I
SANTA CECILIA
Desde la infancia me extasió
la historia
de Cecilia gentil hasta el
delirio;
su vida, sus virtudes, su
martirio
grabáronse muy pronto en mi
memoria.
El ángel descendido de la
gloria
para guardar de su pureza el
lirio;
de virgen cuerda el
encendido cirio,
su réplica, al esposo,
perentoria.
Su audaz predicación, su
apostolado,
su voluntaria, plácida
agonía:
todo lo contemplaba
ensimismado.
Y en mi entusiasmo, sin
perder un día,
cuando hasta Roma me condujo
el Hado,
su Iglesia y tumba a visitar
corría.
II
SAN IGNACIO MÁRTIR
A padecer en Roma, como reo
de alta traición, me llevan
diez sayones
de índole más feroz que los
leones
que me reserva el rojo
Coliseo.
¡Romanos! Acceded a mi
deseo;
no ablanden vuestras tiernas
oraciones
ni bestias, ni imperiales
corazones,
ni me arranquéis de mártir
el trofeo.
Yo estaba entre los niños
inocentes
que de Jesús acarició la
mano
a despecho de Apóstoles
renuentes.
De Cristo ahora soy maduro
grano
que de las fieras molerán
los dientes
y conocerán los hornos de
Trajano.
III
DEGOLLADO
¡Cabecita de rubia cabellera
que con sus rizos de oro nos
encanta!
¿A quién no anima, y a la
par espanta,
la desastrada suerte que te
espera?
Del Precursor la espléndida
carrera
corona el Rey, segando la
garganta,
porque tu audaz predicación
no aguanta
la liviandad de cortesana
fiera.
Sobre la mesa me parece
verte
en el banquete del monarca
impío,
en plato argénteo, cual
manjar de muerte.
Tu palidez glacial, tu
cráneo frío,
tus mudos labios y tu lengua
inerte
fulminan la maldad con mayor
brío.
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