Hace 36 años que se creó el
“Institute for Advanced Study” en Princeton, la Universidad de la que fuera
profesor el presidente de los Estados Unidos, Wilson, en el estado de New
Jersey. El propósito de este alto organismo es reunir en sus aulas, parques y
avenidas a los hombres más inteligentes del mundo para que hagan exactamente
esto: nada. Es decir, no se les exige, ni tan sólo se les sugiere, que lleguen
a las disciplinas mentales que le son propias, a ningún “resultado” concreto.
Su misión, si puede aplicarse el vocablo, consiste, simplemente, en pensar, en
hacer recorrer su imaginación libremente y sin trabas. Una de las únicas
preguntas que nunca le formularemos a ninguno de nuestros “huéspedes”, dijo uno
de sus más eminentes presidentes, es “¿qué está haciendo usted?”
Este “paraíso intelectual” que ha sido
honrado con la presencia de Einstein, Toynbee, Bohr, Oppenheimer, Dirac, Von
Newmann y tantas otras primerísimas figuras de la ciencia mundial, fue creado
gracias a la iniciativa privada. Louis Bamberger y su hermana destinaron un
fondo de 19 millones de dólares para asegurar su permanencia. El Instituto ha
recibido después otros donativos y puede cumplir su alta misión sin estorbos ni
dificultades, lo cual habla bien de la filantropía norteamericana.
Saber, se ha dicho, es “saber que no se
puede saber” parafraseando y aun haciendo más patética la frase de “sólo
sé que no sé nada…” Pues “saber”, en el
sentido trascendental de la palabra, quiere decir “no ignorar” y por lo tanto
implica conocerlo todo. Por eso, los sabios, que tienen idea cabal de lo
infinito del conocimiento, son más humildes que los necios pues saben mejor que
ellos la magnitud de su ignorancia. En una sentencia lapidaria dijo Benjamín
Franklin que sentirse orgulloso del conocimiento es como quedar cegado por la
luz; es decir, el hombre no puede llegar más allá de un cierto límite en su
conocimiento sin perderse, literalmente deslumbrado, en el infinito de lo que nunca
sabrá.
Las mentes más poderosas de la humanidad
pueden así retirarse por meses o años en el remanso intelectual de aquel
Instituto, ligados sólo por el compromiso de su fundador, el pedagogo Abraham
Flexner: nada hay más útil que el conocimiento inútil; pues cuando el
conocimiento se aplica a una actividad “práctica” de la vida, pierde su
magnitud y se convierte en un simple instrumento de la vida cotidiana.
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