viernes, 19 de febrero de 2016

EL DÍA FESTIVO POR EXCELENCIA

  

DE: "LAS MÁS BELLAS ORACIONES DEL MUNDO"

ORACIÓN DEL ANCIANO

Heme aquí, Padre Celestial,
para agradecerte por haberme dado larga vida;
lo que significa que guardas un amor especial por mí,
pues me has ofrecido la oportunidad de ir acumulando más y más méritos
para no llegar ante tu trono con las manos vacías,
sino rebosantes de denarios celestiales.

Te suplico que en el tiempo que todavía me concedas vivir en la Tierra,
sea Jesucristo mi Maestro;
para aprender a perdonar de corazón a quienes me hayan hecho daño
y hacer el bien a mis enemigos;
que yo disfrute y sonría con Jesús,
de las cosas amables y bellas que Tú me prodigas cada día;
y también sepa sufrir heroicamente pensando en los dolores
que por mí padeció mi Redentor en el Calvario.

Sobre todo, que a cada momento me vaya pareciendo a Él en el amor,
sobre todo en el amor,
para que cuando Tú, mi Padre,
vengas por mí porque ya ansías abrazarme,
veas en el rostro de mi alma algún rasgo del parecido con Jesucristo,
y me lleves en brazos a gozar de su gloria eterna.
Enma Godoy



II DE CUARESMA / LA BELLEZA ÚLTIMA

“Ocho días después de estos discursos, Jesús llevó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y subió a un cerro a orar. Y mientras estaba orando, su cara cambió de aspecto y sus ropas se pusieron blancas y brillantes”… Lucas, 9, 28-36.

En el Monte Tabor, o sobre el Hermón, Cristo se transfiguró ante sus principales apóstoles faltando poco tiempo para su muerte.
Por un milagro, el cuerpo de Cristo, verdaderamente humano, aparecía como cualquier otro cuerpo, sin la transfiguración que debía irradiarle su alma, unida personalmente al Verbo. El milagro se suspendió unos momentos y los tres apóstoles, que no muchas noches después habían de ver al maestro en un jardín, también de noche, sudando sangre joven ante la idea de morir, quedaron fascinados ante su transfiguración, anticipo de la divinidad.



La religión insiste en la paternidad, el poder, la sabiduría, la bondad y otros atributos de Dios; rara vez se refiere a su belleza infinita. Pero uno de los valores que más conmueven y movilizan al ser humano es la belleza. La religión, ligadura con Dios, pedagogía hacia Dios, no debería olvidar ese rasgo de la divinidad.

Tal vez el antropomorfismo religioso, el concebir humanamente no sólo al Cristo sino a Dios, nos ha llevado a prescindir de ese rasgo de la divinidad.

 Los hombres hemos limitado la belleza como tal, es decir, como objeto de contemplación gozosa, a la naturaleza, las cosas y el arte. La belleza en el ser humano, al menos en el actual grado de nuestra evolución, la hemos desplazado del campo de la contemplación al campo del deseo, la posesión  y el uso asociándola con elementos sensuales y sexuales.

La mística elaborada por hombres y mujeres perfectos –por ejemplo el “Cántico Espiritual” de Juan de la Cruz—y también la mística revelada por Dios—por ejemplo “El Cantar de los Cantares”—presentan la unión del espíritu humano con la divinidad bajo figuras y símbolos de varón y mujer, amorosos, conyugales, pasionales. Pero esta concepción de la religiosidad suprema resulta chocante para el espíritu humano corriente. El desequilibrio en la reacción frente a la belleza humana proyecta su tabú sobre la belleza divina. Y, al desprender de la contemplación de Dios esa actitud amorosa, por asociación desprendemos de sus características su belleza infinita y nos quedamos con un Dios frío en cierto modo, poderoso, sabio y bueno pero no hermoso. El espíritu humano viene a descartar  en su viaje hacia Dios uno de los mayores estímulos de acción y sacrificio: la belleza. San Agustín es uno de los pocos teólogos que llaman a Dios: “formosus”, “formosissimus” o “pulchritudo”…

   Cristo, para tonificar a sus apóstoles frente a la visión trágica que habían de tener de Él pocas semanas después  --escupido, triturado, humillado, clavado, muerto-- , les descubre por unos minutos la hermosura sobrehumana de la divinidad. Esa hermosura que, vista una vez, hace que el infierno consista principalmente en la imposibilidad de verla y amarla.

   Si por las bellezas de la Tierra, “imágenes, vestigios y sombras de Dios” (Plotino), reflejos flotantes torpemente en el oleaje oscuro del tiempo, el hombre es capaz de matar y morir, qué sacrificio no aceptaría, el espíritu humano por alcanzar la fuente eterna de todas las bellezas limitadas y marchitables.
    José M. de ROMAÑA

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