¿Por qué un hombre es
valiente y otro es cobarde? ¿Es cierto que reaccionar valiente o cobardemente
es algo que se debe fundamentalmente a condiciones fisiológicas de cada cual?
¿Están en lo cierto aquellos que aseguran que una simple descarga de adrenalina
en la sangre, producida por las glándulas suprarrenales, basta para emocionar a
cualquiera con un estremecimiento que le recorre el espinazo? ¿Resultan acaso,
por lo contrario, que están en lo cierto los que afirman que todo es cuestión
de entrenamiento y que, en fin de cuentas, valiente puede serlo cualquiera?
Estas preguntas provocan respuestas muy variadas, dependiendo del lugar, del
punto de vista que se tome.
Porque hay quienes adscriben el título de
valientes a los que en realidad son temerarios, a quienes desprecian el peligro
o la muerte sencillamente porque no sienten el temor de sufrir o de morir. Pero
también hay, por lo contrario, quienes sostienen que el valiente de veras es
aquel que sintiendo que el miedo le cala la entraña, le llega al corazón mismo,
se sobrepone a este miedo a fuerza de decidida voluntad y no cede ante la
adversidad.
Todas las posiciones que se tomen pueden ser
ilustradas con ejemplos.
Así se cuenta de un sacerdote español, adscrito
a la Legión Extranjera de su Ejército, que en cierta oportunidad fue
entrevistado por un periodista, con ocasión de entregársele la segunda Cruz
Laureada de San Fernando, que es el galardón máximo al valor personal en la
milicia de aquel país.
- ¿Y usted qué siente, padre, cuando está en el campo en
plena batalla, ayudando a los heridos a
bien morir o a seguir viviendo, administrándoles los sacramentos, y al tiempo
está oyendo las balas silbar al lado mismo de su cabeza, rozándole las ropas,
quemándole el aliento…?
A lo que el sacerdote
respondió:
- ¿Y qué quiere usted que sienta, hombre…? Lo único que
puede sentirse cuando uno se encuentra en
semejantes condiciones es ¡miedo!
El sentido del cumplimiento del deber, de su
sagrado deber, acallaba ese miedo terrible, lo vencía, no obstante estar ahí,
presente, haciéndole temblar las carnes. Pero el miedo existía, sí. Y el hombre
valiente.
¿Pueden entonces coexistir el miedo y el
valor?, nos preguntamos. O, más concretamente, ¿es valentía una consecuencia
inmediata posible del miedo, cuando se tienen naturalmente las necesarias
condiciones para vencerlo?
Un dicho popular asegura que “el verdadero
valor comienza generalmente por el miedo”. Y La Rochefoucauld define el valor diciendo: “el perfecto valor consiste en hacer sin testigos lo que uno sería capaz
de hacer delante de todo el mundo”. Lo cual, sin duda, da un diferente
matiz, un cariz íntimo al valor, alejado de la teatralidad de que por lo
general suele acompañarse. El valor es valor por sí mismo. Aunque ocurre a
veces que esta teatralidad es un indispensable ingrediente para que el valor
surja.
Recuérdese al efecto aquella oportunidad en la que uno de los grandes
guerreros de la historia, el Gran
Capitán, (Gonzalo Fernández de Córdoba) hizo frente a un motín de sus soldados a
quienes se debía la paga de año y medio y que llevaban, además, dos días sin
comer. Impulsados por el hambre, los hombres penetraron abruptamente en la
tienda del Gran Capitán, avanzando agresivamente contra él, amenazantes con sus
lanzas, picas, mosquetes y espadas. Entonces el formidable soldado vencedor de
Garellano y tantas luchas famosas más,
separó suavemente con la mano la pica desnuda del que más de cerca le apuntaba
al pecho, diciéndole con voz queda: “Aparta, que vas a herirme sin querer”. Y
sus soldados, obedientes a la orden del jefe, apartaron sus armas y siguieron
entusiasmados a su capitán, como siempre hicieran.
A este hecho encaja bien la
advertencia de la Reina Cristina de
Suecia, quien aseguraba que “los
fanfarrones rara vez son valientes y los valientes son rara vez fanfarrones”.
Quienes son verdaderamente valientes, los
que se sobreponen con entereza a las circunstancias adversamente peligrosas,
saben el alto precio que es preciso pagar por la excelsa cualidad, que
paradójicamente tanto debe a la contraria: el temor.
Lo atestiguan las palabras
del mariscal Jean Lannes, dirigidas a un
oficial del Ejército francés que censuraba acremente a un compañero por su
actitud tomada en un momento de peligro. El mariscal le dijo admonitoriamente: “Ha de saber, señor coronel, que sólo los
cobardes pueden jactarse de no haber sentido miedo nunca”.
Dando un paso adelante más y alcanzando la frontera del
heroísmo, encontramos la definición que para ese impetuoso sentimiento escribió
Federico Amiel, el profesor
ginebrino caracterizado precisamente por lo contrario: su extraordinaria e
invencible timidez. Escribió: “El
heroísmo es el deslumbrante triunfo del alma sobre la carne, o sea sobre el
miedo: el miedo a la pobreza, el miedo al sufrimiento, a la enfermedad…”
No se confunda este sentimiento del heroísmo con la
temeridad, no. Porque de la temeridad a la estupidez hay sólo un paso. Es
temerario el que se juega absurdamente la vida en la “ruleta rusa”.
¿Es la valentía un fin o un medio?
El objetivo que se persigue con la acción es
la razón determinante de la valentía en numerosas oportunidades. Sobre todo
cuando la valentía se encuentra rayana con la heroicidad, especie de valentía…
política diríamos.
Esta condición la subrayó audazmente Pompeyo el Grande en aquella ocasión en que uno de sus
lugartenientes --¿protección, adulación?—le advirtió del grave peligro que
corría de que lo mataran, si se empeñaba tercamente en seguir peleando como si
fuera un soldado cualquiera de los suyos, y no el jefe. Diciendo Pompeyo: “Aquí no se trata ahora de vivir, sino de
vencer”.
A veces el valor alcanza zonas insospechadas, que muy
pocas personas son capaces de penetrar. Y mucho menos de penetrar con
conciencia del peligro envuelto. Recordamos a este efecto aquel caso de Cayo Mucio- Escévola ("el zurdo"), el joven noble romano,
condenado a morir quemado vivo si no delataba a quienes eran sus cómplices en
un complot acordado contra los etruscos invasores y dominadores en su patria.
En esa situación se encaró con el rey Lars Porssena, rey de Clusium, que presenciaba el juicio, diciéndole con serenidad a la proposición de
delación que le hacían los jueces: “Para
que veas lo poco que me asusta el tormento, mira lo que es capaz de hacer un
hombre honrado antes de delatar a sus camaradas; lo mismo que haría cualquier
buen soldado de Roma”. Y diciéndolo y haciéndolo, tendió su mano derecha
sobre un brasero que ardía cerca, manteniéndola por largo rato en la llama, sin
hacer el menor gesto que delatara el terrible dolor que debía estar padeciendo
en ese instante. La anécdota termina, dicen las crónicas, con el perdón real,
admirado por el coraje del joven.
En nuestros países existen, no podía ser
otra manera, numerosas frases acuñadas popularmente, en las que se resume el
punto de vista sobre el valor. Vaya esta como muestra: “El valor es, después de
la prudencia, una condición esencial a nuestra felicidad”, expresándose en ella
no sólo el sentido ético sino hasta el estético del sentimiento.
Otra menos
entusiasta dice que “el valor, no ayudado de la fortuna, muere bañado en
sangre”. También rueda en nuestros labios esta otra: “el valor es la forma más
bella de la verdad”. Con toda la fuerza que la verdad tiene en su entraña, ya
reconocida cuando se asegura que “no hay fortuna contraria que no la venza el
valor”.
Y rematemos esta nota sobre la condición
humana, recordando la frase más abarcadora pronunciada sobre el valor, la que
contiene su quintaesencia, pronunciada por el cardenal Julio Mazarino: “Cuando se tiene
corazón, se tiene en realidad de todo”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario