sábado, 22 de abril de 2017

ÚLTIMAS NOVEDADES CIENTÍFICAS DE PARÍS / César VALLEJO, Corresponsal de Prensa



Nunca morimos del todo.

He aquí lo que acaba de declarar, con asombro de los filósofos y de los buenos transeúntes de París, el profesor Charles Henry, de la Sorbona. “Nunca morimos del todo y la inmortalidad del alma es un hecho incontestable”.

El ilustre sabio ha voceado su evangélica afirmación y, como si no hubiese dicho nada, se agazapa friolero en su robe de chambre, acolchada y amplia como una casaca rusa. Es que sopla un viento fuerte en la floresta de Coye, situada a tres kilómetros de París, donde habita este hombre de ciencia, y la reciente tempestad aún persiste en granizadas intermitentes. M. Charles Henry, sentado en una amplia sala cuyas ventanas abiertas dejan pasar las hojas del otoño que avanza, sonríe con su aire piadoso de filósofo, diciéndonos:
-Todo el mundo se queja de que nuestras preocupaciones modernas no dejan tiempo para meditar en los grandes problemas humanos tales como el de la muerte y el de Dios. Pero, yo creo que ni las deudas aliadas, ni los acuerdos de la Sociedad de las Naciones, ni la conferencia de técnicos de Londres, podrán suprimir nuestras inquietudes trascendentales, que son de ayer, de hoy, de mañana y de siempre. Antes bien, una gran ofensiva del pensamiento matemático, que es la base de toda certeza humana, empieza a dejarse sentir en nuestros días. Yo no tengo ningún sistema filosófico, ni soy un metafísico, ni un físico ni un místico. Ante todo, soy un matemático que repito cien veces una misma experiencia. Por este camino experimental he llegado a conclusiones que contribuirán a fortalecer a las gentes de fe y de espíritu religioso que temen a veces caer en un mundo exclusivamente supersticioso.

Luego, el matemático nos muestra una obra sobre los “resonadores biológicos”, atiborrada de ecuaciones, raíces cuadradas y cúbicas y de otros signos cuya significación hemos olvidado o ignoramos.

-¿Podría usted –le decimos—tener la bondad de explicarnos sus teorías en un lenguaje más sencillo? M. Charles Henry me ofrece un cigarrillo queriendo hacer notar así que no se trata de una mera exaltación poética suya, sino de argumentos de carácter eminentemente científico.

-Hasta hoy –me responde—se creía entre las gentes de ciencia que cuando un hombre muere, queda muerto para siempre y que una vez enterrado, asunto concluido. ¡Error, señor, error! Para darse cuenta exacta de lo que le digo, no hace falta más que de unas cuantas experiencias muy pacientes, accesibles a todo individuo que sepa manejar ciertos aparatos ad hoc…

“¿Qué es el hombre? Los químicos y los biólogos no nos dicen gran cosa que a ello se les escapa y que no se puede pesar ni poner una etiqueta. Esta alguna cosa que usted podría llamar alma, si lo quiere, puede, no obstante, ser medida y aun registrada, negro sobre blanco, por medio de un gráfico visible, claro, comprensible para todo el mundo…”

-¿Usted ha descubierto entonces un instrumento para medir las almas?...

-Yo no lo he descubierto, sino que él existe. Se trata del aparato que mide la acción radioactiva de los cuerpos.

Porque –cada cuerpo – esto es un asunto admitido y no es el momento de explicarlo, posee una suerte de fuerza irradiante, como una lámpara como un calorífero, como el cerecero calentado al sol. Esta radioactividad proviene del calor, de los elementos magnéticos, de la atracción de nuestro globo… Pero, si usted hace sus cálculos concienzudamente, usted tropezará con una sorpresa angustiosa, ante lo desconocido, ante una fuerza que no es esto ni aquello. Rehaga usted su experiencia diez o cien veces, calcule durante noches enteras y usted hallará esta fuerza que se marca, se registra y se imprime, pero que permanece inasible, idealmente fluida, desafiando todas las balanzas y todos los microscopios de la tierra, pero, con todo, siendo siempre radioactividad de una constancia obsesionante. Pues bien, a esto es a lo que llamamos los “resonadores biológicos”…

-¿Pero, entonces, se muere?

-Aquellos “resonadores biológicos” no mueren nunca, pardiez  -exclama M. Henry, animándose bruscamente—Ellos son demasiado sutiles para preocuparse del proceso psíquico-químico de la muerte ¿Qué se hacen al fin? Ellos se van, pero no pueden desaparecer; buscan otra envoltura para hallar en ella de nuevo el equilibrio de una estabilidad, de una armonía provisoria…

-Entonces –le digo de nuevo -- ¿no morimos nunca completamente?

-De ello puede estar usted absolutamente seguro  -me responde mi interlocutor, con una sonrisa sibilina--. Lo que hay de particularmente suyo en usted, esa pequeña nada que le da a usted una personalidad entre millones de semejantes, eso es perfectamente inmortal. Usted trasladará el alma, la suya, hacia otros; eso es todo. Yo deseo que ella sea bien colocada; a mí mismo no me deseo otra cosa…

-Pero, entonces  -insisto – actualmente mis “resonadores biológicos”, mi alma, ¿ no deben estar tan frescos, puesto que se han usado ya bastante?

-¿Usted no se ha apercibido de ello alguna vez?... ¿No ha llegado usted alguna vez a ciertos sitios donde le parece haber estado ya antes, aunque sólo se trata de un espectáculo que recién conoce usted? Indiscutiblemente, hace siglos que usted vio esos sitios, en un sueño muy remoto.

No puedo menos que admitir lo dicho por M. Henry.

-Es verdad  --le respondo emocionado --; he sentido ya esa impresión…una vez…Yo era entonces muy pequeño… yo he visto por la primera y última vez a un oso, un oso verdaderamente libre, salir de una jaula…

- ¡Eso es…eso es…!  --termina M. Charles Henry alegremente--. He allí la explicación física, precisa, matemática…

Y el sabio clava su mirada pensativa en el lluvioso cielo que se recorta en la ventana.

      Mundial, N. 279, 16 de octubre de 1925

DE MI ÁLBUM

CAJAMARCA- CELENDÍN
                                                   CIUDAD DEL CABO
                                                BANGKOK
                                                  NW SIDNEY

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