sábado, 10 de septiembre de 2011

MUCHAS PLEGARIAS SE ELEVAN. Saniel Lozano Alvarado, 3-marzo-87

   Era 1908. Nuestro siglo ya se había echado a caminar y allá, arriba, en el reposo de las horas quietas, tendido en la enormidad de sus largas calles, Salpo presenciaba el brote a la vida de uno de sus más distinguidos hijos: el entonces niño Andrés Ulises.

   Reverberaban las calaminas, ruborizándose los tejados, disimulaban su humildad los casuchos de paja; suavecito y terso acariciaba el viento serrano y el nuevo salpino colmaba con su humanidad el espíritu del pueblo. Eran los días ilusos, esperanzados y dulces del hogar de don Wenceslao Calderón Reyes y de la señora María de la Cruz Leiva.

   Primero un paso, después otro; poco a poco y a pie firme, cada etapa de su vida nutrióse de una espiritualidad intensa, llena y libre al llamado de Dios. Dicen las salpinas mayores -de las que cada día se van raleando más y más- que frecuentemente se descubriría a Andrés Ulises jugando a la celebración de la Misa y a los oficios religiosos. Su camino trazado desde muy temprano y desde bien arriba, en medio de juegos, risas, cantos y amor profundo a la tierra nativa.

   Pasaron los años. El tiempo no daba tregua. El pueblo quedóse arrobado con su silencio a cuestas. Y aquí, en el horizonte costero, entre el bullicio y el trajín citadinos, empezó a develar la identidad de su rostro una biografía definida, singular, decidida y superior, como sólo corresponde a los elegidos supremos de Dios. Fue el mundo del noviciado, de la vida claustral, del Seminario, de los escudriñamientos bíblicos, de la búsqueda de los misterios divinos, de la edificación de una trayectoria sobria y culta, de la práctica de un catolicismo esplendente y del apostolado sacerdotal a manos llenas.

   En el brillante ejercicio de su profesión civil y religiosa, su palabra, su fe, su prédica, todos los actos significativos de su vida se sustentaron en los cimientos indestructibles de una sólida cultura en cuyo centro irradiaba la vertiente latina, el irrenunciable humanismo, la búsqueda afanosa de las esencias primeras y últimas de las cosas por los rumbos austeros de la filosofía y de la metafísica.

   Tampoco su vida diluyóse en la dirección unilateral del mundo clerical, sino que cubrió todos los campos por donde le tocó trajinar. Entonces su docta palabra abrió el camino de sucesivas generaciones estudiantiles; afirmóse segura y versada en la tribuna de la cátedra universitaria; inflamóse de energía divina en los sermones y panegíricos; dotóse de poder mágico en los discursos convincentes y patéticos; administró justicia con amplio sentido de equidad. Su verbo elogió, arengó, invocó, advirtió, enseñó y alumbró a muchos cristianos; dejó boquiabiertos a otros tantos; despertó recelos en no pocos incomprensibles; congregó reconocimientos y admiraciones casi en todos. Además, con la misma devoción con que celebraba una misa, dictaba una clase o ensayaba los sones armónicos de alguna melodía, se entregó a la lucha de los derechos humanos. Ello explica el ejercicio reiterado de la Presidencia de la Asociación de Docentes de la Universidad Nacional de Trujillo, siempre con eficacia, honestidad y dignidad ejemplares.

   Con fe inquebrantable en las posibilidades humanas, consideró que el canto y la música constituyen las artes que más elevan el espíritu del hombre. Así lo testimonian artistas, compositores y amantes de la buena y selecta música. Así también lo ha registrado Elia Alvarez del Villar en su documentado libro "Ocho lustros trabajando por el arte". Y así predicaba a los salpinos que cada año nos congregamos en setiembre para la fiesta de la Virgen del sombrerito, nuestra Señora de las Mercedes, cuando en plena misa afirmaba: "Pueblo que canta y baila es un pueblo que avanza seguro a la construcción de su destino". Y uniendo el dicho al hecho, hasta le vimos embriagarse de canto, de música y de folklore, bailando como un fiestero más en las inigualables "contra-danzas" de mi pueblo.

  Clérigo de las más altas dignidades eclesiásticas, Monseñor Andrés Ulises Calderón fue, sin duda, una de las mentalidades más lúcidas y esclarecidas de nuestro mundo cultural. Aquí quedan para muestra imperecedera la Orquesta Sinfónica de Trujillo y la añeja Casa de la Cultura, inmediata antecesora de la filial departamental del Instituto Nacional de Cultura.

  Miembro de una familia de sensitiva estirpe, varios de cuyos integrantes comparten las mismas inquietudes vocacionales, magisteriales, artísticas y sacerdotales, el más distinguido de los cuales es su hermano el padre Wenceslao, también hasta hace poco prestigioso docente de la Universidad local (incluso consignamos los nombres de su sobrino Francisco Pereda Calderón y su hermano Benjamín Calderón de la Cruz, ambos destacados músicos, y del sacerdote Manuel Calderón Ávila que ejerce su ministerio en Alemania), la partida de tan ilustre religioso deja un vacío enorme, tremendo e inmenso que nos llega a todos quienes de manera directa o indirecta compartimos sus afanes, anhelos y realizaciones.

   Monseñor Andrés Ulises Calderón ha muerto. Entretanto en Salpo duerme el tiempo en la quietud de su plaza tranquila y el ambiente solitario se acompasa con la presencia silente de la iglesia lugareña. La risa de los niños piérdense en la paz de la tierra altiva. Y arriba, bien arriba, la cruz del Ragach, el imponente cerro tutelar de la comarca andina, extiende sus brazos fraternos y francos por toda la horizontalidad del poblado que descansa en su regazo.

   El Padre Ulises ha muerto. El barrio salpino donde nació ha vuelto a sacudir sus recuerdos y los repliegues del suelo, asentados sobre farallones riscosos, socavones mineros y sollamos tremendos, se han puesto a gemir de ausencia. Las campanas de la parroquia de San José lloran de dolor y de lejanía. Muchas plegarias se elevan por entre los cerros y el aroma de los eucaliptos. Finas agüitas de cristal han rodado por varias mejillas. Entre tanto, por la largura de mi pueblo, de callejas antoñonas y juntas, como si no quisieran separarse nunca, llenas de recuerdos sin adioses, se ha quedado a vagar para siempre el espíritu vivo de uno de sus hijos más ilustres, con la misma inquietud con que en 1933, recién ordenado sacerdote, retornó para iniciar su apostolado sacerdotal y cultural por los caminos del mundo.-
--  Saniel LOZANO ALVARADO.

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