1758-1794. Político de la
Revolución Francesa que instauró el régimen del terror.
De momento
nos parece imposible que un hombre que ha pasado a la historia con el terrible
nombre de “el incorruptible”, es decir, aparentemente falto de caridad y de
comprensión, haya podido pronunciar una frase tan exaltante como la que preside
nuestra página. Los que no creen en la inmortalidad del alma se juzgan a sí
mismos, lo que equivale a reconocer que no creen en ella porque saben que no la
merecen. La inmortalidad sería así un
“premio” a la grandeza, una
recompensa a la magnanimidad del espíritu.
Robespierre confundía, sin embargo,
inmortalidad con “celebridad”, una forma del renombre que “prolonga” el
recuerdo pero que no evita su extinción. A pesar de la grandeza de los grandes
nombres que la fama ha inscrito en el frontispicio de la historia, Aristóteles,
Platón, Newton, Dante, Leonardo de Vinci, Miguel Ángel, Einstein y otros como
ellos, es imposible admitir que sus nombres vivirán eternamente en el recuerdo
de los vivos. La historia de la civilización creada por el hombre está sólo en
sus inicios, en sus primeros e inhábiles balbuceos. Si consideramos que nuestra
civilización tiene ante sí millones de años para desarrollarse habrá que
admitir que aquellos nombres, por evocativos que sean, se esfumarán bajo la luz
y el estruendo de otros todavía más prodigiosos. El sistema de valores que
establecerá de aquí a un millón de años la jerarquía humana, habrá cambiado de
tal manera que es imposible imaginar desde ahora quiénes, cuáles, cuántos,
serán seleccionados.
Pero la inmortalidad del alma no es un
premio que ganan las más exquisitas. Si hay jerarquías en la inteligencia, el
talento, la belleza física, la fuerza y la imaginación, no las hay en las
almas. Son inmortales hasta las almas de aquellos que no creen en su
inmortalidad, porque pasan, todas, por un mismo tamiz igualitario: el del
perdón. La frase reveladora de la divinidad de Cristo, aquella que hubiera
tenido que llenar de pavor y reconocimiento al mismo tiempo a sus verdugos, era
la que pronunciaba en su agonía pidiendo el perdón del Señor para los mismos
que lo sacrificaban. El alma es inmortal, la del sabio y el ignorante, la del
pobre y el rico, precisamente porque nace a la vida eterna por el perdón.
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