miércoles, 4 de noviembre de 2015

JUAN MEJÍA BACA, PALADÍN DE LA CULTURA / Juan Manuel UGARTE ELÉSPURU

Juan Manuel Ugarte Eléspuru (1911-2004),
pintor, escultor, historiador y escritor peruano.
DESDE niño sentí amor por los libros, vocación que me inculcó mi abuelo materno que era militar pero también hombre de letras y poeta. Por eso, a lo largo de mi vida, he tenido estrecha amistad con quienes dedicaron su quehacer a editarlos o venderlos y también a comprarlos revendiéndolos de segunda mano.

   ¡Es curiosa la vida del libro! Pues la gran mayoría de los que se editan suelen tener limitada vida en la circulación por exitosa que ésta sea. Sobre todo ahora, en que la actividad editorial ha adquirido dimensiones tales que desalienta entrar a una librería y verse asaltado por la enorme cantidad de publicaciones de toda índole y aun dentro de un solo tema la novela o el ensayo la multiverdad de autores, estilos y propuestas que sobrepasan las posibilidades de la lectura y sumen en la perplejidad en la elección.

   De los antiguos, quedan sólo algunos clásicos, de permanencia establecida por el consenso crítico de las generaciones, pero no son muchos. En su tiempo fueron notables pero ya no se les ve en las “mesas de novedades”. Hay que buscarlos en los anaqueles donde esperan resignados la mano amiga que los vuelva a la vivencia.

   No ocurre así en las destartaladas instalaciones de los “Libreros de Viejo”. Ahí vive y palpita en toda la magia de su hondura el antiguo saber, delicado y eterno.  Siempre he preferido esos habitáculos del pasado, de los libros de segunda mano, que no sólo tienen para nuestro sentimiento el valor de retrotraernos a las lecturas de nuestra juventud, sino también el de la poesía que emana de ese manipuleo de muchos poseedores sucesivos o por lo menos de varios que alguna vez los abrieron para beber en sus páginas amarillentas el néctar del saber y la belleza.

   En las librerías grandes, las modernas, bien equipadas y dispuestos en ordenadas clasificaciones por temas, lo atiende a uno un empleado cualquiera, un ganapán sin especialización y generalmente sin información sobre lo que pretende vendernos. Lo único que sabe es el precio, ignora su valor.

   En la “de viejo” generalmente quien nos atiende es el dueño, frecuentemente un sujeto envejecido en el tráfico libresco. Enciclopédico conocedor de su mercancía y secretamente amante de su menester. Normalmente locuaz, dicharachero, efusivo, ahí sentado en su tenducho, envuelto en el rancio olor húmedo de papel viejo y revoltijo, aroma tan grato a los bibliómanos.

   Yo siempre he tenido afecto a este tipo de librero y en sus modestas instalaciones solía, en mi juventud, pasar momentos inolvidables. Es por eso que ahora evoco a uno que ha muerto hace algunos meses y que resumió en su personalidad señera no sólo la del librero a la antigua sino a la del moderno también.


   Nació en el norteño puerto de Eten, pero llevó muchísimos años ejerciendo su noble sacerdocio libresco en nuestra Lima. Tuvo hasta hace pocos años su librería en el Nº 722 del jirón Azángaro, dentro del corazón de esa Lima cuadrada en la que aún quedan vestigios de lo que fuimos.

   Era esa librería, no un cuchitril como los mencionados, sino un local sobrio, bien ordenado, adecuado y cómodo para la búsqueda y la tertulia. Pues ahí se mantuvo, dentro de su modernidad, aquel espíritu de las librerías antiguas, que siempre fueron menos lugar de mercadeo, que lonjas de intercambio cultural y sitios de reunión y encuentro más o menos fraterno de intelectuales, artistas y plumarios; ágora de  teorizadores, meca de polemistas. ¿Quién que cultivara las letras o las artes, no caía por ahí a fisgonear, inquirir, controvertir y opinar? Aquello era lo que antiguamente se denominaba “un mentidero”, donde lo oído, lo expuesto y lo opinado, constituyeron “selva de varia lección”.

   Todo ese trajín intelectivo lo dirigía, o más bien debo decir, lo presidía, el librero dueño, prodigando cordialidad y tolerancia. Un centenar de fotografías cubría la pared detrás del escritorio del anfitrión. Galería de peruanos ilustres en el ejercicio de las letras o las artes. Piezas de cerámica y textiles prehispánicos coronaban los anaqueles en los que lucía lo más novedoso de la producción libresca moderna mundial, junto a lo más notable de la de antaño. Pero lo mejor era siempre la afabilidad del propietario, hombre de ingenio vivo, rápido, de lengua filosa y punzante.

   A eso de las cinco de la tarde, la hora del criollo “lonche” se trasladaba con sus habitúes a un café inmediato y ahí continuaba la tertulia entre butifarras y algún trago. Desdichadamente aquel refugio de la hermandad tuvo fin, pues al trasladarse la Universidad de San Marcos a su nueva ubicación en la avenida Venezuela, disminuyó el núcleo de su clientela.

   Paralelamente a la inmigración hacia los distritos del sur, el centro de Lima se convirtió en una versión viva de lo que la pluma de Salazar Bondy calificó en ríspido libro: “Lima la Horrible”. Hacia allá emigró también la clientela, lo que provocó el cierre de la librería después de cuarenta años de existencia. ¡Qué lástima! Pues no creo que volvamos a tener algo así en Lima, tan grato, tan eficiente, tan pleno de calidad humana y de saber libresco.

   Posteriormente fue nombrado director de la Biblioteca Nacional. Ahí hizo una labor de desbrizamiento de la enmarañada situación organizativa y burocrática, mas siempre ¡Quijote! cuando, tal vez por las penurias fiscales, el gobierno dejó de pagar sus haberes a los empleados, nuestro hombre renunció. Así era él, siempre al lado del oprimido y contra todo lo que le pareció arbitrariedad. La muerte se lo llevó hace poco tiempo, pero su memoria quedó grabada e imborrable como de un paladín de la cultura y la de un fraterno amigo. Se llamó: Juan Mejía Baca.

Lundero, 1 de diciembre de 1991

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