miércoles, 5 de abril de 2017

EL SOMBRERO ES EL HOMBRE / César VALLEJO



     Todas las cosas llevan su sombrero. Todos los animales llevan su sombrero. Los vegetales también llevan el suyo. No hay en este mundo quien no lleve la cabeza cubierta. Aun, cuando nos quitamos el sombrero, siempre queda nuestra cabeza de algo que podríamos llamar el sombrero innato, natural y tácito de cada persona, que no es el del todo inseparable.

            Los sombreros se clasifican en sombreros naturales y sombreros artificiales. Se llama sombrero natural aquel que nace con cada persona y que le es inseparable, aun después de la muerte (en el esqueleto, más que en ninguna otra cosa, la presencia del sombrero natural y tácito, es efectiva). Se llama sombrero artificial aquel que se adquiere en las sombrererías y del cual podemos separarnos momentánea o eternamente (en el esqueleto la falta de este sombrero es más evidente que en ninguna otra cosa).

            El sombrero –dice un célebre contemporáneo –constituye la sustancia por decirlo así de una presencia. El sombrero determina el carácter y la fisonomía del hombre y de los demás seres y cosas. El sombrero es el hombre. Buffón quiso decir esto cuando dijo que el estilo es el hombre, puesto que, en resumen, el estilo vital de una persona está determinado por su sombrero. Un hombre que lleva un sombrero gacho del lado izquierdo, verbigracia, tiene por fuerza que ser frívolo. Un hombre levantado de delante, como el de Napoleón, está gritando al hombre aparatoso. Un fieltro negro, corto o alón, dice al sentimental, parco o retórico. Cuando la duquesa de Ethienn, en el segundo Imperio, lanzó la moda del canotier, corrió en París el rumor de que esta dama era histérica. Así, pues, el sombrero es el hombre o, más generalmente, el sombrero es todo.

            Partiendo de este apotegma neobuffoniano, hay camino para hacer bellos descubrimientos psicológicos en hombres, animales, plantas y cosas. En primer lugar, se ha observado que, dentro de la sucesión de modas con las cuales se viste naturalmente la naturaleza, la moda del sombrero es la más importante, desde el punto de vista estético. Como en las modas que podríamos llamar humanas, en las modas naturales son las estaciones del año las que dictan la ley. En primavera las colinas llevan el caso de la mujer casada, que sale por la mañana, acompañada de amigas, a hacer compras y olvida su bolsa en el primer mostrador de brazaletes. Los pinos en invierno llevan solideos, como canónigos brutos. En otoño, los perros andan de gorra. Y en verano las estrellas usan turbante.

            Las modas suntuarias de la humanidad, por originales y caprichosas que parezcan, no son más que simples reflejos de lo que pasa en el dominio de las modas suntuarias de la naturaleza. (M. Bizet, tan sagaz psicólogo y avisado historiador de las modas, podría tomar nota de este fenómeno, para luego ofrecernos un estudio sobre la materia, mejor en sonda y sabor, que su reciente libro “La moda en 1880 y en 1926”). La rué de la Paix en París no pasa, pues, de ser un espejo de un trozo cualquiera de la naturaleza. Antes que aparezca la línea recta en el talle de las mujeres, ya la naturaleza había empezado, sin que el señor Poiret se diese cuenta, a elaborar esbelteces británicas para un corte geológico en los Alpes o para una acacia húngara o para las piernas múltiples del tiempo. Antes que M. Churchill se pusiese sus anchos pantalones del pasado invierno, ya en el Mediterráneo se había visto que un tritón llevaba aletas enormes que al andar se replegaban sobre sí una y diez veces. El propio Robert de Beauplan, delicado cronista de modas, nos advierte que el hecho de que las mejores casas de costura parisienses se hayan ido acumulando últimamente en la Plaza de Vendóme, significa que debe haber una misteriosa correlación entre las formas de la columna de Vendóme y la evolución moderna de la moda. “Esta columna –dice Beauplan –erigida en el centro del barrio de la moda, parece haber sido colocada allí para imponer su formas a la estética suntuaria de nuestros días, haciéndonos recordar sus temas lineales, que son la meta de nuestras actuales ansias de perfección. Las amplias columnas, las amables redondeces en que se complacían nuestros abuelos, han caído en desuso. Nos encontramos en el tiempo del “martirio del obeso”. Toda una generación ha pasado por el laminador. Nuestros ojos se chocan ante la amplitud, y la sobriedad lineal –en cuya ley tiránica nos complacemos –que va a dominar hasta en la carrocería de los automóviles de lujo…

            Esta ligera digresión sobre la influencia de la fina y alta columna de Vendóme en la formación de la silueta moderna, prueba una vez más, que, contra lo que quería Wilde, no es que la naturaleza imite al hombre, sino que, al contrario, éste imita a aquella. (Nadie podrá negar, por otro lado, que una columna es más que un hecho artístico). Otra prueba de que nuestras modas imitan a las modas de la naturaleza, está en el hecho de haberse comprobado que los trajes sportivos, por ejemplo, estuvieron de moda en la naturaleza mucho antes que entre los hombres. En 1924, hubo en la naturaleza un furioso apogeo de estos trajes. El mariscal Joffre, una mañana de setiembre de aquel año, salió a estudiar el terreno sobre el cual debía librarse la célebre batalla del Marne, cuando de súbito vio que de una quebrada salía el río heroico abotonándose el pantalón de montar; no se sabe a ciencia cierta si el río iba a cabalgar o acababa de saltar de un gran potro invisible.

            De todas maneras el traje de cowboy del Marne era de kaki y, según se refiere, le iba un tanto estrecho, sobre todo, en el nervudo muslo de campeón. El mismo Henri Barbusse tiene una crónica de las trincheras en que habla de unas nubes que subían sobre una aldea llevando kepis blancos. Barbusse relata que estas nubes agitaban unas palmas caprichosas, semejantes a raquetas  de tennis. Más tarde venimos a ver que el kepi de Helen Wills se va poniendo en boga en los círculos sportivos del mundo entero.
           
           Mientras las mujeres y los hombres elegantes lucen modas ya en desuso en la naturaleza, mientras el té de Polo de Bagatelle, en la Avenida del Bosque de Boulogne, en la Alameda de las Acacias, en las terrazas del Golf y de Tennis, en los paseos automovilísticos de las mañanas, en la Ópera, en las playas lujosas, lucen hombres y mujeres, la silueta fina, imitada de la naturaleza, he aquí que, más allá de los cerros y los ríos, la rana, pongamos por caso, empieza a lo mejor a llevar ya nuevos e inéditos pliegues en la piel hidráulica y hasta las mismas piedras esbozan acaso otros y desconocidos perfiles mundanos. Y quizás, de la rana y de la piedra imitemos muy pronto alguna moda futura e insospechada, que puede ser, verbigracia, a base de estatura pequeña, ya que sería lógico que a la esbeltez de ahora suceda la chatarra. No andaría desantentado el cronista que anunciara una de estas tarde el advenimiento de la talla pequeña, como el más fuerte grito de la moda del próximo invierno. Sólo que Paquín  no hallaría fácilmente una máquina apropiada para achicar a hombres y mujeres. La cosa tendría que venir desde más adentro.

Variedades, N. 964, 21 de agosto de 1926

DE MI ÁLBUM


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