Siempre ha habido en la humanidad,
especialmente bajo el patriarcado, conflictos de todo orden. La forma
predominante de resolverlos ha sido y es la utilización de la violencia, para
doblegar al otro y encuadrarlo en un determinado orden. Ese es el peor de los
caminos, pues deja en los vencidos un rastro de amargura, de humillación y de
deseo de venganza. Y así se perpetúa la espiral de la violencia que hoy
adquiere especialmente la forma de terrorismo, expresión de la venganza de los
humillados. ¿Será esta la única forma de resolver sus contiendas los seres
humanos?
Hubo
alguien que se consideraba “un loco de Dios” (pazzus Dei), Francisco de Asís,
que podría ser también el actual Francisco de Roma que buscó otro camino. El
anterior era el de gana-pierde. Este último, el gana-gana, vacía las bases para
el espíritu belicoso. Tomemos ejemplos de la práctica de Francisco de Asís. Su
saludo usual era desear a todos: “paz y bien”. Pedía a sus seguidores: “Todo
aquel que se aproxime, sea amigo o enemigo, ladrón o bandido, recíbanlo con
bondad” (Regla no bulada, 7).
Consideremos
la estrategia de Francisco frente a la violencia. Tomemos dos leyendas, que,
como leyendas, guardan mejor el espíritu que la letra de los hechos: los
ladrones del Burgo San Sepolcro y el lobo de Gubbio (Fioretti, c. 21).
Una
banda de ladrones se escondía en los bosques y saqueaba a los transeúntes de
los alrededores. Movidos por el hambre fueron al eremitorio de los frailes a
pedir comida. Son atendidos, aunque no sin remordimientos, por los frailes: “No
es justo que demos limosna a esta casta de ladrones que tanto mal hacen en este
mundo”. Presentan la cuestión a Francisco. Este sugirió la siguiente
estrategia: llevar al bosque pan y vino y gritarles: “Hermanos ladrones, venid
aquí; somos hermanos y les traemos pan y vino ―felices comen y beben―, luego
háblenles de Dios, pero no les pidan que abandonen la vida que llevan porque
sería pedir demasiado; pídanles solamente que cuando asalten no hagan daño a
las personas. Otra vez, Francisco aconseja: llévenles algo mejor, queso y
huevos. Más que felices los ladrones se regocijan, pero oyen la exhortación de
los frailes: “dejen esta vida de hambre y sufrimiento; dejen de robar;
conviértanse al trabajo que el buen Dios va a providenciar lo necesario para el
cuerpo y para el alma”. Los ladrones, conmovidos por tanta bondad, dejan
aquella vida y algunos hasta se hicieron frailes.
Aquí se
renuncia al dedo en ristre acusando y condenando en nombre de la aproximación
cálida y de la confianza en la energía escondida en ellos para ser otra cosa
diferente a ladrones. Se supera todo maniqueísmo que distribuye la bondad de un
lado y la maldad del otro. En verdad, en cada uno se esconde un posible ladrón
y un posible fraile. Con tierno afecto se puede rescatar el fraile escondido
dentro del ladrón. Y eso ocurrió.
Esta
estrategia de renuncia a la violencia aparece claramente en la leyenda del lobo
de Gubbio que atacaba a la población de la pequeña ciudad. Se supera de nuevo
la esquematización: por un lado el “lobo grandísimo, terrible y feroz” y por el
otro, el pueblo, lleno de miedo y armado. Se enfrentan dos actores cuya única
relación es la violencia y la destrucción mutua. La estrategia de Francisco no
es buscar una tregua o un equilibro de fuerzas regidas por el miedo. No toma
partido por una parte ni por la otra, en un falso fariseísmo: “malo es el otro,
no yo, por eso debe ser destruido”. ¿Nadie se pregunta si dentro de cada uno no
puede esconderse un lobo malo y al mismo tiempo un buen ciudadano?
El
camino de Francisco es esta unión de los opuestos y aproximar a ambos para que
puedan hacer un pacto de paz. Va al lobo y le dice: “hermano lobo, eres un
homicida pésimo y mereces la horca, pero reconozco también que es por hambre
que haces tanto mal. Vamos a hacer un pacto: la población va a alimentarte y tú
dejarás de amenazarlos”. Luego se dirige a la población y les predica:
“vuélvanse hacia Dios, dejen de pecar. Aseguren alimento suficiente al lobo y
así Dios les librará de los castigos eternos y del lobo malo”.
Dice la
leyenda que la pequeña ciudad cambió de hábitos, decidió alimentar al lobo y
este se paseaba entre todos, como si fuese un manso ciudadano.
Ha
habido intérpretes que leyeron esa leyenda como una metáfora de la lucha de
clases. Puede ser. El hecho es que la paz conseguida no fue la victoria de uno
de las partes, sino la superación de los lados y de los partidos. Cada uno
cedió, se verificó el gana-gana e irrumpió la paz que no existe en sí, sino que
es fruto de una construcción colectiva entre los ciudadanos y el lobo.
Conclusión:
Francisco no estimuló las contradicciones ni removió la dimensión sombría donde
se cuecen los odios. Confió en la capacidad humanizadora de la bondad, del
diálogo y de la mutua confianza. No fue un ingenuo. Sabía que vivimos en la
“regio dissimilitudinis”, en el mundo de las desigualdades (Fioretti, c. 37).
Pero no se resignó a esta situación decadente. Intuía que más allá de la
amargura, existe en el fondo de cada criatura una bondad ignorada a ser rescatada.
Y lo fue.
Llegará
el día en que los seres humanos asumirán la inteligencia cordial y espiritual,
cuya base biológica identificaron los nuevos neurólogos, que completa la razón
intelectual que divide y atomiza. Entonces habremos inaugurado el reino de la
paz y de la concordia. El lobo seguirá siendo lobo pero no amenazará a
nadie.
Leonardo BOFF/ 28-setiembre-15
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