miércoles, 27 de enero de 2016

LA LIBERTAD MORAL DE LA OPINIÓN PÚBLICA / Federico PRIETO CELI

Periodista peruano, n. 1940, ensayista y profesor universitario. Doctor en Derecho Canónico, Licenciado en Ciencias Sociales. Autor del libro: “Así se hizo el Perú”.

Su opinión sobre las elecciones presidenciales: 10 de noviembre del 2015
Las elecciones presidenciales deben ser por partidos, para fortalecerlos (no por coaliciones), y realizarse primero. Después deben hacerse las elecciones parlamentarias, sin voto preferencial y con una valla electoral del 5% de votos válidos, por lo menos. Así no habrá candidatos presidenciales que no van para ganar, sino para colocar parlamentarios y tener una influencia política en el Congreso.


Quienes pretenden que todos hemos de pensar de la misma manera intentan imponer un totalitarismo moral en la opinión pública. Y ese totalitarismo intelectual  es la forma más absoluta de atropellar moralmente la libertad de conciencia.

   En los países libres existe el criterio de que cada persona tiene pleno derecho a pensar como quiera. El hombre debe tener acceso a la información y a la formación; libertad de expresar sus opiniones; posibilidad de diálogo. En los países totalitarios, en cambio, se pretende obtener de todos los ciudadanos la identificación absoluta e interna con sus directrices, cosa que parece querer algunas personas en el Perú, sin ser siempre los llamados ni los escogidos para representar al gobierno.

   Hay muchas formas de pretender que todos debamos pensar de la misma manera. Una de las más simples consiste en dividirnos en “buenos” y “malos”, como si los primeros siempre hubieran de pensar necesariamente bien y los segundos necesariamente mal. Habría otra clasificación, igualmente engañosa, de “inteligentes” y “brutos” que tampoco puede aceptarse. ¡Es más compleja la naturaleza humana!

   Se pide identificación ideológica para bien del país. Pero el totalitarismo mental no une, no fortalece la sociedad, no es plataforma de progreso. El totalitarismo en la opinión pública ahoga la inteligencia creadora y fomenta el mimetismo memorista. Es un seguro de estancamiento intelectual. Es un retroceso de siglos por no decir de milenios, en el cultivo del saber. Es la negación terminante del diálogo. Y, debiera ser innecesario decirlo, es el sistema más opuesto  --contradictorio dirían los lógicos – de la democracia, en todas sus formas.

   Podría preguntárseme por qué estas disquisiciones hoy, cuando se están realizando en el país transformaciones profundas y se lucha por terminar con antiguas injusticias sociales. Y la respuesta es clara como la luz del día: siempre que se ha realizado un cambio importante en cualquier sociedad, como ahora en el Perú, surgen arribistas de pocos quilates morales, que se esfuerzan por ubicarse en la nueva sociedad a base de cualquier forma de servilismo. Espíritu de adulación que puede orientarse hacia el atropello moral de quienes aportan su pensamiento libre, no siempre idéntico al del gobierno, ni necesariamente incondicional a todos los postulados del mismo. La Revolución Francesa es pródiga de ejemplos de ese tipo de individuos, que subían bajo la protección cuasiomnipotente de la bandera tricolor, entonando el lema de libertad, igualdad y fraternidad, para apagarse pronto, hundiéndose en el fango de la inmoralidad o perdiéndose en el olvido.

   En la década que comienza,  la guerra convencional y de la paz verdadera, ya no puede repetirse la frase de Óscar Wilde de que en la guerra los fuertes esclavizan a los débiles y en la paz los ricos esclavizan a los pobres.

   Ahora  surge, con una fuerza poco común, es poder de presión intelectual que atropella a los demás con sus invocaciones de pensamiento único. No es tanto por el tono agresivo, que al fin y al cabo se descalifica solo, sino porque esas afirmaciones corren en favor de la corriente política, haciéndole, dicho sea de paso, el peor “favor” posible.

   Si otras voces se silencian, se autosilencian, o se intimidan indirecta o circunstancialmente, las aguas turbias de los espontáneos totalitaristas de la opinión pública no podrían distinguirse de otras aguas, claras o multicolores, o más oscuras, porque no se encontrarían nunca con ellas. Los voluntarios defensores  del totalitarismo en la opinión pública quisieran un cauce único de expresión, o cauces paralelos, de alabanza angélica y aplauso sincronizado, que no tenga –o no tengan--  desembocaduras de ríos que pudieran venir de otras vertientes.

   La pretensión de una identificación general del pensamiento, de una opinión pública, puede acallar a muchos que, sin ser los nuevos fuertes ni los nuevos ricos, no encuentran cauces apropiados para hacerse oír con garantía, al menos, de respeto a la propia opinión y a la dignidad de la propia persona. Respeto para quienes se encuentran, no digo en la orilla opuesta --¿y a éstos, por qué no? – sino ni siquiera en orillas diversas.

   Si no hay intención de diálogo ni de divergencia intelectual, pudiera decirse que, sin guerra convencional ni paz verdadera, vivimos en una época en la que podemos caer en las manos de unos pocos temerarios que, amparados en su autodefinición de auténticos paladines de la justicia social, nos prediquen para defender la necesidad de una opinión pública monocorde… y quizás, para los niños, un texto único con lo único que deben saber.

LA PRENSA, 19 DE AGOSTO, 1970.

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