martes, 5 de enero de 2016

LA DIVINIDAD DE MOZART / Francisco PEREDA













En el sétimo día, Dios creó al hombre: era Mozart”/
   Franz Grillparzer


“¿Por qué ese Arzobispo trató mal  al muchacho”? Estas fueron las palabras de mi madre al escuchar un programa radial que me encargaron transmitir en 1991 con motivo de los actos conmemorativos por los doscientos años de la muerte de Wolfgang Amadeus Mozart. Se refería al episodio humillante en que el nuevo  Arzobispo de Salzburgo pretende tratar a Wolfgang como a un lacayo y luego lo despide en forma grotesca con una patada en el trasero. Ante este incidente, entre la genialidad y el poder terrenal, sin duda las madres del mundo acogerían al joven Mozart con maternal cariño y señalarían al Arzobispo Colloredo como un lacayo de su propio poder. Quince años después, cuando el mundo musical celebra los doscientos cincuenta años de su nacimiento, me referiré una vez más a ese ser genial que representa en su obra la consumada organización del universo.

   Wolfgang Amadeus Mozart vino el mundo el 27 de enero de 1756 en Salzburgo, una de las ciudades más pintorescas del mundo, situada en los Alpes austriacos, cuya antigua historia dio origen a la mezcla de los caracteres raciales que hoy forman su ambiente, y que derivan de las culturas germanas e italianas. Su población es alegre y sus melodías tienen la claridad de los montes y la serenidad de los lagos que la rodean.

   El padre de Mozart, Leopold era un excelente músico, autor de una importante obra sobre el estudio del violín y uno de los tantos empleados del Arzobispo cuya corte constituía el centro político y cultural de la ciudad. Siete hijos nacieron en la casa de los Mozart: María Ana Walburga llamada “Nanneri” y Wolfgang Amadeus. Ambos mostraron a tempranísima edad (Wolfgang a los tres años) inconfundibles pruebas de una musicalidad extraordinaria. Cuando Wolfgang tiene seis años y Nanneri once, emprenden el primer viaje musical, dejando el ambiente reducido y envidioso de Salzburgo a fin de presentarse en el gran mundo. Munich y Viena son las primeras etapas de esta gira triunfal; Wolfgang toca el cémbalo y el órgano, improvisando admirablemente, sobre cualquier tema que le proponen.

   Otras etapas del viaje fueron Stuttgart, Maguncia, Coblenza y Bruselas, distancias considerables para un niño y en tiempos de los viajes en carreta. Es seguro que este esfuerzo, además de numerosos conciertos, recepciones, fiestas y certámenes, a una edad en que los niños deben jugar y dormir mucho, debilitó la salud del pequeño Mozart. En París publica sus primeras obras, en cuya carátula figura su ciudad de origen y la edad de “siete años”.

   Prosigue sus estudios con su padre y adquiere la influencia de dos compositores modernos: Johan Schober (1720-1767) en París, hoy completamente olvidado y Johann Christian Bach (1735-1782) en Londres  hijo menor del gran Juan Sebastián Bach (1685-1750).

   En 1767, la familia Mozart se halla en nuevamente en Viena y Wolfgang ha de tropezar por primera vez con la maldad humana y la envidia profesional. Se levantan calumnias e intrigas en el sentido de que no era el hijo  de once años, sino el padre, el verdadero autor de las obras; el niño tiene que pasar por muchos exámenes para comprobar su capacidad creadora, pero aunque sale airoso de todas ellas, aumenta el encono contra él cuando el Emperador le encomienda escribir una ópera. Sus colegas envidiosos instan a los cantantes a negarle colaboración, al empresario a no cumplir el contrato. Este es el primero pero no el último choque del alma ingenua de Mozart con el corrompido mundo del teatro en que actuara.

   En 1770, se estrena en Milán, con éxito indiscutido su primera ópera seria MITRIDATE REDI PONTO, de la más genuina hechura italiana como la mayor parte de las 30 obras teatrales que escribió en el curso de su vida. Después de esto Mozart tiene que recorrer  un largo camino de experiencias de la vida hasta llegar a componer sus óperas como las BODAS DE FIGARO, DON JUAN y la FLAUTA MAGICA.

   Cierto día Wolfgang se enamora de una joven y bella cantante, pero papá Mozart, siempre el consejero y maestro de sus hijos no quiere que Wolfgang se case. Años después se uniría a la hermana de aquella, Constanze. A pesar de las múltiples desilusiones su tono fundamental, como todo su carácter, aparece siempre juvenil  e ingenuo, chistoso, sereno y optimista hasta la muerte. Distan sólo diez años de tan trágica fecha. Pero son los años de sus obras máximas. Mozart se ha radicado en Viena cuya vida musical se encuentra en manos de una pequeña mafia italiana encabezada por Antonio Salieri (1750-1825).


   El éxito de la FLAUTA MAGICA fue grande más por lo grotesco y cómico que por lo profundo y creció noche tras noche. Mozart vivía enfermo en una mísera habitación cerca del teatro y sus amigos le visitaban todos los días después de la función, a la cual muy pocas veces pudo asistir. Le contaban sus impresiones y qué partes se habían repetido, despertando así las últimas sonrisas en el rostro de Mozart ya marcado por la muerte.

   Sobre su lecho se encontraban dispersas hojas de música en las cuales escribió con manos temblorosas su REQUIEM. Antes de terminarlo (Franz Xaver Süssmayer, su alumno añadió el final) y durante el éxito popular creciente de la FLAUTA MAGICA con la cual se enriqueció el libretista, al mismo tiempo protagonista y empresario.

   Mozart murió en la pobreza más apremiante el 5 de diciembre de 1791. El tormentoso día invernal que lo enterraron llovía torrencialmente. Apenas un puñado de amigos despidieron los restos de Mozart, acompañando algunos pasos la mísera carreta. Al llegar al cementerio sólo un perro formaba el séquito fúnebre. La tumba del genio fue la losa común. Días después murió el guardián del camposanto, y cuando la esposa del músico, repuesta de una grave enfermedad, quiso visitar  por primera vez la sepultura, no halló quien pudiera indicarle el lugar. Así yacen perdidos los restos mortales de Wolfgang Amadeus Mozart, muchas veces llamado el predilecto de los dioses.

   Uno de los más grandes privilegios que he tenido del violín es haber tocado los cinco conciertos para violín y la sinfonía concertante para violín y viola de Mozart; he interpretado también algunos cuartetos de cuerda y he dirigido algunas de sus sinfonías. Inmerso en el universo del sonido de Mozart en el momento mismo de la ejecución, he sentido trascender la existencia material que es guiada por una música de absoluta perfección que a la vez es energía cargada de un sentimiento de libertad, el cual nos descubre el cosmos, en cuyo centro nos encontramos. Es como un día cualquiera, los dioses se antojarán de algo: concentrar la genialidad, lo sublime, lo milagroso en un niño; lo elevan por encima de sus amigos de barrio, lo conducen por caminos misteriosos de perfección. Con este niño se expande la dicha sobre generaciones y siglos, su mensaje puede llegar a Viena o al Lago Titicaca, a un niño o a un anciano, a los animales y hasta las plantas. El fuego es grandioso y cruel a la vez; concede pocos, muy pocos años de vida al elegido, mezcla su alma con toda la miseria de la vida y termina consumiéndola en su propia llama creadora.

 Treintaicinco años vivió Mozart en nuestra tierra, lo suficiente para recorrer todos los grados de la nada a la gloria y de la gloria a la humillación. Compuso cerca de 800 obras para una humanidad que apenas lo entendió, y que fueron  las más perfectas  de todas las formas de composición: Óperas, Sinfonías, Música de Cámara y Música Sacra, piezas instrumentales y Oratorios. No existió otro maestro en su universalidad. El gran Beethoven (1770-1827) flaqueó en su música vocal, Schubert en la ópera; Wagner no cultivó la música sinfónica. Es superfluo pensar cuanto hubiese creado llegado a vivir setentisiete años de edad como Haydn, su modelo y amigo.

   Esta vida de ardorosa intensidad, cuyo símbolo es la mariposa que se consume en el único día asoleado de su existencia. Esta vida tuvo que acabar antes que su alma decayera en cansancio, en indiferencia. Antes de cumplir  los seis años de edad, empezó a emanar la milagrosa fuente de su arte, que se agotó recién con la muerte. En las vidas estelares como las de Mozart, Schubert (1797-1828), Mendelssohn (1809-1847), Chopin (1810-1849) o Bizet (1838-1875) y otros como García Lorca (1898-1936), Novalis (1772- 1801), James Deam (1931-1955) o Michael Rabin (1936-1972). Parece que algún órgano misterioso presiente la muerte prematura y no da tregua al cuerpo y al espíritu, hasta producir todo lo que el destino quiere por su mediación legar a la humanidad.

   Pero aún más, nos conmueve alguna melodía dolorosa, un canto impregnado de ternura, un soplo de divina serenidad. Es allí donde el genio se levanta por encima de su época, de todas las épocas hacia la eternidad.

   Quiero terminar con las palabras del gran filósofo alemán Hildesheimer quien dijo acerca de la música de Mozart: “Nos reconcilia con la vida por todo aquello que la vida nos debe: Una especie de milagro redentor”.

Francisco Pereda/ 22 de enero de 2006, Suplemento Dominical de La Industria de Trujillo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario