lunes, 9 de enero de 2017

EL PERIODISTA CÉSAR VALLEJO / Eduardo GONZÁLEZ VIAÑA




Eduardo González Viaña
El Trujillo de Vallejo

ENTRE FRANCIA Y ESPAÑA
Biarritz, noviembre de 1925
                                                           La nueva literatura de América-
                                                           Emoción racial de una visita a España-
                                                           La ciudad y las sierras-
                                                           Mareas en smoking-
                                                           Oscar Wilde y César Vallejo-
                                                           Ruidosa polémica sobre la poesía
                                                           peruana-
                                                           España y Rusia los pueblos más puros de
                                                           Europa.

Hace algunos meses, en París, me divertía leyendo un artículo de Astrana Marín en El Imparcial de Madrid, relativo a mi obra literaria. El ilustre crítico español, a quien, dicho sea de paso, no tengo el honor de conocer ni de vista, iniciaba su artículo con esta salutación: “Se renuevan las cosas. Luz nos viene de América. Los poetas del otro mundo se disponen a adoctrinar en su ritmo a las generaciones castellanas…”Diríase una entrada a Jerusalén, entre palmas y hosannas. Ya, desde algunos años, Astrana Marín saludaba la presencia de Vicente Huidobro en Madrid, en tono parecido. Solo que –y este era el motivo de mi hilaridad—al revés de lo que cree el señor Astrana Marín, yo no le he puesto aun pie en la villa y corte. De España apenas he conocido hasta ahora, la verde y horaciana Santander.

Es recién ahora que voy a Madrid, por la primera vez, señor Astrana. Desde la costa cantábrica, donde escribo estas palabras, vislumbro los horizontes españoles, poseído de no sé qué emoción inédita y entrañable. Voy a mi tierra, sin duda. Vuelvo a mi América Hispana, reencarnada por el amor del verbo que salva las distancias, en el suelo castellano, siete veces clavado por los clavos de todas las aventuras colónidas.
-¡A qué va usted a ir a Madrid!…, me argumentaban, como examinadores los amigos de París.
-A conocer sus grandezas, las grandezas de España, los irreprochables descalabros anatómicos del Greco, los auténticos estribos de oro regalados por los papas a los grandes reyes déspotas; la pequeña esquina de la derruida Capilla del Obispo en la Puerta del Moro; los dulces grupos de mujeres de velo; anacrónicas y sensuales; el alto y claro cielo; el primer manuscrito del idioma, sobre el pergamino en que Don Rodrigo Díaz de Vivar y su mujer Jimena testan sus heredades, etc. A eso hay que ir a Madrid.

-Bueno. A eso se puede ir, pero para pocos días. Luego il  n’y a rien a faire, -añadían los amigos, perdidos para siempre de parisismo.

Heme, pues, en viaje a Madrid, no en gira literaria ¡Dios me libre! Sino en gira de buena voluntad por la vida. Nada más, señor Astrana Marín. Yo no voy a “llegar, ver y vencer”, como usted cree. Si hay alguna parte en este mundo, donde ha de triunfarse (?) no será por cierto Madrid el más indicado.

Me he detenido aquí, en Biarritz, a pastar mis fatigas en las armoniosas vegetaciones de los Pirineos. Pueda yo en esta fuga de París, recuperar para el cruento esfuerzo por la existencia, mi sentimiento de naturaleza inculta y sin senderos, que advierto un tanto encogido entre mis cuitas civiles. Que amable es deslizarse o pugnar en la selva virgen y compacta, en atmósfera y tierra sin caminos. Que amable es perderse por falta de caminos. Ahora tengo ansias de perderme definitivamente, no ya en el mundo ni en la moral, sino en la vida y por obra de la naturaleza. Odio las calles y los senderos. Cuánto tiempo he pasado en París sin el menor peligro de perderme. La ciudad es así. No es posible en ella la pérdida, que no la perdición, de un espíritu. En ella se está demasiado asistido de rutas ya abiertas, de fechas y señales ya dispuestas, para poder perderse. Al revés de lo que ocurrió a Wilde, la mañana que iba a morir en París, a mí me ocurre amanecer en la ciudad, siempre rodeado de todo, del peine, de la pastilla de jabón, de todo;  estoy en el mundo con el mundo, en mí mismo conmigo mismo; llamo e inevitablemente me contestan y se oye mi llamada; salgo a la calle y hay calle; me echo a pensar y hay siempre pensamiento. Mas ahora no. Ahora, entre los contrafuertes de los Pirineos y el bello mar gascón, en días de otoño, cuando, pasada la temporada de verano, han vuelto todos a París, a Londres, a Roma, a Madrid, a la lejana América, heme por fin libre de calles, de rieles, esquinas, telégrafos, torres, teatros, periódicos, escritores, hoteles, peines, jabón, de todo esto que, de una u otra manera, es camino; heme libre hasta de pensamientos. Sí. Ah, mi querido Vicente Huidobro, no he de transigir nunca con usted en la excesiva importancia que usted da a la inteligencia en la vida. Mis votos son siempre por la sensibilidad.

¿Bergsonismo?  ¡Pas du tout! Pues el señor Paul Souday, cuyo racionalismo acaba de pulverizar el bravo abate Bremond en su polémica sobre la “Poesía pura” confunde la teoría de la intuición del filósofo francés, con la sensibilidad como función más que psíquica, fisiológica, de que le he hablado a usted algunas veces, mi querido Vicente.
Aquí, cubierto de mar y de montañas, sin caminos –que son valores exclusivamente de memoria, puesto que la idea es mera historia del hecho de vida, y los caminos en el mundo son mera historia de la marcha ya efectuada--, aquí, repito, sin caminos, saturado de tierra y espuma, desparece en mi boca el sabor del pan del dolor y del agua de la aflicción de que vivimos en las urbes, en las cárceles, en los conventos... He aquí, ante mis ojos complacidos, la móvil hija del álamo internacional, el viento negro y excesivo que ni va ni viene sobre los cerros. Más allá, el manso Bidasoa fronterizo, la atmósfera, en fin, en que la espina urbana se ha quebrado sin lograr penetrarla. Aquí está Biarritz, sus roquedales de la Virgen, bañados por las olas siempre retozonas; el faro, decorativo más que de utilidad para los náufragos; la Chambre d’Amour; el desolado monte de la Rhume, las barquitas de pesca a vapor, las blancas varillas de tejados rojos, el viejo puerto melancólico… ¡Un panorama encantador! Y más abajo Hendaya, la cenagosa, donde hoy pasa sus días de exilio el buen don Miguel de Unamuno; al otro lado del Bidasoa, San Sebastián, cruzado de brazos de mar. En el horizonte redondo, quién sabe al norte o al poniente, quedará muy lejos ya de aquí, la zona criselefantina donde vivió Pierre Loti; estará tal vez, muy lejos, lejos…

Pero al fin de cuentas esta costa vasca, esta cadena de montañas, qué son sino sucursales de ciudad, solapadas colonias civiles trozos de París, pingajos de Londres, postas de urbe. Nada. Los campos de Europa, los mares del viejo continente, son campos de salón, mares en smoking, urbanos, civilizados, pollcés.

Los mismos calveros entre los encinares no son otra cosa que borradores o esqueletos de plazuelas; un islote entre las olas, es como un monumento en una gradería. Las cosas pueden ser todo lo pequeñas y distanciadas una de otras, pero nunca falta ninguna de ellas una máquina en el corredor, un neumático en una puerta; aquélla dominando el ambiente con su ruido; éste regularizando a favor del muro, la entrada y la salida del amor. La propia torre de una capilla de caserío domeñada está de algún reloj, como si la vida en el tiempo no tuviera tanto que ver con la fe en la eternidad de la vida. Ya no hay campos ni mares en Europa; ya no hay templos ni hogares. El progreso mal entendido y peor digerido los ha aplastado.

Pero esta noche, al reanudar mi viaje a Madrid, siento no sé qué emoción inédita y entrañable: me han dicho que sólo España y Rusia, entre todos los países europeos, conservan su pureza primitiva, la pureza de gesta de América.

                        (Mundial, N. 290, 1 de enero de 1926)

DE MI ÁLBUM

                                                               Barcelona

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