sábado, 14 de noviembre de 2015

LOS QUE NO CREEN EN LA INMORTALIDAD DEL ALMA, SE JUZGAN A SÍ MISMOS / Maximilien ROBESPIERRE

                                                    1758-1794. Político de la 
                             Revolución Francesa que instauró el régimen del terror.


De momento nos parece imposible que un hombre que ha pasado a la historia con el terrible nombre de  “el incorruptible”,  es decir, aparentemente falto de caridad y de comprensión, haya podido pronunciar una frase tan exaltante como la que preside nuestra página. Los que no creen en la inmortalidad del alma se juzgan a sí mismos, lo que equivale a reconocer que no creen en ella porque saben que no la merecen. La inmortalidad sería así un  “premio”  a la grandeza, una recompensa a la magnanimidad del espíritu.
  
      Robespierre confundía, sin embargo, inmortalidad con “celebridad”, una forma del renombre que “prolonga” el recuerdo pero que no evita su extinción. A pesar de la grandeza de los grandes nombres que la fama ha inscrito en el frontispicio de la historia, Aristóteles, Platón, Newton, Dante, Leonardo de Vinci, Miguel Ángel, Einstein y otros como ellos, es imposible admitir que sus nombres vivirán eternamente en el recuerdo de los vivos. La historia de la civilización creada por el hombre está sólo en sus inicios, en sus primeros e inhábiles balbuceos. Si consideramos que nuestra civilización tiene ante sí millones de años para desarrollarse habrá que admitir que aquellos nombres, por evocativos que sean, se esfumarán bajo la luz y el estruendo de otros todavía más prodigiosos. El sistema de valores que establecerá de aquí a un millón de años la jerarquía humana, habrá cambiado de tal manera que es imposible imaginar desde ahora quiénes, cuáles, cuántos, serán seleccionados.
  
      Pero la inmortalidad del alma no es un premio que ganan las más exquisitas. Si hay jerarquías en la inteligencia, el talento, la belleza física, la fuerza y la imaginación, no las hay en las almas. Son inmortales hasta las almas de aquellos que no creen en su inmortalidad, porque pasan, todas, por un mismo tamiz igualitario: el del perdón. La frase reveladora de la divinidad de Cristo, aquella que hubiera tenido que llenar de pavor y reconocimiento al mismo tiempo a sus verdugos, era la que pronunciaba en su agonía pidiendo el perdón del Señor para los mismos que lo sacrificaban. El alma es inmortal, la del sabio y el ignorante, la del pobre y el rico, precisamente porque nace a la vida eterna por el perdón.

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