DE: "LAS MÁS BELLAS ORACIONES DEL MUNDO"
Necesitamos de Ti,
de Ti solamente,
y de nadie más.
Solamente Tú, que nos amas,
puedes sentir por todos
nosotros que sufrimos,
la compasión que cada uno
siente en relación consigo
mismo.
Sólo Tú puedes
medir qué grande,
qué inconmensurablemente
grande es la necesidad
que hay de Ti en este mundo,
en esta hora.
Todos necesitan de Ti,
también aquellos que
no lo saben, y estos necesitan
bastante más que
los que lo saben.
El hambriento piensa
que debe buscar pan y,
mientras tanto,
tiene hambre de Ti.
El sediento juzga
necesitar agua,
mientras siente sed de Ti.
El enfermo se ilusiona
en desear salud;
su verdadero mal,
sin embargo,
es la ausencia de Ti.
Quien busca la belleza
del mundo sin darse cuenta,
te busca a Ti, que eres
la belleza plena.
El que en sus pensamientos
busca la verdad, sin darse
cuenta te desea a Ti,
que eres la única verdad
digna de ser conocida.
El que se esfuerza
por conseguir la paz,
está buscándote a Ti,
única paz donde pueden
descansar los corazones
inquietos.
Ellos te llaman sin saber
que te llaman, y su grito es,
misteriosamente,
más doloroso que el nuestro.
Te necesitamos. Ven, Señor.
Donde hay fe, hay amor;
donde hay paz, está Dios;
donde está Dios,
no falta nada.
Anónimo.
V DOMINGO DE CUARESMA
"Los maestros de la Ley y los fariseos le trajeron una mujer que había sido sorprendida en adulterio. La colocaron en medio y le dijeron: "Maestro, han sorprendido a esta mujer en pleno adulterio. La Ley de Moisés ordena que mujeres como ésta deben morir apedreadas. Tú, ¿que dices?". Con esto querían ponerlo en dificultades para poder acusarlo... Juan 8, 1-11
"Los maestros de la Ley y los fariseos le trajeron una mujer que había sido sorprendida en adulterio. La colocaron en medio y le dijeron: "Maestro, han sorprendido a esta mujer en pleno adulterio. La Ley de Moisés ordena que mujeres como ésta deben morir apedreadas. Tú, ¿que dices?". Con esto querían ponerlo en dificultades para poder acusarlo... Juan 8, 1-11
El Evangelio de hoy pone en
evidencia que la conversión es coronada por parte de Dios con el perdón.
¿Cómo actúa Dios frente a
nuestros pecados? ¿Cómo nos da su perdón?
Los maestros de la ley y
fariseos traen un problema para que Jesús lo resuelva: le traen a una mujer que
ha sido descubierta mientras estaba cometiendo uno de los pecados que era
considerado de los más graves: el adulterio (unión de una mujer casada con un
hombre que no era su esposo).
Según la ley del A.T., este
pecado debía ser castigado con la muerte: la mujer y el hombre que eran
sorprendidos en este pecado debían ser ejecutados a pedradas...
Además, los que acusan a la
mujer, son gente con autoridad religiosa: los maestros de la ley (expertos en
la misma) y los fariseos (los más piadosos).
Por lo tanto, aparentemente
la causa de la mujer ya está perdida.
Los acusadores dicen de esta
mujer una sola cosa: que es una pecadora que debe ser condenada a muerte...
No planean ni atenuantes ni
agravantes.
Nada dicen del hombre que
estaba con ella, igualmente responsable del pecado.
Ni siquiera sabemos el
nombre de esta mujer.
Para sus acusadores no hay
vueltas: es una pecadora, una adúltera, que debe ser matada a pedradas.
Pero ¡atención! Hay una
segunda intención: esto lo decían para ponerlo a prueba, con el fin de tener
algo para acusarlo...
Quieren poner a Jesús en un
dilema:
Si Jesús dice que la maten,
cumpliendo la ley, lo tildarán de hombre cruel y despiadado con los pecadores,
y además lo acusarán frente a los romanos (pues ellos habían quitado a los
judíos el derecho de aplicar la pena de muerte).
Si Jesús decía que no la
maten, lo acusarían de estar contra la ley de Dios y las enseñanzas de Moisés,
que ordenaba matar a esta clase de pecadoras.
De modo que tanto el sí
como el no de Jesús era un buen argumento para sus enemigos con el fin de
tener algo para acusarlo...
Pero Jesús no entra en la
trampa... no se escandaliza, ni se rasga las vestiduras, ni se horroriza por el
pecado de esta mujer... En silencio, y sin mostrar ningún arrebato de carácter,
se pone a escribir distraídamente en el suelo... con una actitud que sorprende e irrita a los acusadores.
Ante un pecador, muchas
veces los hombres critican, gritan, se apasionan, piden castigos ejemplares,
amenazan... Jesús en cambio, permanece en paz, sin sumarse a las acusaciones y
sin agredir al pecador.
Finalmente, ante la
insistencia de los acusadores, Jesús proclama la sentencia: El que no tenga
pecado que tire la primera piedra.
¿Qué quiere decir esto? Que
la ley de Dios es para todos. Si hay que aplicar todo el rigor de la ley para
acabar con el pecado, hay que hacerlo comenzando a examinarse uno mismo,
haciendo un examen de conciencia... para darse cuenta que es fácil tirar
piedras a los demás, y no tan fácil (aunque sí mucho más digno) vivir en la
propia vida la ley de Cristo hasta sus últimas consecuencias.
Solemos ser demasiado
sensibles a los pecados ajenos, y aunque no les tiremos cascotazos visibles,
solemos azotar a los demás con los comentarios y las críticas incisivas, con
los chismes que no dan descanso a la lengua... y por el contrario, solemos ser
muy benignos con la consideración de nuestros propios pecados, que maquillamos
muy bien, disimulándolos incluso con otros nombres: errores, deslices;
tropezones, desprolijidades, etc.
Para perdonarnos, el Señor
sólo nos pide que reconozcamos nuestro pecado y lo confesemos... Lo cual
implica aceptar que nosotros mismos somos pecadores... Y que los golpes de
piedra tenemos que comenzar a dirigirlos contra nosotros mismos.
El silencio elocuente de
Jesús ante la pecadora hace evidente con su venida Cristo ha abolido la pena de
muerte como castigo al pecado, porque justamente Él se hizo hombre, capaz de
sufrir y morir, para poder llevar sobre sí el castigo que pesaba sobre
nosotros: Él se ha hecho cargo de nuestras culpas y ha muerto en nuestro lugar,
para que nosotros, confesando arrepentidos nuestros pecados, tengamos en
nosotros su vida divina.
Los acusadores, cuando
escuchan la sentencia de Jesús, huyen comenzando por los más viejos... Han
aprendido la lección: nadie puede erigirse en acusador, porque en materia de
pecado todos somos acusados. San Agustín (comentando este pasaje): han quedado
solos la miseria y la misericordia.
Frente a la mujer quedó el
único que por no tener pecado, tenía el derecho a arrojar la primera piedra...
pero Jesús ha venido para perdonar, no para condenar, y aquí lo demuestra una
vez más.
Jesús concluye hablando de
la condena... de la condena que nadie tiene derecho a formular, porque Él
perdona. Él quiso ser condenado en la cruz para que ella (y nosotros) fuéramos
perdonados de nuestros pecados. Ya nadie podrá recordar contra esta mujer (ni
contra quien confiesa sus pecados), los pecados de los cuales el mismo Señor la
ha liberado.
Pero el perdón de Cristo no
es permisión, blandura ni flojedad, ni menos aún excusa para seguir pecando. El
Señor la despide con una exigencia: no vuelvas a pecar... y esto vale también.
Para nosotros: si Jesús tomó nuestros pecados para morir en la cruz por
nosotros, nosotros debemos comenzar a vivir de una manera nueva digna de
quienes han sido liberados y rescatados con el precio de una sangre tan
valiosa.
Todo esto no significa que
en la sociedad no deba haber justicia, que castigue a los delincuentes y premie
a los buenos. Significa que el único Juez
definitivo que nos castigará o premiará eternamente es el Señor, que ve no las
apariencias sino lo profundo de las conciencias; y que tiene sobre nosotros
designios de misericordia y paz.
Vivimos rodeados de
pecadores... y somos pecadores. Pecadores y pecados públicos y privados,
famosos o desconocidos, aplaudidos o condenados.
En lugar de la crítica fácil
y estéril a flor de labios, tengamos en nuestra memoria y en nuestro corazón el
Evangelio de hoy, y ante la tentación de criticar recordemos que la misma ley
que invocamos contra el otro también nos obliga a nosotros... y hagamos un
examen de conciencia.
A veces gritamos pidiendo
justicia, disfrazando lo que en realidad son deseos de venganza...
¡Cambiemos el mundo!, sí...
Pero comenzando por nuestro propio corazón (como hacen siempre los santos).
Roguemos a Dios y trabajemos para que todos cumplamos su voluntad, ya que para
eso hemos sido salvados por la Sangre de Cristo, el Cordero de Dios inocente
que murió en nombre y en lugar de nosotros pecadores, para que tengamos vida, y
la tengamos en abundancia.
(Catholic.Net Escritores actuales)
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