le dijo: “¿Ve aquel riachuelo que corre
por allá abajo? Es la división entre mi granja y la de mi hermano. Con toda esa
leña que hay en la leñera construya una cerca bien alta, para que no me vea
obligado a ver a mi hermano ni su granja. Así estaré en paz”.
El carpintero aceptó el
servicio, tomó las herramientas, y se puso a trabajar. Mientras tanto, el
hermano mayor se fue a la ciudad a resolver algunos asuntos.
Cuando al caer la tarde
volvió a la granja, al caer la tarde, quedó horrorizado con lo que vio. El
carpintero no había hecho una cerca, sino un puente que pasaba por encima del
río y unía las dos granjas.
Y hete aquí que pasando por
el puente venía su hermano, menor diciendo: “Hermano, después de todo que pasó
entre nosotros, me cuesta creer que usted haya hecho ese puente sólo para encontrarse
conmigo. Tiene usted razón, es hora de acabar con nuestra desavenencia. ¡Un
abrazo, hermano!”.
Y se abrazaron efusivamente
y se reconciliaron. El hermano encontró al otro hermano.
De pronto vieron que el
carpintero se estaba marchando. Y le gritaron: “Eh, carpintero, no se vaya
usted, quédese unos días con nosotros... nos ha traído tanta alegría…”
Pero el carpintero
respondió: “No puedo, hay otros puentes que construir por el mundo. Hay muchos
todavía que necesitan reconciliarse”. Y se fue caminando tranquilamente hasta
desaparecer en la curva del camino.
El mundo y nuestro país
necesitan puentes y personas-carpinteros que generosamente relativizan los desacuerdos
y construyen puentes para que podamos vivir por encima de los conflictos y diferencias
inherentes a la incompletitud humana. Tenemos que aprender y reaprender siempre
a tratarnos fraternalmente.
Tal vez sea este uno de los
imperativos éticos y humanitarios más urgentes en el actual momento histórico.
Puente de la Bahía de Sidney
Puente entre dos ciudades
-Leonardo BOFF/ 5 de febrero-16
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