sábado, 5 de marzo de 2016

ELOGIO DEL VALOR / Ernesto CHUAIREY

¿Por qué un hombre es valiente y otro es cobarde? ¿Es cierto que reaccionar valiente o cobardemente es algo que se debe fundamentalmente a condiciones fisiológicas de cada cual? ¿Están en lo cierto aquellos que aseguran que una simple descarga de adrenalina en la sangre, producida por las glándulas suprarrenales, basta para emocionar a cualquiera con un estremecimiento que le recorre el espinazo? ¿Resultan acaso, por lo contrario, que están en lo cierto los que afirman que todo es cuestión de entrenamiento y que, en fin de cuentas, valiente puede serlo cualquiera?

   Estas preguntas provocan respuestas  muy variadas, dependiendo del lugar, del punto de vista que se tome.

   Porque hay quienes adscriben el título de valientes a los que en realidad son temerarios, a quienes desprecian el peligro o la muerte sencillamente porque no sienten el temor de sufrir o de morir. Pero también hay, por lo contrario, quienes sostienen que el valiente de veras es aquel que sintiendo que el miedo le cala la entraña, le llega al corazón mismo, se sobrepone a este miedo a fuerza de decidida voluntad y no cede ante la adversidad.

   Todas las posiciones que se tomen pueden ser ilustradas con ejemplos.

   Así se cuenta de un sacerdote español, adscrito a la Legión Extranjera de su Ejército, que en cierta oportunidad fue entrevistado por un periodista, con ocasión de entregársele la segunda Cruz Laureada de San Fernando, que es el galardón máximo al valor personal en la milicia de aquel país.

-       ¿Y usted qué siente, padre, cuando está en el campo en plena batalla, ayudando a los heridos a bien morir o a seguir viviendo, administrándoles los sacramentos, y al tiempo está oyendo las balas silbar al lado mismo de su cabeza, rozándole las ropas, quemándole el aliento…?
A lo que el sacerdote respondió:
-       ¿Y qué quiere usted que sienta, hombre…? Lo único que puede sentirse cuando uno se encuentra en semejantes condiciones es ¡miedo!

   El sentido del cumplimiento del deber, de su sagrado deber, acallaba ese miedo terrible, lo vencía, no obstante estar ahí, presente, haciéndole temblar las carnes. Pero el miedo existía, sí. Y el hombre valiente.

   ¿Pueden entonces coexistir el miedo y el valor?, nos preguntamos. O, más concretamente, ¿es valentía una consecuencia inmediata posible del miedo, cuando se tienen naturalmente las necesarias condiciones para vencerlo?

Un dicho popular asegura que “el verdadero valor comienza generalmente por el miedo”. Y La Rochefoucauld define el valor diciendo: “el perfecto valor consiste en hacer sin testigos lo que uno sería capaz de hacer delante de todo el mundo”. Lo cual, sin duda, da un diferente matiz, un cariz íntimo al valor, alejado de la teatralidad de que por lo general suele acompañarse. El valor es valor por sí mismo. Aunque ocurre a veces que esta teatralidad es un indispensable ingrediente para que el valor surja. 

Recuérdese al efecto aquella oportunidad en la que uno de los grandes guerreros de la historia, el Gran Capitán, (Gonzalo Fernández de Córdoba) hizo frente a un motín de sus soldados a quienes se debía la paga de año y medio y que llevaban, además, dos días sin comer. Impulsados por el hambre, los hombres penetraron abruptamente en la tienda del Gran Capitán, avanzando agresivamente contra él, amenazantes con sus lanzas, picas, mosquetes y espadas. Entonces el formidable soldado vencedor de Garellano y tantas  luchas famosas más, separó suavemente con la mano la pica desnuda del que más de cerca le apuntaba al pecho, diciéndole con voz queda: “Aparta, que vas a herirme sin querer”. Y sus soldados, obedientes a la orden del jefe, apartaron sus armas y siguieron entusiasmados a su capitán, como siempre hicieran. 


A este hecho encaja bien la advertencia de la Reina Cristina de Suecia, quien aseguraba que “los fanfarrones rara vez son valientes y los valientes son rara vez fanfarrones”.




Quienes son verdaderamente valientes, los que se sobreponen con entereza a las circunstancias adversamente peligrosas, saben el alto precio que es preciso pagar por la excelsa cualidad, que paradójicamente tanto debe a la contraria: el temor. 

Lo atestiguan las palabras del mariscal Jean Lannes, dirigidas a un oficial del Ejército francés que censuraba acremente a un compañero por su actitud tomada en un momento de peligro. El mariscal le dijo admonitoriamente: “Ha de saber, señor coronel, que sólo los cobardes pueden jactarse de no haber sentido miedo nunca”.

Dando un paso adelante más y alcanzando la frontera del heroísmo, encontramos la definición que para ese impetuoso sentimiento escribió Federico Amiel, el profesor ginebrino caracterizado precisamente por lo contrario: su extraordinaria e invencible timidez. Escribió: “El heroísmo es el deslumbrante triunfo del alma sobre la carne, o sea sobre el miedo: el miedo a la pobreza, el miedo al sufrimiento, a la enfermedad…”

No se confunda este sentimiento del heroísmo con la temeridad, no. Porque de la temeridad a la estupidez hay sólo un paso. Es temerario el que se juega absurdamente la vida en la “ruleta rusa”.

¿Es la valentía un fin o un medio?

El objetivo que se persigue con la acción es la razón determinante de la valentía en numerosas oportunidades. Sobre todo cuando la valentía se encuentra rayana con la heroicidad, especie de valentía… política diríamos.

Esta condición la subrayó audazmente Pompeyo el Grande en aquella ocasión en que uno de sus lugartenientes --¿protección, adulación?—le advirtió del grave peligro que corría de que lo mataran, si se empeñaba tercamente en seguir peleando como si fuera un soldado cualquiera de los suyos, y no el jefe. Diciendo Pompeyo: “Aquí no se trata ahora de vivir, sino de vencer”.

A veces el valor alcanza zonas insospechadas, que muy pocas personas son capaces de penetrar. Y mucho menos de penetrar con conciencia del peligro envuelto. Recordamos a este efecto aquel caso de Cayo Mucio- Escévola ("el zurdo"), el joven noble romano, condenado a morir quemado vivo si no delataba a quienes eran sus cómplices en un complot acordado contra los etruscos invasores y dominadores en su patria. En esa situación se encaró con el rey Lars Porssena, rey de Clusium, que presenciaba el juicio, diciéndole con serenidad a la proposición de delación que le hacían los jueces: “Para que veas lo poco que me asusta el tormento, mira lo que es capaz de hacer un hombre honrado antes de delatar a sus camaradas; lo mismo que haría cualquier buen soldado de Roma”. Y diciéndolo y haciéndolo, tendió su mano derecha sobre un brasero que ardía cerca, manteniéndola por largo rato en la llama, sin hacer el menor gesto que delatara el terrible dolor que debía estar padeciendo en ese instante. La anécdota termina, dicen las crónicas, con el perdón real, admirado por el coraje del joven.

En nuestros países existen, no podía ser otra manera, numerosas frases acuñadas popularmente, en las que se resume el punto de vista sobre el valor. Vaya esta como muestra: “El valor es, después de la prudencia, una condición esencial a nuestra felicidad”, expresándose en ella no sólo el sentido ético sino hasta el estético del sentimiento.

Otra menos entusiasta dice que “el valor, no ayudado de la fortuna, muere bañado en sangre”. También rueda en nuestros labios esta otra: “el valor es la forma más bella de la verdad”. Con toda la fuerza que la verdad tiene en su entraña, ya reconocida cuando se asegura que “no hay fortuna contraria que no la venza el valor”.

Y rematemos esta nota sobre la condición humana, recordando la frase más abarcadora pronunciada sobre el valor, la que contiene su quintaesencia, pronunciada por el cardenal Julio Mazarino: “Cuando se tiene corazón, se tiene en realidad de todo”.

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