En un libro que ha hecho sensación sobre los italianos, su manera de ser y de sentir, se ha dicho y repetido, que lo que hace la “gracia” de aquel país, más que sus monumentos y sus paisajes, es la capacidad de sus habitantes para ser felices por encima de las contingencias de la vida material. Decía William Dean Howells, el biógrafo de Lincoln, que le “gustaría más lograr para siempre la sonrisa de la camariere que le servía por las mañanas el café, que el San Giorgio de Donatello, suponiendo que ambas obras de arte pudieran ser adquiridas”. Y Stendhal, el gran enamorado de Italia, decía que “eran las maneras de los italianos, la delicia de aquellos seres humanos tan íntimamente compenetrados con la naturaleza, lo que atraía irresistiblemente al extranjero. Los italianos poseen el arte de ser felices que, aunque ellos no lo sepan, es la más difícil de todas las artes”.
La felicidad es, en efecto, una forma de la
belleza y si nada hay más bello que el vuelo natural de un ave, el paso
cadencioso de una gacela, el canto inverosímil de un ruiseñor, nada es más
sugestivo que una felicidad humana hija del solo hecho de ser, plenamente y
naturalmente, una persona humana demostrando sus emociones.
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