Periodista peruano, n. 1940,
ensayista y profesor universitario. Doctor en Derecho Canónico, Licenciado en
Ciencias Sociales. Autor del libro: “Así se hizo el Perú”.
Su opinión sobre las elecciones
presidenciales: 10 de noviembre del 2015
Las elecciones
presidenciales deben ser por partidos, para fortalecerlos (no por coaliciones),
y realizarse primero. Después deben hacerse las elecciones parlamentarias, sin
voto preferencial y con una valla electoral del 5% de votos válidos, por lo
menos. Así no habrá candidatos presidenciales que no van para ganar, sino para
colocar parlamentarios y tener una influencia política en el Congreso.
Quienes pretenden que todos
hemos de pensar de la misma manera intentan imponer un totalitarismo moral en
la opinión pública. Y ese totalitarismo intelectual es la forma más absoluta de atropellar
moralmente la libertad de conciencia.
En los países libres existe el criterio de
que cada persona tiene pleno derecho a pensar como quiera. El hombre debe tener
acceso a la información y a la formación; libertad de expresar sus opiniones;
posibilidad de diálogo. En los países totalitarios, en cambio, se pretende
obtener de todos los ciudadanos la identificación absoluta e interna con sus
directrices, cosa que parece querer algunas personas en el Perú, sin ser
siempre los llamados ni los escogidos para representar al gobierno.
Hay muchas formas de pretender que todos debamos
pensar de la misma manera. Una de las más simples consiste en dividirnos en
“buenos” y “malos”, como si los primeros siempre hubieran de pensar
necesariamente bien y los segundos necesariamente mal. Habría otra
clasificación, igualmente engañosa, de “inteligentes” y “brutos” que tampoco
puede aceptarse. ¡Es más compleja la naturaleza humana!
Se pide identificación ideológica para bien
del país. Pero el totalitarismo mental no une, no fortalece la sociedad, no es
plataforma de progreso. El totalitarismo en la opinión pública ahoga la
inteligencia creadora y fomenta el mimetismo memorista. Es un seguro de
estancamiento intelectual. Es un retroceso de siglos por no decir de milenios,
en el cultivo del saber. Es la negación terminante del diálogo. Y, debiera ser
innecesario decirlo, es el sistema más opuesto
--contradictorio dirían los lógicos – de la democracia, en todas sus
formas.
Podría preguntárseme por qué estas
disquisiciones hoy, cuando se están realizando en el país transformaciones
profundas y se lucha por terminar con antiguas injusticias sociales. Y la
respuesta es clara como la luz del día: siempre que se ha realizado un cambio
importante en cualquier sociedad, como ahora en el Perú, surgen arribistas de
pocos quilates morales, que se esfuerzan por ubicarse en la nueva sociedad a
base de cualquier forma de servilismo. Espíritu de adulación que puede
orientarse hacia el atropello moral de quienes aportan su pensamiento libre, no
siempre idéntico al del gobierno, ni necesariamente incondicional a todos los
postulados del mismo. La Revolución Francesa es pródiga de ejemplos de ese tipo
de individuos, que subían bajo la protección cuasiomnipotente de la bandera
tricolor, entonando el lema de libertad, igualdad y fraternidad, para apagarse
pronto, hundiéndose en el fango de la inmoralidad o perdiéndose en el olvido.
En la década que comienza, la guerra convencional y de la paz verdadera,
ya no puede repetirse la frase de Óscar Wilde de que en la guerra los fuertes
esclavizan a los débiles y en la paz los ricos esclavizan a los pobres.
Ahora
surge, con una fuerza poco común, es poder de presión intelectual que
atropella a los demás con sus invocaciones de pensamiento único. No es tanto
por el tono agresivo, que al fin y al cabo se descalifica solo, sino porque
esas afirmaciones corren en favor de la corriente política, haciéndole, dicho
sea de paso, el peor “favor” posible.
Si otras voces se silencian, se
autosilencian, o se intimidan indirecta o circunstancialmente, las aguas
turbias de los espontáneos totalitaristas de la opinión pública no podrían
distinguirse de otras aguas, claras o multicolores, o más oscuras, porque no se
encontrarían nunca con ellas. Los voluntarios defensores del totalitarismo en la opinión pública
quisieran un cauce único de expresión, o cauces paralelos, de alabanza angélica
y aplauso sincronizado, que no tenga –o no tengan-- desembocaduras de ríos que pudieran venir de
otras vertientes.
La pretensión de una identificación general
del pensamiento, de una opinión pública, puede acallar a muchos que, sin ser
los nuevos fuertes ni los nuevos ricos, no encuentran cauces apropiados para
hacerse oír con garantía, al menos, de respeto a la propia opinión y a la
dignidad de la propia persona. Respeto para quienes se encuentran, no digo en
la orilla opuesta --¿y a éstos, por qué no? – sino ni siquiera en orillas
diversas.
Si no hay intención de diálogo ni de
divergencia intelectual, pudiera decirse que, sin guerra convencional ni paz
verdadera, vivimos en una época en la que podemos caer en las manos de unos
pocos temerarios que, amparados en su autodefinición de auténticos paladines de
la justicia social, nos prediquen para defender la necesidad de una opinión
pública monocorde… y quizás, para los niños, un texto único con lo único que
deben saber.
LA PRENSA, 19 DE AGOSTO, 1970.
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