NIDO DE
POESÍA / BLOG
Preside el
tema de hoy una conocida estampa de gran significado ecológico: Francisco,
hermanito universal, en compañía de aves y ganado, brillante foto de familia
que nos conmueve y alecciona. No podemos afirmar irresponsablemente que las
criaturas de este mundo no tienen dueño: “Son tuyas, Señor que amas la vida”
(Sabiduría 11,26). Coronó Dios su obra bendiciendo al hombre y otorgándole la
misión de colaborar con la tierra y proteger su debilidad.
TODOS LOS
SERES CONFORMAMOS UNA FAMILIA UNIVERSAL
“Siendo
creados por el mismo Padre, todos los seres del universo estamos unidos por
lazos invisibles y conformamos una especie de familia universal, una sublime
comunión que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y humilde. Quiero
recordar que «Dios nos ha unido tan estrechamente al mundo que nos rodea, que
la desertificación del suelo es como una enfermedad para cada uno, y podemos
lamentar la extinción de una especie como si fuera una mutilación» (Francisco,
Laudato si, 89).
Y TE PRESENTO
A LA HIJA MÍA
Acabamos de
leer cómo Francisco canta a la Gran Familia del Cosmos: “Todos los seres del
universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una especie de
familia universal, una sublime comunión que nos mueve a un respeto sagrado,
cariñoso y humilde.” En el poema siguiente, de Pilar Paz Pasamar, “Con ella en
las orillas”, la autora jerezana, que publica, a tres años de su matrimonio,
los versos de “La soledad contigo” (1960), incluye, en la sección “El hijo”,
esta entrañable confidencia al mar (o, mejor quizá, a “la mar”: “Mar maternal,
dulce mar nuestro.”). Presenta al mar de la bahía de Cádiz a su hija, para que
la bese y la bendiga, la “vele y adormezca”, como en sus brazos acuna la salada
maravilla de sus fecundas aguas...
CON ELLA EN
LAS ORILLAS
Ya somos más
para nombrarte,
mar nuestro,
mar de cada día.
Mis pies
acerco hasta tu espuma
y te presento
a la hija mía.
Crecerá rubia
junto al sitio
donde deliras
y porfías,
tendrá tu luz
sobre sus ojos,
paseará por
tus orillas
y la tendrás
por compañera
entre tus
blandas compañías.
No temerá tus
arrebatos,
sabrá de ti
más que yo misma
y aprenderá a
decirte madre
cuando
comprenda tu fatiga.
Mar maternal,
dulce mar nuestro,
abandonada y
siempre viva.
Ya ves: yo
vengo con mi fruto
a que lo
beses y bendigas
y a reclamar
de tu sonido
una constante
letanía
con la que
vele y adormezca
este pedazo
de mi vida...
¡Como tú
acunas en tus brazos
a la salada
maravilla!
ALGUNOS SE
ARRASTRAN EN UNA DEGRADANTE MISERIA
“A veces se
advierte una obsesión por negar toda preeminencia a la persona humana, y se
lleva adelante una lucha por otras especies que no desarrollamos para defender
la igual dignidad entre los seres humanos. Es verdad que debe preocuparnos que
otros seres vivos no sean tratados irresponsablemente. Pero especialmente
deberían exasperarnos las enormes inequidades que existen entre nosotros,
porque seguimos tolerando que unos se consideren más dignos que otros.
Dejamos de
advertir que algunos se arrastran en una degradante miseria, sin posibilidades
reales de superación, mientras otros ni siquiera saben qué hacer con lo que
poseen, ostentan vanidosamente una supuesta superioridad y dejan tras de sí un
nivel de desperdicio que sería imposible generalizar sin destrozar el planeta.
Seguimos admitiendo en la práctica que unos se sientan más humanos que otros,
como si hubieran nacido con mayores derechos” (Francisco, Laudato si, 90).
NUNCA NOS
PIDE NADA: SÓLO MIRA
Los dos
textos de hoy (Laudato 89 y 90) aluden a extinción de especies “como si fuera
una mutilación”. Y se critica cómo “se lleva adelante una lucha por otras
especies que no desarrollamos para defender la igual dignidad entre los seres
humanos”. Uno se pregunta: ¿especies animales o botánicas en riesgo de
extinción o, como sugiere Hawking, la denuncia profética de que “si nos vamos
quedando sin espacio habitable, finalmente no habrá nuevos lugares” y quien
perecerá será la especie humana?
Pero
anunciemos ya el estremecedor poema “El niño”, de Antonio Porpetta. Un muchacho
del tercer mundo, con hambruna y sufrimiento, nos mira en el desayuno desde las
páginas de un periódico, desde el periscopio de la televisión. Se asoma a
nuestra mesa, nos contempla asombrado, nunca nos pide nada... Pero “en sus ojos
/ lleva la herida grande / de todo el universo.” Será bueno escuchar de nuevo
al profeta Francisco: “algunos se arrastran en una degradante miseria, sin
posibilidades reales de superación, mientras otros ni siquiera saben qué hacer
con lo que poseen” (90).
EL NIÑO
Hay un niño
que llega cada día
ofreciendo su
mínima intemperie
sobre el
claro mantel del desayuno.
Levemente se
asoma
por la
ventana gris de algún periódico,
sin lágrimas
ni risas en su rostro:
sólo pura
mirada
y un humilde
cansancio de terrores
derramado en
sus labios.
Viene desde
muy lejos:
de las
tierras del fuego y la tristeza,
de selvas y
arrozales,
de campos
arrasados, de montañas perdidas,
de ciudades
sin nombre ni memoria
donde la
muerte es sólo
una muda
costumbre cotidiana.
Tal vez trae
en sus manos
algún pobre juguete:
el fusil que
encontró en aquella zanja
junto a un
hombre dormido,
las inútiles
botas de su padre,
el arrugado
casco de aluminio
del hermano
más alto y más valiente,
el trozo de
metralla
que derrumbó
su infancia en un instante.
Se sienta en
nuestra mesa, quedamente,
como si no
estuviera,
y contempla
asombrado los terrones
de azúcar,
las galletas,
la alegre
redondez de las naranjas,
la taza de
café, con su recuerdo
de humaredas
oscuras.
Nunca nos
pide nada: sólo mira
desde un
viejo silencio,
con un largo
paisaje de preguntas
remansado en
sus párpados.
Y permanece
inmóvil,
clavándonos
el tiempo en su palabra
que nunca
escucharemos.
Como si fuera
un niño, simplemente.
Sin saber que
en sus ojos
lleva la
herida grande
de todo el
universo.
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