Hoy la mayoría de la
humanidad vive crucificada por la miseria, por el hambre, por la escasez de
agua y por el desempleo. También está crucificada la naturaleza devastada por
la codicia industrialista que se niega a aceptar límites. Crucificada está la Madre
Tierra, agotada hasta el punto de haber perdido su equilibrio interno, que se
hace evidente por el calentamiento global.
El mirar religioso y
cristiano ve a Cristo mismo presente en todos estos crucificados. Por haber
asumido totalmente nuestra realidad humana y cósmica, él sufre con todos los
que sufren. La selva que es derribada por la motosierra son golpes en su
cuerpo. En nuestros ecosistemas diezmados y las aguas contaminadas, él continúa
sangrando. La encarnación del Hijo de Dios estableció una misteriosa
solidaridad de vida y de destino con todo lo que él asumió, con toda nuestra
humanidad y todo lo que ella supone de sombras y de luces.
El evangelio más antiguo, el
de san Marcos, narra con palabras terribles la muerte de Jesús. Abandonado por
todos, en lo alto de la cruz, se siente también abandonado por el Padre de
bondad y de misericordia. Jesús grita:
«"Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?" Y dando un fuerte grito, Jesús expiró”» (Mc
15,34.37).
Jesús no murió porque todos
morimos. Murió asesinado de la forma más humillante de la época: clavado en una
cruz. Pendiendo entre el cielo y la tierra, agonizó en la cruz durante tres
horas.
El rechazo humano pudo
decretar la crucifixión de Jesús, pero no puede definir el sentido que él dio a
la crucifixión que le fue impuesta. El Crucificado definió el sentido de su
crucifixión como solidaridad con todos los crucificados de la historia que,
como él, fueron y serán víctimas de la violencia, de las relaciones sociales
injustas, del odio, de la humillación de los pequeños y del rechazo a la
propuesta de un Reino de justicia, de fraternidad, de compasión y de amor
incondicional.
A pesar de su entrega
solidaria a los otros y a su Padre, una terrible y última tentación invade su
espíritu. El gran choque de Jesús ahora que agoniza es con su Padre.
El Padre que él experimentó
con profunda intimidad filial, el Padre que él había anunciado como
misericordioso y lleno de bondad, Padre con rasgos de madre tierna y cariñosa,
el Padre cuyo Reino él proclamara y anticipara en su praxis liberadora, este
Padre ahora parece haberlo abandonado. Jesús pasa por el infierno de la
ausencia de Dios.
Hacia las tres de la tarde,
minutos antes del desenlace final, Jesús gritó con voz fuerte: “Elói, Elói, lamá
sabachtani: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Jesús está al ras
de la desesperanza. Del vacío más abisal de su espíritu irrumpen
interrogaciones pavorosas que configuran la más sobrecogedora tentación sufrida
por los seres humanos, y ahora por Jesús, la tentación de la desesperación. Él
se pregunta:
“¿Será que fue absurda mi
fidelidad? ¿Sin sentido la lucha llevada a cabo por los oprimidos y por Dios?
¿No habrán sido vanos los peligros que corrí, las persecuciones que soporté, el
humillante proceso jurídico-religioso en el que fui condenado con la sentencia
capital: la crucifixión que estoy sufriendo?”
Jesús se encuentra desnudo,
impotente, totalmente vacío delante del Padre que se calla y con eso revela
todo su Misterio. No tiene a nadie a quien agarrarse.
Según los criterios humanos,
Jesús fracasó completamente. Su propia certeza interior desaparece. Pero a
pesar de haberse puesto el sol en su horizonte, Jesús continúa confiando en el
Padre. Por eso grita con voz fuerte: “¡Padre mío, Padre mío!”. En el punto
máximo de su desespero, Jesús se entrega al Misterio verdaderamente sin nombre.
Será su única esperanza más allá de cualquier seguridad. No tiene ya ningún
apoyo en sí mismo, solo en Dios, que se ha escondido. La absoluta esperanza de
Jesús solo es comprensible en el supuesto de su absoluta desesperación. Donde
abundó la desesperanza, sobreabundó la esperanza.
La grandeza de Jesús
consistió en soportar y vencer esta temible tentación. Esta tentación le
propició una entrega total a Dios, una solidaridad irrestricta con sus hermanos
y hermanas, también desesperados y crucificados a lo largo de la historia, un
total despojamiento de sí mismo, un absoluto descentramiento de sí en función
de los otros. Solo así la muerte es muerte y podrá ser completa: la entrega
perfecta a Dios y a sus hijos e hijas sufrientes, sus hermanos y hermanas más
pequeños.
Las últimas palabras de
Jesús muestran esta entrega suya, no resignada y fatal, sino libre: Padre, en
tus manos entrego mi espíritu (Lc 23,46). Todo está consumado (Jn 19,30).
El viernes santo continúa,
pero no tiene la última palabra. La resurrección como irrupción del ser nuevo
es la gran respuesta del Padre y la promesa para todos nosotros.
Leonardo BOFF/ 12-abril-17.
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