DE: "ORACIONES DEL SIGLO XX"
“LA
MUJER DE TODOS”
Señor:
Deja que mi oración de hoy consista en decirle a la Virgen con versos de
Claudel:
“Madre
de Jesucristo, yo no vengo a rezar.
No
tengo qué ofrecer, ni nada que pedir.
Mirarte,
llorar de dicha, saber sencillamente
“que
soy yo tu hijo y que Tú estás ahí.
Nada
más que un momento, mientras todo se para.
Estar
contigo, María, donde Tú estás.
Sin
decir nada, nada, contemplando tu rostro,
dejando
al corazón cantar su propia lengua,
cantar
no más, porque se tiene el corazón muy lleno,
como
el mirlo que sigue su idea en coplas repentinas.
Porque
Tú eres hermosa, porque eres inmaculada,
la
mujer en la Gracia al fin restituida.
La
criatura en su bien primero y en su plenitud final,
tal
como salió de Dios la mañana de su esplendor original.
Intacta
infaliblemente porque eres la Madre de Jesús,
que
es la verdad en tus brazos, y la esperanza y el fruto.
Porque
eres la mujer, el Edén de la ternura olvidada,
cuya
mirada halla al punto el corazón
y
hace saltar las lágrimas acumuladas, (…)
Porque
es mediodía, porque estamos en el día de hoy,
porque
Tú estás ahí para siempre,
simplemente
porque Tú eres María,
simplemente
porque existes Tú,
¡Madre
de Jesucristo, muchas gracias!”
Rafael de Andrés
Y
sucedió que, mientras, ellos estaban allí, se le cumplieron los días del
alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo
acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada. (Lucas, 2,
67)
Tres
líneas en total. Para narrarnos el acontecimiento más solemne de la historia
del mundo, el evangelista Lucas escribe solamente tres líneas. Todo un Dios que
viene a “plantar su propia tienda entre nosotros”.
Nuestra “inútil” navidad
…Y lo acostó en un pesebre,
porque no había sitio para ellos en la posada.
Más tarde dirá: Llamad y se os abrirá. Pero para su
madre, que entonces le llevaba en su seno bendito, las puertas permanecen
cerradas y los hombres dentro, apostados detrás de la fortaleza de su egoísmo,
dispuestos a no ceder ni un solo centímetro de terreno.
Para él no había sitio. Tiene
que ir a nacer fuera de la ciudad. Fuera de la ciudad morirá también.
Interiormente nos sublevamos
contra aquellos miserables que cierran las puertas a un Dios que viene a nacer
entre nosotros.
Pero ¿no será una falsa
indignación, un cómodo subterfugio?
Porque, seamos sinceros,
nosotros en realidad nos portamos mucho peor. Claro que hemos adquirido un
mayor nivel social y nos repugna el hecho de dejarlo abandonado fuera de la
puerta. Somos gente educada. No como aquellos…
No, no lo dejamos fuera.
Sospechamos el peligro, nos damos cuenta de su nada grata presencia, advertimos
que nos va a molestar y que tal vez tendremos que defendernos de él. Por
educación no le dejamos fuera. Pero con nuestros finos modales, valiéndonos de nuestros
exquisitos conocimientos diplomáticos, llegaremos a conseguir que su presencia
nos resulte “innocua”.
Y así inutilizamos la
navidad. Nuestra conducta es más detestable que la de aquellos que le dejaron a
la puerta.
¿Por qué?
Cristo viene a traernos la luz.
El pueblo que andaba a
oscuras vio una luz intensa.
Sobre los que vivían en
tierras de sombras brilló una luz (Is, 9,1)
Y la luz brilla en las
tinieblas (Jn, 1, 5)
Pero nos dimos cuenta muy
pronto de que la suya es una luz molesta, indiscreta, que se cuela por todos
los rincones, que descubre nuestras miserias, nuestras limitaciones, nuestras
mezquindades.
Es una luz que no se resigna
a ser un puro adorno, sino que compromete, que exige cambios dolorosos en
nuestra existencia’.
Es una luz despiadada,
fastidiosa, provocativa. Y nosotros, lejos de dejarnos “arrollar” por esta luz
maravillosa, de rendirnos ante ella, decidimos hacerle competencia, oponiéndole
nuestros pequeños y ridículos farolillos de color.
Y como señal de nuestro
infantilismo, nos cubrimos los ojos con las manos, para defendernos de esa luz que llenó con su resplandor la
cueva de Belén.
Manos pegadas a nuestros
ojos; insignificantes farolillos de color: así es como conseguimos neutralizar
la luz.
Cristo viene para llenarnos de alegría. El ángel lo anuncia a los pastores:
No
temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo. (Lc.
2, 10)
Alegría, porque sabemos que
hay un Dios que piensa en el hombre con amor, que baja hasta el hombre, que se
acerca hasta el hombre, ¡que se hace hombre! Un Dios que se hace caminante para
recorrer junto a nosotros nuestro mismo camino, compartiendo nuestras penas y
miserias, nuestras lágrimas, angustias y esperanzas. Un Dios que viene a
traernos la salvación. A todos. Un Dios que se nos revela como la misma
misericordia.
Alegría, porque al hombre se
le da una nueva posibilidad que podría parecer una locura. “Dios se ha hecho
hombre para que el hombre pueda llegar a ser Dios”. Pensándole bien, habría
para volverse locos. ¡Locos de alegría!
Pero no es así. Despreciamos
la alegría, esa alegría. Cristo ha venido a traernos la felicidad, una
felicidad que traspasa todos los horizontes terrenos. Y le consideramos como un
intruso. Como un aguafiestas. Como un enemigo de la alegría. Como si viniera a
robarnos la tierra o a envenenar esos codiciados manjares terrenos en los que
hundimos a diario nuestros dientes.
¿La alegría? Que nos deje ir
saboreando en paz nuestras ridículas alegrías humanas, plácidamente
atrincheradas en la lóbrega guarida de nuestro egoísmo…
Cristo nos trae sus dones. Mejor; no nos trae sus dones: ¡Se hace don! El don por
excelencia.
Y nosotros queremos fingir
que no nos damos cuenta de tal don.
Pero es que además, estamos
demasiado ocupados en acariciar con nuestras manos al ridículo paquete en que
se ocultan nuestros dones, nuestros insignificantes regalos.
Así ahogamos el don bajo una
montaña de papeles de color, de juguetes ¡de niñerías!
De esta manera la operación
no falla y conseguimos “inutilizar” nuestra navidad. ¡Diplomáticamente!
Es necesario vivir la navidad
Cueste lo que cueste, hemos
de “vivir” la navidad. Pobres de nosotros si no lo hacemos. Nos jugamos nuestro
propio destino.
Nuestra misión es
convertirnos en luz. Que esa luz nos penetre íntimamente, nos transforme, nos
haga tan lúcidos y transparentes que los hombres al mirarnos queden
deslumbrados, sintiendo todo el encanto y el atractivo de esa luz sobrenatural.
Convertirnos en alegría. No querer ser duros, severos y hasta odiosos guardianes
de la verdad. Nuestra misión no es, ¡gracias a Dios! , ser carceleros o
policías, sino testigos de la alegría cristiana. Que todo el mundo entienda que el mensaje de Cristo es un
mensaje de salvación, no de condenación. Un mensaje de liberación, no de opresión.
Un mensaje de alegría, no de tristeza.
Convertirnos en don. Es costumbre hacer regalos en navidad. Muchos regalos.
Queremos así saldar nuestras deudas de gratitud con aquellas personas a quienes
debemos algún favor. Pero esto es muy fácil, demasiado cómodo. A un cristiano
se le exige mucho más. Tiene la obligación, no de hacer regalos, sino de
convertirse él en un regalo, de convertirse en don. Hacer de su vida una
entrega sin reservas. Para todos. Porque todos los hombres son sus acreedores.
Porque el cristiano ha de sentirse deudor para con todos sus semejantes.
Tengamos valor para examinar
frecuentemente nuestra conducta de cristianos a a la luz que proyectan esas
tres maravillosas líneas de Lucas. De buscar la sencillez que ellas reflejan.
De desmontar esta nuestra navidad mastodóntica y mecanizada. Para descubrir la
auténtica navidad y enriquecernos así con su pobreza.
Tal vez la navidad, la
navidad que hemos vivido hasta ahora, nos hable más de tristezas que de
alegrías. Porque hemos destrozado su verdadero sentido.
Alessandro Pronzato
DE MI ÁLBUM
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