Eduardo González Viaña
El Trujillo de Vallejo
ENTRE FRANCIA Y ESPAÑA
Biarritz, noviembre de 1925
La nueva literatura de América-
Emoción
racial de una visita a España-
La
ciudad y las sierras-
Mareas
en smoking-
Oscar
Wilde y César Vallejo-
Ruidosa
polémica sobre la poesía
peruana-
peruana-
España
y Rusia los pueblos más puros de
Europa.
Hace algunos meses, en
París, me divertía leyendo un artículo de Astrana Marín en El Imparcial de Madrid, relativo a mi obra literaria. El ilustre
crítico español, a quien, dicho sea de paso, no tengo el honor de conocer ni de
vista, iniciaba su artículo con esta salutación: “Se renuevan las cosas. Luz
nos viene de América. Los poetas del otro mundo se disponen a adoctrinar en su
ritmo a las generaciones castellanas…”Diríase una entrada a Jerusalén, entre
palmas y hosannas. Ya, desde algunos años, Astrana Marín saludaba la presencia
de Vicente Huidobro en Madrid, en tono parecido. Solo que –y este era el motivo
de mi hilaridad—al revés de lo que cree el señor Astrana Marín, yo no le he
puesto aun pie en la villa y corte. De España apenas he conocido hasta ahora, la
verde y horaciana Santander.
Es recién ahora que voy a
Madrid, por la primera vez, señor Astrana. Desde la costa cantábrica, donde
escribo estas palabras, vislumbro los horizontes españoles, poseído de no sé
qué emoción inédita y entrañable. Voy a mi tierra, sin duda. Vuelvo a mi
América Hispana, reencarnada por el amor del verbo que salva las distancias, en
el suelo castellano, siete veces clavado por los clavos de todas las aventuras
colónidas.
-¡A qué va usted a ir a
Madrid!…, me argumentaban, como examinadores los amigos de París.
-A conocer sus grandezas,
las grandezas de España, los irreprochables descalabros anatómicos del Greco,
los auténticos estribos de oro regalados por los papas a los grandes reyes
déspotas; la pequeña esquina de la derruida Capilla del Obispo en la Puerta del
Moro; los dulces grupos de mujeres de velo; anacrónicas y sensuales; el alto y
claro cielo; el primer manuscrito del idioma, sobre el pergamino en que Don
Rodrigo Díaz de Vivar y su mujer Jimena testan sus heredades, etc. A eso hay
que ir a Madrid.
-Bueno. A eso se puede ir,
pero para pocos días. Luego il n’y a rien a faire, -añadían los amigos,
perdidos para siempre de parisismo.
Heme, pues, en viaje a
Madrid, no en gira literaria ¡Dios me libre! Sino en gira de buena voluntad por
la vida. Nada más, señor Astrana Marín. Yo no voy a “llegar, ver y vencer”,
como usted cree. Si hay alguna parte en este mundo, donde ha de triunfarse (?)
no será por cierto Madrid el más indicado.
Me he detenido aquí, en
Biarritz, a pastar mis fatigas en las armoniosas vegetaciones de los Pirineos.
Pueda yo en esta fuga de París, recuperar para el cruento esfuerzo por la
existencia, mi sentimiento de naturaleza inculta y sin senderos, que advierto
un tanto encogido entre mis cuitas civiles. Que amable es deslizarse o pugnar
en la selva virgen y compacta, en atmósfera y tierra sin caminos. Que amable es
perderse por falta de caminos. Ahora tengo ansias de perderme definitivamente,
no ya en el mundo ni en la moral, sino en la vida y por obra de la naturaleza.
Odio las calles y los senderos. Cuánto tiempo he pasado en París sin el menor
peligro de perderme. La ciudad es así. No es posible en ella la pérdida, que no
la perdición, de un espíritu. En ella se está demasiado asistido de rutas ya
abiertas, de fechas y señales ya dispuestas, para poder perderse. Al revés de
lo que ocurrió a Wilde, la mañana que iba a morir en París, a mí me ocurre
amanecer en la ciudad, siempre rodeado de todo, del peine, de la pastilla de
jabón, de todo; estoy en el mundo con el
mundo, en mí mismo conmigo mismo; llamo e inevitablemente me contestan y se oye
mi llamada; salgo a la calle y hay calle; me echo a pensar y hay siempre
pensamiento. Mas ahora no. Ahora, entre los contrafuertes de los Pirineos y el
bello mar gascón, en días de otoño, cuando, pasada la temporada de verano, han
vuelto todos a París, a Londres, a Roma, a Madrid, a la lejana América, heme
por fin libre de calles, de rieles, esquinas, telégrafos, torres, teatros,
periódicos, escritores, hoteles, peines, jabón, de todo esto que, de una u otra
manera, es camino; heme libre hasta de pensamientos. Sí. Ah, mi querido Vicente
Huidobro, no he de transigir nunca con usted en la excesiva importancia que
usted da a la inteligencia en la vida. Mis votos son siempre por la
sensibilidad.
¿Bergsonismo? ¡Pas du tout! Pues el señor Paul Souday, cuyo
racionalismo acaba de pulverizar el bravo abate Bremond en su polémica sobre la
“Poesía pura” confunde la teoría de la intuición del filósofo francés, con la
sensibilidad como función más que psíquica, fisiológica, de que le he hablado a
usted algunas veces, mi querido Vicente.
Aquí, cubierto de mar y de
montañas, sin caminos –que son valores exclusivamente de memoria, puesto que la
idea es mera historia del hecho de vida, y los caminos en el mundo son mera
historia de la marcha ya efectuada--, aquí, repito, sin caminos,
saturado de tierra y espuma, desparece en mi boca el sabor del pan del dolor y
del agua de la aflicción de que vivimos en las urbes, en las cárceles, en los
conventos... He aquí, ante mis ojos complacidos, la móvil hija del álamo
internacional, el viento negro y excesivo que ni va ni viene sobre los cerros.
Más allá, el manso Bidasoa fronterizo, la atmósfera, en fin, en que la espina
urbana se ha quebrado sin lograr penetrarla. Aquí está Biarritz, sus roquedales
de la Virgen, bañados por las olas siempre retozonas; el faro, decorativo más
que de utilidad para los náufragos; la Chambre
d’Amour; el desolado monte de la Rhume, las barquitas de pesca a vapor, las
blancas varillas de tejados rojos, el viejo puerto melancólico… ¡Un panorama
encantador! Y más abajo Hendaya, la cenagosa, donde hoy pasa sus días de exilio
el buen don Miguel de Unamuno; al otro lado del Bidasoa, San Sebastián, cruzado
de brazos de mar. En el horizonte redondo, quién sabe al norte o al poniente,
quedará muy lejos ya de aquí, la zona criselefantina donde vivió Pierre Loti;
estará tal vez, muy lejos, lejos…
Pero al fin de cuentas esta
costa vasca, esta cadena de montañas, qué son sino sucursales de ciudad,
solapadas colonias civiles trozos de París, pingajos de Londres, postas de
urbe. Nada. Los campos de Europa, los mares del viejo continente, son campos de
salón, mares en smoking, urbanos, civilizados, pollcés.
Los mismos calveros entre
los encinares no son otra cosa que borradores o esqueletos de plazuelas; un
islote entre las olas, es como un monumento en una gradería. Las cosas pueden ser todo lo pequeñas y distanciadas una de otras,
pero nunca falta ninguna de ellas una máquina en el corredor, un neumático en una
puerta; aquélla dominando el ambiente con su ruido; éste regularizando a favor
del muro, la entrada y la salida del amor. La propia torre de una capilla de
caserío domeñada está de algún reloj, como si la vida en el tiempo no tuviera
tanto que ver con la fe en la eternidad de la vida. Ya no hay campos ni mares
en Europa; ya no hay templos ni hogares. El progreso mal entendido y peor
digerido los ha aplastado.
Pero esta noche, al reanudar
mi viaje a Madrid, siento no sé qué emoción inédita y entrañable: me han dicho
que sólo España y Rusia, entre todos los países europeos, conservan su pureza
primitiva, la pureza de gesta de América.
(Mundial, N. 290, 1 de enero de 1926)
DE MI ÁLBUM
Barcelona
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