DE: "LAS MÁS BELLAS ORACIONES DEL MUNDO"
ORACIÓN DE ABANDONO
Padre, en tus manos me
pongo.
Haz de mí lo que quieras.
Por todo lo que hagas de mí,
te doy las gracias.
Estoy dispuesto a todo, lo
acepto todo,
con tal de que tu voluntad
se haga en mí
y en todas las criaturas.
No deseo nada más, Dios mío.
Pongo mi alma entre tus
manos,
te la doy, Dios mío,
que todo el ardor de mi
corazón, porque te amo,
y es para mí una necesidad
de amor el darme,
el entregarme entre tus
manos sin medida,
con infinita confianza,
porque Tú eres mi Padre.
Vestido de pobreza, admiro
tu única luz,
y es por eso, Oh Dios mío,
que llevo tu corazón sobre
mi corazón.
Voces de Ahaggar.
IV DOMINGO DE CUARESMA
“Muchos publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para
escucharlo. Y por eso los fariseos y maestros de la Ley murmuraban y
criticaban: ‘Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos’.
Entonces Jesús les dijo esta parábola: “Si uno de ustedes
pierde una oveja de las cien que tiene, ¿no deja las otras noventa y nueve en
el campo para ir en busca de la perdida hasta encontrarla?...
Jesús puso otro ejemplo: “Un hombre tenía dos hijos. El
menor dijo a su padre: Padre, dame la parte de la propiedad que me corresponde.
Y el padre la repartió entre ellos”.
Lucas, 15, 1-3/ 11-32
Una de las páginas más
intensas de la literatura universal y teológicamente más reveladoras, es el
capítulo 15 del evangelio de San Lucas que reproduce la misa de hoy.
El paganismo concibió a Dios
como gobernante poderoso y cruel. En el Antiguo Testamento aparece como Esposo.
El Nuevo Testamento, culminación de la revelación divina, en el que Dios habla
de Sí mismo con su palabra encarnada, revela a Dios como Padre. Con la
afirmación consiguiente de que todos somos hermanos.
Como dice el historiador y
teólogo protestante Harnack, el dato más sorprendente y más importante del
mensaje de Cristo es que Dios es Padre.
La paternidad de Dios
incluye la disposición a perdonar al hijo extraviado pero arrepentido. Cristo
explica, con el método oriental de las parábolas, hasta dónde llega ese afán de
Dios por salvar y acoger al hijo perdido.
Un pastor pierde una oveja;
deja en el redil las noventa y nueve buenas –como se consideraban a sí mismos
los fariseos, que eran en ese momento el auditorio de Cristo—y sale a buscar en
la noche a la oveja perdida. Cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros,
regresa feliz y convida a sus amigos a celebrar el hallazgo. “En el cielo hay
más alegría por un pecador arrepentido que por noventa y nueve justos que no
tienen que arrepentirse”, les dice Cristo irónicamente a los fariseos
sedicentes justos que en ese momento lo escuchaban.
Dios es también respecto al
hijo extraviado, como una pobre mujer
--es imagen escogida por Dios mismo—que tiene diez dracmas. La dracma
era la unidad monetaria en Grecia y en Asia y equivalía a un denario romano, o
sea, poco más de un sol nuestro. Esa mujer pierde una dracma y entonces
enciende la lámpara (las casas orientales eran y son oscuras, con su ventana
mínima y su puerta baja), barre el suelo hasta que encuentra su moneda perdida
y entonces ríe feliz con sus amigas y vecinas.
La parábola de El hijo
Pródigo, que culmina el tríptico,
presenta la realidad más exactamente. Es un hombre libre el que decide
volver después de haberse alejado de Dios, el que decide llamarlo de nuevo con
la palabra de Padre, que Él le ha puesto en los labios.
El hijo extraviado debe
querer ser salvado, debe arrepentirse. Dios no perdona al que no se arrepiente.
Tampoco el cristiano tiene obligación de perdonar al hombre que ha hecho daño y
no se arrepiente; aunque sí tiene obligación de no odiarlo; de perdonarlo
internamente.
Considerada la parábola en
línea de Dios al hombre, del Padre al hijo, es bellísima, conmovedora,
sobrehumana.
Considerada en línea de hombre a hombre, de hermano a hermano, es
terrible, exigente, también sobrehumana. Sólo en la gracia de Dios, con el amor
que Dios pone en el corazón del hombre, como dice San Juan, es posible hablar
de perdón de las injurias, amor al enemigo y todos los otros sublimes
extremismos cristianos.
Dios quiso que lo llamásemos
Padre. No es sólo un nombre. Responde esa palabra a una realidad biológica en
el mundo sobrenatural. El hombre participa por la Gracia de la naturaleza
divina. Y es tan real y vigente esa palabra Padre, de dimensión infinita, que
el hombre solo no podría decirla y el Espíritu Santo, como dice San Pablo, es
quien la pronuncia con sus labios.
José M. de Romaña.
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Reflexión dominical de José Antonio Pagola.
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Reflexión dominical de José Antonio Pagola.
El buen pastor. El otro hijo.
Sin
duda, la parábola más cautivadora de Jesús es la del «padre bueno», mal llamada
«parábola del hijo pródigo». Precisamente este «hijo menor» ha atraído siempre
la atención de comentaristas y predicadores. Su vuelta al hogar y la acogida
increíble del padre han conmovido a todas las generaciones cristianas.
Sin embargo, la parábola
habla también del «hijo mayor», un hombre que permanece junto a su padre, sin
imitar la vida desordenada de su hermano, lejos del hogar. Cuando le informan
de la fiesta organizada por su padre para acoger al hijo perdido, queda
desconcertado. El retorno del hermano no le produce alegría, como a su padre,
sino rabia: «se indignó y se negaba a entrar» en la fiesta. Nunca se había
marchado de casa, pero ahora se siente como un extraño entre los suyos.
El padre sale a invitarlo
con el mismo cariño con que ha acogido a su hermano. No le grita ni le da
órdenes. Con amor humilde «trata de persuadirlo» para que entre en la fiesta de
la acogida. Es entonces cuando el hijo explota dejando al descubierto todo su
resentimiento. Ha pasado toda su vida cumpliendo órdenes del padre, pero no ha
aprendido a amar como ama él. Ahora solo sabe exigir sus derechos y denigrar a
su hermano.
Esta es la tragedia del hijo
mayor. Nunca se ha marchado de casa, pero su corazón ha estado siempre lejos.
Sabe cumplir mandamientos pero no sabe amar. No entiende el amor de su padre a
aquel hijo perdido. Él no acoge ni perdona, no quiere saber nada con su
hermano. Jesús termina su parábola sin satisfacer nuestra curiosidad: ¿entró en
la fiesta o se quedó fuera?
Envueltos en la crisis
religiosa de la sociedad moderna, nos hemos habituado a hablar de creyentes e
increyentes, de practicantes y de alejados, de matrimonios bendecidos por la
Iglesia y de parejas en situación irregular... Mientras nosotros seguimos
clasificando a sus hijos, Dios nos sigue esperando a todos, pues no es
propiedad de los buenos ni de los practicantes. Es Padre de todos.
El «hijo mayor» es una
interpelación para quienes creemos vivir junto a él. ¿Qué estamos haciendo
quienes no hemos abandonado la Iglesia? ¿Asegurar nuestra supervivencia
religiosa observando lo mejor posible lo prescrito, o ser testigos del amor
grande de Dios a todos sus hijos e hijas? ¿Estamos construyendo comunidades
abiertas que saben comprender, acoger y acompañar a quienes buscan a Dios entre
dudas e interrogantes? ¿Levantamos barreras o tendemos puentes? ¿Les ofrecemos
amistad o los miramos con recelo?
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