DE: "LAS MÁS BELLAS ORACIONES DEL MUNDO"
ORACIÓN DEL ANCIANO
Heme aquí, Padre Celestial,
para agradecerte por haberme
dado larga vida;
lo que significa que guardas
un amor especial por mí,
pues me has ofrecido la
oportunidad de ir acumulando más y más méritos
para no llegar ante tu trono
con las manos vacías,
sino rebosantes de denarios
celestiales.
Te suplico que en el tiempo
que todavía me concedas vivir en la Tierra,
sea Jesucristo mi Maestro;
para aprender a perdonar de
corazón a quienes me hayan hecho daño
y hacer el bien a mis
enemigos;
que yo disfrute y sonría con
Jesús,
de las cosas amables y
bellas que Tú me prodigas cada día;
y también sepa sufrir
heroicamente pensando en los dolores
que por mí padeció mi
Redentor en el Calvario.
Sobre todo, que a cada
momento me vaya pareciendo a Él en el amor,
sobre todo en el amor,
para que cuando Tú, mi
Padre,
vengas por mí porque ya
ansías abrazarme,
veas en el rostro de mi alma
algún rasgo del parecido con Jesucristo,
y me lleves en brazos a
gozar de su gloria eterna.
Enma Godoy
II DE CUARESMA / LA BELLEZA
ÚLTIMA
“Ocho días después de estos
discursos, Jesús llevó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y subió a un cerro
a orar. Y mientras estaba orando, su cara cambió de aspecto y sus ropas se
pusieron blancas y brillantes”… Lucas, 9, 28-36.
En el Monte Tabor, o sobre
el Hermón, Cristo se transfiguró ante sus principales apóstoles faltando poco
tiempo para su muerte.
Por un milagro, el cuerpo de
Cristo, verdaderamente humano, aparecía como cualquier otro cuerpo, sin la
transfiguración que debía irradiarle su alma, unida personalmente al Verbo. El
milagro se suspendió unos momentos y los tres apóstoles, que no muchas noches
después habían de ver al maestro en un jardín, también de noche, sudando sangre
joven ante la idea de morir, quedaron fascinados ante su transfiguración,
anticipo de la divinidad.
La religión insiste en la
paternidad, el poder, la sabiduría, la bondad y otros atributos de Dios; rara
vez se refiere a su belleza infinita. Pero uno de los valores que más conmueven
y movilizan al ser humano es la belleza. La religión, ligadura con Dios,
pedagogía hacia Dios, no debería olvidar ese rasgo de la divinidad.
Tal vez el antropomorfismo
religioso, el concebir humanamente no sólo al Cristo sino a Dios, nos ha llevado
a prescindir de ese rasgo de la divinidad.
Los hombres hemos limitado la belleza como
tal, es decir, como objeto de contemplación gozosa, a la naturaleza, las cosas
y el arte. La belleza en el ser humano, al menos en el actual grado de nuestra
evolución, la hemos desplazado del campo de la contemplación al campo del
deseo, la posesión y el uso asociándola
con elementos sensuales y sexuales.
La mística elaborada por
hombres y mujeres perfectos –por ejemplo el “Cántico Espiritual” de Juan de la
Cruz—y también la mística revelada por Dios—por ejemplo “El Cantar de los
Cantares”—presentan la unión del espíritu humano con la divinidad bajo figuras
y símbolos de varón y mujer, amorosos, conyugales, pasionales. Pero esta
concepción de la religiosidad suprema resulta chocante para el espíritu humano
corriente. El desequilibrio en la reacción frente a la belleza humana proyecta
su tabú sobre la belleza divina. Y, al desprender de la contemplación de Dios
esa actitud amorosa, por asociación desprendemos de sus características su
belleza infinita y nos quedamos con un Dios frío en cierto modo, poderoso,
sabio y bueno pero no hermoso. El espíritu humano viene a descartar en su viaje hacia Dios uno de los mayores
estímulos de acción y sacrificio: la belleza. San Agustín es uno de los pocos
teólogos que llaman a Dios: “formosus”, “formosissimus” o “pulchritudo”…
Cristo, para tonificar a sus apóstoles
frente a la visión trágica que habían de tener de Él pocas semanas después --escupido, triturado, humillado, clavado,
muerto-- , les descubre por unos minutos la hermosura sobrehumana de la
divinidad. Esa hermosura que, vista una vez, hace que el infierno consista
principalmente en la imposibilidad de verla y amarla.
Si por las bellezas de la Tierra, “imágenes,
vestigios y sombras de Dios” (Plotino), reflejos flotantes torpemente en el
oleaje oscuro del tiempo, el hombre es capaz de matar y morir, qué sacrificio
no aceptaría, el espíritu humano por alcanzar la fuente eterna de todas las
bellezas limitadas y marchitables.
José M. de ROMAÑA
José M. de ROMAÑA
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