viernes, 18 de marzo de 2016

JESÚS, DIOS HOMBRE / Leonardo BOFF


Acerca de la humanidad de Jesucristo se pueden asumir posiciones teológicas diversas. La tradición fraguó dos, cuya vigencia no ha perdido nunca actualidad. Ambas se asientan sobre los evangelios y sobre el dogma cristológico tal como fue definido en el Concilio de Calcedonia (451). Allí se definió, de forma irreformable y decisiva para la fe posterior, la real humanidad y la verdadera divinidad de Jesucristo. En Jesús subsisten, en la unidad de la misma persona divina del Verbo eterno, dos naturalezas distintas, sin confusión, sin mutación, sin división y sin separación. Esta formulación, llena de tensiones, permite dos líneas que se han formulado en la historia de la teología: una de ellas acentuará en Jesús-Dios-Hombre la divinidad y la otra la humanidad. La transferencia de los acentos marca opciones de fondo diferentes, que llegan a constituir verdaderas escuelas: en el Nuevo Testamento, será el evangelio de Juan el que ponga de relieve la divinidad de Jesús, en tanto que los sinópticos destacan su humanidad; en el mundo antiguo la escuela de Alejandría representaba la primera tendencia y la escuela de Antioquía la segunda. Ambas corren el riesgo de caer en herejía: el monofisitismo, que afirma la vigencia de una única naturaleza en Jesús, la divina (escuela de Alejandría), y el arrianismo que defiende de tal modo la dualidad de naturalezas que corre el peligro de romper la unidad de la persona y de hacer primar la naturaleza humana de Jesús, quedando la divinidad como algo extrínseco y paralelo (escuela de Antioquía). En el mundo medieval encontramos la escuela tomista que estudia a Jesús preferentemente a partir de la divinidad y la escuela franciscana que lo hace a partir de la humanidad.
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Por formación espiritual y opción fundamental, nos orientamos por la escuela franciscana, de tradición sinóptica, antioquena y escotista. En la humanidad total y completa de Jesús es donde encontramos a Dios. La reflexión sobre la muerte y la cruz nos brinda la oportunidad de pensar radicalmente acerca de la humanidad de Jesús.

Tal vez algunos cristianos, habituados a la imagen tradicional de Jesús, fuertemente marcada por su divinidad, puedan tener dificultades con la imagen que aquí dibujamos con los rasgos de nuestra propia humanidad. Y sin embargo es preciso abrirse a la verdadera humanidad de Jesús. En la medida en que aceptemos nuestra propia humanidad con toda la abisal dramaticidad que puede caracterizar a nuestra existencia, en esa misma medida abriremos un camino para una aceptación profunda de la humanidad de Jesús. Y no es menos verdadero el proceso inverso: en la medida en que acojamos a Jesús tal como nos lo pintan los evangelios, particularmente los sinópticos, con su vida cargada de conflictos y con su vía dolorosa, en la proporción en que tomemos absolutamente en serio la encarnación en cuanto vaciamiento, sí, en cuanto alienación de Dios, en esa misma proporción nos aceptaremos a nosotros mismos con toda nuestra fragilidad y miseria, sin vergüenza ni humillación.
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La imagen ordinaria que tenemos de Dios es deudora a la experiencia religiosa pagana y a la del Antiguo Testamento.

La reflexión sobre la humanidad de Jesús (que es la de Dios) nos desvela el rostro legítimamente cristiano de Dios, rostro inconfundible e inintercambiable. Sin duda que se trata siempre del mismo misterio experimentado por paganos y cristianos. Pero en Jesucristo, él ha revelado su propio rostro, un rostro insospechado, el del humilde justo sufriente, torturado, ensangrentado, coronado de espinas y muerto tras un misterioso grito de aflicción lanzado al cielo, pero no contra el cielo.

Un Dios así es alguien extraordinariamente cercano al drama humano, pero también es alguien extraño. Es de una extrañeza fascinante, similar a la de los abismos de nuestra misma profundidad. Ante él podemos quedar aterrados como Lutero, pero también podemos sentirnos tocados por una infinita ternura como San Francisco, que meditaba la Pasión con com-pasión.

LEONARDO BOFF. PASION DE CRISTO-PASION DEL MUNDO

 SAL TERRAE. Col. ALCANCE 18. SANTANDER 1980, págs. 12-15

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