Juan Manuel Ugarte Eléspuru (1911-2004), pintor, escultor, historiador y escritor peruano. |
DESDE niño
sentí amor por los libros, vocación que me inculcó mi abuelo materno que era
militar pero también hombre de letras y poeta. Por eso, a lo largo de mi vida,
he tenido estrecha amistad con quienes dedicaron su quehacer a editarlos o
venderlos y también a comprarlos revendiéndolos de segunda mano.
¡Es curiosa la vida del libro! Pues la gran
mayoría de los que se editan suelen tener limitada vida en la circulación por
exitosa que ésta sea. Sobre todo ahora, en que la actividad editorial ha
adquirido dimensiones tales que desalienta entrar a una librería y verse
asaltado por la enorme cantidad de publicaciones de toda índole y aun dentro de
un solo tema la novela o el ensayo la multiverdad de autores, estilos y
propuestas que sobrepasan las posibilidades de la lectura y sumen en la
perplejidad en la elección.
De los antiguos, quedan sólo algunos
clásicos, de permanencia establecida por el consenso crítico de las
generaciones, pero no son muchos. En su tiempo fueron notables pero ya no se
les ve en las “mesas de novedades”. Hay que buscarlos en los anaqueles donde
esperan resignados la mano amiga que los vuelva a la vivencia.
No ocurre así en las destartaladas
instalaciones de los “Libreros de Viejo”. Ahí vive y palpita en toda la magia
de su hondura el antiguo saber, delicado y eterno. Siempre he preferido esos habitáculos del
pasado, de los libros de segunda mano, que no sólo tienen para nuestro
sentimiento el valor de retrotraernos a las lecturas de nuestra juventud, sino
también el de la poesía que emana de ese manipuleo de muchos poseedores
sucesivos o por lo menos de varios que alguna vez los abrieron para beber en
sus páginas amarillentas el néctar del saber y la belleza.
En las librerías grandes, las modernas, bien
equipadas y dispuestos en ordenadas clasificaciones por temas, lo atiende a uno
un empleado cualquiera, un ganapán sin especialización y generalmente sin
información sobre lo que pretende vendernos. Lo único que sabe es el precio,
ignora su valor.
En la “de viejo” generalmente quien nos
atiende es el dueño, frecuentemente un sujeto envejecido en el tráfico
libresco. Enciclopédico conocedor de su mercancía y secretamente amante de su
menester. Normalmente locuaz, dicharachero, efusivo, ahí sentado en su
tenducho, envuelto en el rancio olor húmedo de papel viejo y revoltijo, aroma
tan grato a los bibliómanos.
Yo siempre he tenido afecto a este tipo de
librero y en sus modestas instalaciones solía, en mi juventud, pasar momentos
inolvidables. Es por eso que ahora evoco a uno que ha muerto hace algunos meses
y que resumió en su personalidad señera no sólo la del librero a la antigua
sino a la del moderno también.
Nació en el norteño puerto de Eten, pero llevó
muchísimos años ejerciendo su noble sacerdocio libresco en nuestra Lima. Tuvo
hasta hace pocos años su librería en el Nº 722 del jirón Azángaro, dentro del
corazón de esa Lima cuadrada en la que aún quedan vestigios de lo que fuimos.
Era esa librería, no un cuchitril como los
mencionados, sino un local sobrio, bien ordenado, adecuado y cómodo para la
búsqueda y la tertulia. Pues ahí se mantuvo, dentro de su modernidad, aquel
espíritu de las librerías antiguas, que siempre fueron menos lugar de mercadeo,
que lonjas de intercambio cultural y sitios de reunión y encuentro más o menos
fraterno de intelectuales, artistas y plumarios; ágora de teorizadores, meca de polemistas. ¿Quién que
cultivara las letras o las artes, no caía por ahí a fisgonear, inquirir,
controvertir y opinar? Aquello era lo que antiguamente se denominaba “un
mentidero”, donde lo oído, lo expuesto y lo opinado, constituyeron “selva de
varia lección”.
Todo ese trajín intelectivo lo dirigía, o
más bien debo decir, lo presidía, el librero dueño, prodigando cordialidad y
tolerancia. Un centenar de fotografías cubría la pared detrás del escritorio
del anfitrión. Galería de peruanos ilustres en el ejercicio de las letras o las
artes. Piezas de cerámica y textiles prehispánicos coronaban los anaqueles en
los que lucía lo más novedoso de la producción libresca moderna mundial, junto
a lo más notable de la de antaño. Pero lo mejor era siempre la afabilidad del
propietario, hombre de ingenio vivo, rápido, de lengua filosa y punzante.
A eso de las cinco de la tarde, la hora del
criollo “lonche” se trasladaba con sus habitúes a un café inmediato y ahí
continuaba la tertulia entre butifarras y algún trago. Desdichadamente aquel
refugio de la hermandad tuvo fin, pues al trasladarse la Universidad de San
Marcos a su nueva ubicación en la avenida Venezuela, disminuyó el núcleo de su
clientela.
Paralelamente a la inmigración hacia los
distritos del sur, el centro de Lima se convirtió en una versión viva de lo que
la pluma de Salazar Bondy calificó en ríspido libro: “Lima la Horrible”. Hacia
allá emigró también la clientela, lo que provocó el cierre de la librería
después de cuarenta años de existencia. ¡Qué lástima! Pues no creo que volvamos
a tener algo así en Lima, tan grato, tan eficiente, tan pleno de calidad humana
y de saber libresco.
Posteriormente fue nombrado director de la
Biblioteca Nacional. Ahí hizo una labor de desbrizamiento de la enmarañada
situación organizativa y burocrática, mas siempre ¡Quijote! cuando, tal vez por
las penurias fiscales, el gobierno dejó de pagar sus haberes a los empleados,
nuestro hombre renunció. Así era él, siempre al lado del oprimido y contra todo
lo que le pareció arbitrariedad. La muerte se lo llevó hace poco tiempo, pero
su memoria quedó grabada e imborrable como de un paladín de la cultura y la de
un fraterno amigo. Se llamó: Juan Mejía Baca.
Lundero, 1 de
diciembre de 1991
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