No es fácil hablar de la
muerte. Es un hecho tan misterioso. Se presta a tantas disquisiciones. Es tan
lejana y tan cercana a la vez. Cada cultura le ha otorgado un significado que
asume valores especiales al tratarse del arte. En todas las artes, sin
excepción. Su carácter de enigma sin resolver, de tema de reflexión sobre la
vida, de posibilidad de expresión para una angustia existencial, son razones
que han llevado a pintores, músicos, dramaturgos, arquitectos, cineastas a
crear obras maestras sobre el tema de la muerte para intentar de explicarla y,
al hacerlo, explicar las razones de la vida. Comprender a la muerte es entender
la importancia de la existencia. Es un cierre al que necesitamos
desesperadamente otorgarle un propósito. Inermes ante el misterio insondable,
nos aferramos a la esperanza en un más allá.
Un cuadro del español
Valdés Leal expresa la fugacidad de la vida y de las grandezas. Como
señalan las Coplas, de Jorge Manrique: “nuestras
vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir”. Partimos cuando
nacemos, andamos mientras vivimos y llegamos al tiempo que fenecemos, así que
cuando morimos, descansamos”. Visión que asume nuestro entrañable Javier Heraud, en su poema
“El Río”.
“El Triunfo de la Muerte” de Pieter Brueghel, la presenta
como una visión trágica y desesperada de las consecuencias de la guerra por un
lado y del desorden de la vida por otro.
Como todas sus obras, compuesta en gran panorama, sus personajes
gesticulan angustiados en un espacio de desolación. Una corte de esqueletos
preside el espectáculo. Esta desesperanza, propia del sigo XVI contrasta con
las Danzas de la Muerte y las “moralidades” medievales, que poseen la
perspectiva de la fe. Calderón de la
Barca eleva conceptualmente ese sentido en su auto sacramental “El Gran Teatro
del Mundo”: cada cual tiene un rol en el espectáculo de la vida, el que debemos
representar adecuadamente. Según ello, mereceremos o no una recompensa. Idea propio del barroco
español. Una visión desesperada de la muerte es la de Hamlet, hombre del
Renacimiento, sin otra fe que la de un destino ciego. No soporta la vida,
quisiera evadirse el sueño de la muerte pero reflexiona: “Morir… dormir…Tal vez
sonar…”. Y al pensar lo que vendría después, retrocede: ¿qué sueños pueden
entonces, sobrevenir? Es ese temor –señala el personaje –lo que determina que
el hombre soporte una existencia sin lógica, sin posibilidades de objetivos y
realización.
Los griegos entendieron la muerte desde varias
vertientes: La muerte como protesta muda hacia un estado tiránico en Antígona; como una salida ante la
vergüenza, en Ayax; como un hecho de
venganza en la Orestíada; como un sacrificio, en Ifigenia… En las tragedias del romano Séneca, la vida es una ruta
en sombras. La muerte se torna una vida de escape…
La muerte es tan paradójica, sus situaciones son tan
disímiles… Se muere como una luz que se apaga. Se muere intempestivamente:
“aquellos a quienes aman los dioses, mueren jóvenes”. Se muere para acabar con
sufrimientos imposibles de soportar. La muerte de la guerra, la muerte por la
miseria, la muerte por el amor, la muerte del alma…
La muerte de Cristo o de la Virgen fueron pretextos para
tratare el cuerpo humano, la composición artística o el estilo: Mantegna
trabaja ambos como estudio de perspectiva; Caravaggio busca la complejidad
compositiva en un extremo naturalismo y provoca un escándalo con su virgen
muerta vestida de rojo. Holbein busca el efecto descarnado en su cadáver de
Cristo en la tumba; Rembrandt la asume
como posibilidad de contraste lumínico que proyecta el sentido místico;
Velásquez plasma la perfección anatómica en su Cristo Crucificado. Bernini realizó una especie de sarcasmo en su
estatua de la Beata Ludovica Albertoni,
de paradójico erotismo. El espiritualismo del gran arte siempre resulta de un
propósito formal y técnico.
El Romanticismo reflexiona de modo
diverso: los horrores de la guerra de Goya; el sentimentalismo de la muerte de
Ofelia, de Millais; las pesadillas de Fuseli; las cabezas degolladas de
Gericault. La muerte como belleza. Por eso los cielos tempestuosos de la
crucifixión de Delacroix. Por eso es tan romántica la tuberculosis de María, de
Jorge Isaac, o la de Margarita Gautier en la “Dama de las Camelias”. Goethe
hace morir a Fausto cuando se da cuenta que su vida realmente puede tener un
sentido y por eso se salva. Sin embargo, el siglo XIX nos devuelve a una
realidad más prosaica. Ahí están la espantosa muerte de Madame Bovary y Naná,
de Flaubert; o los dramas deterministas de Ibsen y Strindberg. No hay
salvación, sólo desesperanza. Triunfa el
sicoanálisis freudiano y su angustia erótica, que transmiten las sensuales imágenes
de Klimt, donde se enfrentan eros y thanatos.
Edvard Munch muestra cuadros
expresionistas en estados de dolor, resignación, luto. En “Bodas de Sangre” de
García Lorca, la muerte toma un tono simbólico o es una acción desesperada, en
“Yerma”. Una mujer desconocida que espera su momento es la muerte en “La Dama del Alba”, de Casona. El teatro de
Mauricio Maeterlink la presenta como una “intrusa” que rompe la estabilidad.
Puede ser también sujeto de sarcástico humor: las calaveras en los grabados del
mexicano José Guadalupe Posada tan relacionados con el Día de los Difuntos,
extremadamente singular en ese país. En el Perú, Vallejo es puntual al
respecto: sus versos se refieren a la
muerte del espíritu y a la vez poseen un carácter premonitorio. Arguedas
traduce una poesía popular quechua sobre un hombre muerto en la nieve: “En sus tristes ojos acabaron ya las
lágrimas/ en su corazón se acabó el sufrimiento/ como los vientos fúnebres van viajando sin saber adónde”.
Este no saber, esta angustia, resume
el estado espiritual proyectado por la idea de la muerte. Pero vale también
esta reflexión de Octavio Paz: “La muerte
es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida…Una sociedad que
niega la muerte, niega también la vida”.
"LUNDERO"
DE MI ÁLBUM
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