DE: ORACIONES SIGLO XX
“LA ALEGRÍA DE VIVIR”
SEÑOR:
En medio de tanta falsa alegría, estruendosa y efímera
como espuma de champaña, vengo a pedirte ese gozo interior, sólido y profundo
de que habla Guido Gezelle:
“Sí, aún hay días alegres en la vida.
Por pocos que sean, es cierto que los hay.
Y todo, todo lo entregaría con gusto
por uno de ellos, Dos mío, por un solo,
en que te siento, te llevo, te tengo,
en que, inconscientemente, soy Tú mismo, no yo,
en que te nombro, Dios mío, y sin lamentos
repito: “¡Dios, Dios mío y buen Señor!
¡Oh, quédate conmigo; una cosa, una sola es verdad;
Todo el resto es mentira, sino Tú! (…)
Tú,
Dios de cuanto es y de cuánto será hasta el fin,
¡que Tú te acerques a mi pobre nada!
¡Que yo haya subido tan alto, tan alto como el cielo,
yo que estoy hundido tan bajo en la miseria!
¡Qué me pasa en la maravilla de estos momentos,
en que me arde el corazón y el ojo se me quiebra,
ebrio de lágrimas e impotente, tiemblo por tierra
y me ahogo en una tempestad de amor y de alegría!
Oh, momentos de alegría aún quedan en la vida,
y si tu cielo, Dios, no fuera nada más
que uno de ellos, yo lo daría todo
por uno de ellos, parecido…, a este que gusto ahora”.
Rafael de Andrés.
DOMINGO DE RESURRECCIÓN
El Señor ha resucitado
“El
primer día de la semana, muy temprano, María Magdalena fue a visitar el
sepulcro. Vio que la piedra estaba removida. Fue corriendo en busca de simón
Pedro y del otro discípulo, el amigo de Jesús y les dijo: ‘Han sacado al Señor
de la tumba y no sabemos dónde lo han puesto’.
Pedro
y el otro discípulo partieron al sepulcro. Corrían los dos juntos. Pero el otro
discípulo corría más que Pedro y llegó primero al sepulcro. Se agachó y vio los
lienzos en el suelo, pero no entró.
Después
llegó Pedro. Entró a la sepultura y vio los lienzos en el suelo. El sudario que
había cubierto el rostro de Jesús no estaba junto con las vendas, sino aparte y
doblado. El otro discípulo que había llegado primero, entró a su vez, vio y
creyó. Aún no habían comprendido la Escritura, según la cual Jesús debía
resucitar de entre los muertos. Entonces los dos discípulos se fueron a casa”. Juan, 20, 1-9
El relato es claro al
señalar que la primacía de la comunidad la tiene Pedro, que aunque corra más el
otro discípulo, debe aguardar y saber esperar las pautas y acciones de Pedro,
como principio firme de la Iglesia. El acto exploratorio de Pedro. No es
sinónimo de confesión, aún tiene que seguir creciendo en su experiencia con el
Señor. En cambio el Discípulo Amado no
tiene un gesto de inspección, sino que confirma su fe en el Señor y está
dispuesto a seguir hasta sus últimas consecuencias.
Resurrección
La
muerte es un viaje con pasaje de ida y vuelta. Un día resucitaremos. El
“primogénito de los muertos”, como llama Pablo a Cristo, resucitó el primero,
al amanecer del domingo pascual, después de haber estado sepultado desde el
crepúsculo del viernes y de haber sido declarado oficialmente muerto y, por sí acaso, rematado de un
lanzazo en el corazón.
Pocos
hechos históricos han sido tan incontrastable y exhaustivamente probados y
comprobados. Los historiadores de la escuela criticista alemana que, en el
siglo pasado, pretendieron negar la resurrección de Cristo se extraviaron en
mil teorías infantiles y acabaron negándose unos a otros.
Cristo
resucitado es una avanzada gloriosa de nuestra futura resurrección. Un de las
más estupendas verdades del credo es:
“creo en la resurrección de la carne y en su vida perdurable”. No hay prueba
química, física, biológica o filosófica para esta afirmación formidable; la
hacemos, con toda verdad y certeza, basados no en la palabra de un sabio sino
en la palabra de Dios.
Si
tuviéramos vigente en nuestro equipaje de ideas, recuerdos, imágenes y
esperanzas, el hecho de la resurrección y la futura vida inmortal,
afrontaríamos más serenamente los choques de la vida y de la muerte. Nuestras
preocupaciones y angustias tendrían un
luminoso suelo de seguridad y un horizonte de esperanza. En cualquier situación
límite de la vida, en el mismo filo abismal de la muerte, nos queda siempre en
la mano esa carta definitiva y fabulosa: “resucitaré, viviré eternamente”.
El
peso de la vida se transformará en agilidad. La tiniebla de la vida y de la
muerte se transfigurará en claridad. Los muros que cercan nuestras impotencias
y agobian nuestros deseos se desvanecerán en sutileza. Todos los dolores del
alma, y de los nervios se tornarán impasibilidad y risa inmortal. La soledad se
hará maravillosa compañía. Tráfago y alarido se harán voz amada y música
perfecta; y el odio, amor sin sombra ni desmayo. “Ni el ojo vio, ni el oído
oyó, ni el corazón del hombre puede soñar lo que Dios nos tiene preparado”. No
es un sueño dopado de imposibles siglos de oro y elíxires de eterna juventud.
Es promesa de Dios que no miente ni exagera.
Nuestra
resurrección la miramos lejana. Pero hay una resurrección que debe acontecer
constantemente en nuestra vida. Pablo
habla frecuentemente del “hombre nuevo”. El hombre viejo es el Adán pecador que
llevamos en nosotros. Con la muerte de Cristo debe morir en nosotros lo malo y
lo mezquino. Con la resurrección de Cristo debe surgir en nosotros un nuevo
hombre, valeroso y sencillo, prudente y sin complicaciones, fuerte y gentil,
realista y hombre de fe, seguro de sí mismo y humilde, generoso y moderado, íntegro
y cordial, hombre de caridad y de justicia, con fortaleza frente al dolor y con
templanza frente al placer. La imagen del caballero cristiano, de la mujer
cristiana. El hombre nuevo que nació en el bautismo, segundo nacimiento, de la
inserción de Dios en nuestra vida y de nuestra incorporación y participación en
la naturaleza divina. Nuevo hombre que debe renacer y resucitar cada día de
todas las pequeñas o grandes muertes morales.
En
vez de abrevar exclusivamente nuestro sentido de misterio y nuestra sed de
inmortalidad en teorías orientales, deberíamos meditar cinco minutos en el
dogma cristiano de la resurrección.
José
M. de Romaña.
DE MI ÁLBUM
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