Nunca morimos del todo.
He aquí lo que acaba de
declarar, con asombro de los filósofos y de los buenos transeúntes de París, el
profesor Charles Henry, de la Sorbona. “Nunca morimos del todo y la
inmortalidad del alma es un hecho incontestable”.
El ilustre sabio ha voceado
su evangélica afirmación y, como si no hubiese dicho nada, se agazapa friolero
en su robe de chambre, acolchada y
amplia como una casaca rusa. Es que sopla un viento fuerte en la floresta de
Coye, situada a tres kilómetros de París, donde habita este hombre de ciencia,
y la reciente tempestad aún persiste en granizadas intermitentes. M. Charles
Henry, sentado en una amplia sala cuyas ventanas abiertas dejan pasar las hojas
del otoño que avanza, sonríe con su aire piadoso de filósofo, diciéndonos:
-Todo el mundo se queja de
que nuestras preocupaciones modernas no dejan tiempo para meditar en los
grandes problemas humanos tales como el de la muerte y el de Dios. Pero, yo
creo que ni las deudas aliadas, ni los acuerdos de la Sociedad de las Naciones,
ni la conferencia de técnicos de Londres, podrán suprimir nuestras inquietudes
trascendentales, que son de ayer, de hoy, de mañana y de siempre. Antes bien,
una gran ofensiva del pensamiento matemático, que es la base de toda certeza
humana, empieza a dejarse sentir en nuestros días. Yo no tengo ningún sistema
filosófico, ni soy un metafísico, ni un físico ni un místico. Ante todo, soy un
matemático que repito cien veces una misma experiencia. Por este camino
experimental he llegado a conclusiones que contribuirán a fortalecer a las
gentes de fe y de espíritu religioso que temen a veces caer en un mundo
exclusivamente supersticioso.
Luego, el matemático nos
muestra una obra sobre los “resonadores biológicos”, atiborrada de ecuaciones,
raíces cuadradas y cúbicas y de otros signos cuya significación hemos olvidado
o ignoramos.
-¿Podría usted –le
decimos—tener la bondad de explicarnos sus teorías en un lenguaje más sencillo?
M. Charles Henry me ofrece un cigarrillo queriendo hacer notar así que no se
trata de una mera exaltación poética suya, sino de argumentos de carácter
eminentemente científico.
-Hasta hoy –me responde—se
creía entre las gentes de ciencia que cuando un hombre muere, queda muerto para
siempre y que una vez enterrado, asunto concluido. ¡Error, señor, error! Para
darse cuenta exacta de lo que le digo, no hace falta más que de unas cuantas
experiencias muy pacientes, accesibles a todo individuo que sepa manejar
ciertos aparatos ad hoc…
“¿Qué es el hombre? Los
químicos y los biólogos no nos dicen gran cosa que a ello se les escapa y que
no se puede pesar ni poner una etiqueta. Esta alguna cosa que usted podría
llamar alma, si lo quiere, puede, no obstante, ser medida y aun registrada,
negro sobre blanco, por medio de un gráfico visible, claro, comprensible para
todo el mundo…”
-¿Usted ha descubierto
entonces un instrumento para medir las almas?...
-Yo no lo he descubierto,
sino que él existe. Se trata del aparato que mide la acción radioactiva de los
cuerpos.
Porque –cada cuerpo – esto es un asunto admitido y no es el momento de
explicarlo, posee una suerte de fuerza irradiante, como una lámpara como un
calorífero, como el cerecero calentado al sol. Esta radioactividad proviene del
calor, de los elementos magnéticos, de la atracción de nuestro globo… Pero, si
usted hace sus cálculos concienzudamente, usted tropezará con una sorpresa
angustiosa, ante lo desconocido, ante una fuerza que no es esto ni aquello.
Rehaga usted su experiencia diez o cien veces, calcule durante noches enteras y
usted hallará esta fuerza que se marca, se registra y se imprime, pero que
permanece inasible, idealmente fluida, desafiando todas las balanzas y todos
los microscopios de la tierra, pero, con todo, siendo siempre radioactividad de
una constancia obsesionante. Pues bien, a esto es a lo que llamamos los
“resonadores biológicos”…
-¿Pero, entonces, se muere?
-Aquellos “resonadores
biológicos” no mueren nunca, pardiez
-exclama M. Henry, animándose bruscamente—Ellos son demasiado sutiles
para preocuparse del proceso psíquico-químico de la muerte ¿Qué se hacen al
fin? Ellos se van, pero no pueden desaparecer; buscan otra envoltura para
hallar en ella de nuevo el equilibrio de una estabilidad, de una armonía
provisoria…
-Entonces –le digo de nuevo
-- ¿no morimos nunca completamente?
-De ello puede estar usted
absolutamente seguro -me responde mi
interlocutor, con una sonrisa sibilina--. Lo que hay de particularmente suyo en
usted, esa pequeña nada que le da a usted una personalidad entre millones de
semejantes, eso es perfectamente inmortal. Usted trasladará el alma, la suya,
hacia otros; eso es todo. Yo deseo que ella sea bien colocada; a mí mismo no me
deseo otra cosa…
-Pero, entonces -insisto – actualmente mis “resonadores
biológicos”, mi alma, ¿ no deben estar tan frescos, puesto que se han usado ya
bastante?
-¿Usted no se ha apercibido
de ello alguna vez?... ¿No ha llegado usted alguna vez a ciertos sitios donde
le parece haber estado ya antes, aunque sólo se trata de un espectáculo que
recién conoce usted? Indiscutiblemente, hace siglos que usted vio esos sitios,
en un sueño muy remoto.
No puedo menos que admitir
lo dicho por M. Henry.
-Es verdad --le respondo emocionado --; he sentido ya
esa impresión…una vez…Yo era entonces muy pequeño… yo he visto por la primera y
última vez a un oso, un oso verdaderamente libre, salir de una jaula…
- ¡Eso es…eso es…! --termina M. Charles Henry alegremente--. He
allí la explicación física, precisa, matemática…
Y el sabio clava su mirada
pensativa en el lluvioso cielo que se recorta en la ventana.
Mundial, N. 279, 16 de octubre de 1925
DE MI ÁLBUM
CAJAMARCA- CELENDÍN
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