Y llegó el
gran día, esperado hacía meses por miles de fans que vinieron de diversas
partes del mundo (este corresponsal no vaciló en interrumpir un viaje por
España y soportar las penurias de más de 24 horas de tren en un loco recorrido
de ida y vuelta sólo para estar algunas horas en París y poder asistir al gran
evento musical de la temporada y volver a cruzar inmediatamente los Pirineos;
después de todo había pagado por su localidad una suma considerable y la había
reservado seis o siete semanas atrás, justo poco antes de que se agotaran):
Miles Davis ofrecía un recital histórico de jazz con músicos invitados por él
mismo, los cuales habían tocado con él en diversos momentos de su carrera.
Es probable que a los no iniciados en esta
vertiente musical del siglo XX, nacida originalmente en los Estados Unidos pero
ahora patrimonio universal, les sea difícil entender las razones de tanto
alboroto. No es sólo porque Miles Davis tenga la aureola de estrella difícil,
al estilo de los caprichos de una prima ballerina o una diva de la ópera. Sí,
en verdad, es un músico prácticamente intratable que se permite, incluso, tocar
de espaldas a ese público ferviente que aguarda impaciente un par de acordes de
su trompeta asordinada. Sin embargo, ese no es el punto. Tampoco tiene que ver
con ello su carácter legendario, su casi medio siglo de actividad jazzística
desde los años ’40, en los albores del jazz moderno al lado del genial Charlie
Parker. En ese sentido, más legendarios que él serían el maestro de la trompeta
Dizzy Gillespie o el vifrafonista Lionel Hampton (quien pese a sus 83 años
ofreció en mayo último un concierto excepcional de tres horas en París, al
frente de su big band).
El caso de Miles Davis es distinto. Si
habría que mencionar un solo nombre de un intérprete vivo que represente todo
lo que el jazz es y ha sido, éste sería indiscutiblemente el autor de Kind of
blue. El controvertido trompetista le ha otorgado al jazz una vitalidad y una
fuerza impresionantes. Mientras que Lionel Hampton o Dizzy Gillespie se
conforman con seguir tocando temas del
mismo repertorio de swing o be- bop, Miles Davis ha ido más lejos, rompiendo
con lo viejo y complaciente para correr nuevos riesgos y contribuir al desarrollo
del jazz, afirmándolo en el terreno de la modernidad como uno de los géneros
musicales más valiosos de nuestra época. No hay otro jazzman que posea una
conciencia creativa semejante, capaz de transformar una marginal expresión
popular en una de las manifestaciones artísticas más significativas y dignas de
un pueblo.
Miles Davis es un rebelde, un inconforme
permanente cuya visión prodigiosa le ha permitido marcar los derroteros del
jazz a su antojo. Creció bajo el ala del Bird y al compás del be-bop, la
revolución musical que abrió las puertas al jazz moderno, pero luego se apartó
sabiamente de su mentor Charlie Parker para emprender su propio vuelo. El
resultado fue el cool, ese estilo suave y distendido, lírico e intelectual que
curiosamente sería adoptado por numerosos músicos blancos. No obstante, tampoco
le bastó esta vertiente, pese a las obras maestras que logró durante ese
período en los años ’50. Y tampoco le preocupó la irrupción del free jazz, pues
sabía que su importancia era coyuntural y su vigencia transitoria. Exploró en
cambio las posibilidades electrónicas que desde fines de los ’60 fueron la
válvula de escape de un jazz desorientado luego de las experiencias extremas de
Ornette Coleman y John Coltrane. Una vez más, el genio de Miles Davis le
permitía vislumbrar el camino en medio
del bosque tupido.
Por ello es que en el concierto histórico
realizado este verano en La Grande Halle del Parque de la Villette, en el marco
futurista de la Ciudad de las Ciencias y de la Industria en la linde norte de
París, Miles Davis llamó a aquellos jazzmen
que participaron con él en sus proyectos más avanzados y a los cuales
sirvió de trampolín para sus exitosas carreras. Así, entre éstos figuraron los
pianistas Herbie Hancock, Chick Corea y Joe Zawinul, los guitarristas John Mac
Laughlin y John Scofield, el contrabajista Dave Holland, los saxofonistas
tenores Wayne Shorter y Bill Evans, y el saxofonista contralto Jackie Mac Lean
(sintomáticamente el único entre todos los invitados que había tocado con Miles
Davis en la década del cincuenta y que por tanto tenía más arraigo en la vieja
escuela bop). Como baterista el elegido fue Al Foster, aunque muchos extrañaron
la ausencia del notable Tony Williams, el maestro de percusión que desde muy
joven integró el gran quinteto de Miles de los años ’60.
Concierto extraordinario desde todo punto de
vista, con el cual el trompetista parecía celebrar su 65 aniversario y
anticipar un probable retiro al próximo año. Según él, su cuerpo ya no dará
para mucho más: una dolencia en el pulmón, dos hernias, artritis, nervios
afectados y una avanzada diabetes, entre otros males. Y, desde luego, si se piensa en las etapas de drogadicción
que ha tenido que afrontar (una en la
primera mitad de los ’50 y otra en la segunda mitad de los ’70, tan grave esta
última que lo sacó de la escena musical durante más de cinco años), uno se da
cuenta de que sólo el carácter de alguien como Miles Davis hizo posible que
superara las crisis, lo cual empero no impidió que su salud quedara resquebrajada. Asimismo, una
complicación en sus cuerdas vocales ha tornado su voz ininteligible, tal como
se pudo apreciar en las escasas veces que farfulló algo por el micrófono.
No obstante, él ha dicho recientemente que
el único momento en que se siente bien es cuando está tocando en el escenario.
Y eso se pudo apreciar en La Villette: un Miles soplando con entusiasmo e
intensidad su trompeta, desplazándose a lo largo del proscenio como en trance,
inclinándose hasta hundir el pabellón de su instrumento entre sus piernas de
una extraña manera que recordaba la posición fetal, acercándose constantemente a
sus músicos para darles instrucciones y llegando a complacer a la audiencia con
una emocionante y nostálgica interpretación de una de sus obras maestras de
hace treinta años: All blues.
Por supuesto, todo ello se explica por la
debilidad que Miles Davis tiene por Francia desde que visitara París por
primera vez en 1949 con Charlie Parker y fuera acogido calurosamente por los
aficionados comenzando por Jean-Paul Sartre, incluyendo un coup de foudre con la cantante Juliette Greco, romance frustrado
únicamente por razones profesionales. Pero, claro, pensaba este cronista en el tren de regreso a
España con la emoción del concierto todavía a flor de piel, (cómo Miles Davis
no se va a sentir bien en París si Le Monde le dedica un número especial que
distribuye gratuitamente y además se le compara con Picasso). Por una sola vez,
quizá la última, el llamado Príncipe de las Tinieblas se dignó esbozar una sonrisa
de felicidad.
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