lunes, 2 de diciembre de 2013

EL GATO QUE LAS PODÍA / Por Era ZISTEL

Marco, a pesar de su invalidez, era un explorador audaz y un maestro sin par.

Era mi gato, pero no lo conocía muy bien. Ya en sus tiempos de cachorrito demostró tener espíritu aventurero: fue el primero en explorar la casa y en lanzarse al exterior. Precisamente por eso le pusimos Marco Polo, si bien en aras de la brevedad le dejamos por nombre Marco, y a ese nombre solía responder, si estaba de humor, con un ligero movimiento de una oreja.

   Se pasaba casi todos los días recorriendo el bosque que había detrás de la casa. A veces solía tropezarme con él en aquellas espesuras, y el nuestro era casi el encuentro de dos seres extraños que apenas se cruzan una mirada. Sin embargo, al terminar el día Marco volvía siempre a casa para comer y dormir. De modo que, al menos hasta ese punto, el gato era mío.

   Probablemente si Marco no hubiese vuelto a casa, no lo hubiera echado mucho de menos, pero sucedió algo muy distinto: oí el chirrido de los frenos de un auto y, cuando salí corriendo, encontré al animal tirado en la zanja, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos muy abiertos… sin ver.

   No daba señales de vida, así que lo coloqué en una caja de cartón y empecé a buscar algo para cavar la fosa, cuando escuché un leve quejido. Marco no estaba muerto. Lo cuidé lo mejor que supe, y al fin pudo sostenerse en pie, completamente restablecido (al menos, eso creí).

   Poco a poco me percaté de que algo le había sucedido a Marco. Un día coincidimos fuera de la casa y me llamó la atención su extraña manera de andar: un paso tieso, cauto, levantando mucho cada pata para echarla luego hacia delante con gran lentitud. Un rápido examen no me reveló ninguna anomalía discernible para mí. Luego hice un ruido inesperado, y el gato se asustó y corrió para ir a estrellarse de cabeza contra una cesta que alguien había dejado tirada en la vereda.

Marco estaba ciego.

   ¿Cuánto tiempo hacía que buscaba así su camino, como la persona sin vista que tantea con el bastón? ¿Cuántas veces se habría quedado sin comer porque la invisible hostilidad de los otros gatos le impidiera llegar a la comida… o tal vez porque ni siquiera supiese que allí había alimento? Yo creí siempre que los gatos tienen un agudo sentido del olfato, pero cuando le servíamos su comida no se percataba de ello, hasta que materialmente se metía en el plato. Luego se me ocurrió dar unos golpecitos en el suelo, señal que no tardó en reconocer y que significaba que la comida estaba precisamente allí, donde sonaban los  golpes.

   Me dediqué a protegerlo, a apartar los obstáculos de su camino, hasta que comprendí que no le hacía con ello ningún favor. Marco seguía siendo explorador, y nada le producía mayor placer que hallar algo fuera de su sitio. Así que, deliberadamente, hacía yo algunos cambios para amenizar un poco su limitada existencia.

   La primera vez que lo descubrí en la azotea, asoleándose tranquilamente, el corazón me dio un vuelco. Al presentir, por lo visto, mi presencia allá abajo, se levantó, se estiró, bostezó y se dirigió hasta la orilla del alero. Adelantó una de las patas para localizar alguna rama del árbol próximo, la tocó para cerciorarse y luego saltó, avanzó por la rama hasta el tronco, se deslizó por él y con la mayor frescura se dirigió a mí.

   A medida que iba ganando confianza se alargaban sus paseos. Pronto volvió a visitar el bosque. En ocasiones observaba yo, pasmado, cómo se abría camino entre los árboles sin tropezar nunca. O bien perseguía hojas arrastradas por el viento con torpes carreras que me hacían reír, cuando no me inspiraban deseos de llorar.

Raras veces se perdía: el ladrido de un perro o algún otro sonido amenazador lo hacía huir corriendo, presa del pánico, agitándose sobre el suelo como el pez fuera del agua y sin poner cuidado en la dirección que seguía. En esos casos lanzaba un maullido que aprendí a reconocer como su peculiar llamada de socorro.

   Se volvió sensible no sólo al tono de mi voz, sino a mis estados de ánimo. Cuando andaba yo de mal genio, se entristecía, pero también percibía mi buen humor, y si alguna vez me ponía a cantar (lo cual hasta a mí me parece terrible), Marco se mostraba encantado y reaccionaba con un estallido de alegría, correteando y revolcándose como un gatito juguetón.

   Al principio su torpeza de ciego enfurecía a los otros gatos, pues chocaba siempre con ellos. Cierto macho de gran tamaño, llamado Pert, le era especialmente hostil y le propinó más de una inmerecida tunda. Y luego sucedió algo muy extraño. Durante varios días Pert se quedaba grandes ratos mirando fijamente a Marco, como perplejo, evidentemente comprendió al fin que debía ser indulgente. Cuando lo veía venir en dirección a él, se apartaba vivamente a un lado. Posteriormente los demás gatos parecieron haber llegado a la misma conclusión, y Marco pudo ir y venir en paz.

Pasaron los años. Todos nos habíamos acostumbrado tan completamente al estado de Marco, que ya lo teníamos como lo más natural del mundo y, quizá a medida que sus recuerdos se fueron esfumando, también él lo tomó como algo natural. A los 12 años empezó a mostrar signos de decadencia. Ya no se asoleaba en la azotea, y al parecer se contentaba con echarse al sol cerca de casa. Luego, cuando tenía 13 años, sufrió un ataque. Mientras yo discutía la conveniencia de proporcionarle el descanso definitivo, descubrí que no era necesario. Marco no tenía la menor intención de darse por vencido.

Día tras día ejercitaba las patas, agitándolas apenas en breves espasmos, al principio, y luego moviéndolas un poco más. Trataba de erguirse y se caía, volvía a intentarlo y de nuevo se desplomaba, pero persistía en sus ensayos hasta que lograba sostenerse, vacilante, sobre las cuatro extremidades: había triunfado. Cuando andaba, arrastraba las patas, dando a su marcha una curiosa ondulación. Frecuentemente se caía, pero,  como estaba decidido, pedía que lo dejaran salir y bajaba rodando los escalones para luego recobrarse e ir adonde se hubiera propuesto.

   Con su decimoquinto cumpleaños se operó un notable cambio en su comportamiento. Apenas podía esperar a que le abrieran la puerta por la mañana, pero en vez de echarse en su rincón soleado, volvía la cabeza hacia el bosque y maullaba. Marco deseaba regresar a aquel lugar tan amado, pero no podía hacerlo por sí mismo.

   Como también a mí me gustaba el bosque, todas las tardes llamaba a Marco, que se me reunía con su paso vacilante. Cruzar el arroyo era un problema. Yo trataba de llevarlo a cuestas, pero él se retorcía en mis brazos, impaciente, ansioso de valerse por sí, aun cuando le fuera imposible dar con las piedras que le servían de apoyo. Por último recordé los golpes que le indicaban el lugar de la comida, y opté por golpear fuertemente con el pie cada piedra, de modo que Marco pudiera guiarse por el sonido.    El sistema dio excelentes resultados, si bien algunas veces el gato perdía pie e iba a dar en el agua. No importaba. A punta de garra volvía a trepar a la piedra, se sacudía, recuperaba el equilibrio y seguía adelante. Íbamos a todas partes, y Marco vagaba por su cuenta, aunque procurando mantenerse cerca de mí.

   Mi deseo era que su fin llegara allí, en el bosque, donde más le gustaba estar, pero Marco aún sigue entre nosotros. Su mundo se ha empequeñecido notablemente: es apenas una caja colocada cerca del calentador de la cocina. Pero en los días más cálidos, cuando brilla el sol, Marco sale y se sienta en el último escalón de la escalinata, volviendo la cabeza a un lado y otro, escuchando los ruidos más leves : el vuelo de un pájaro o el paso de un insecto que se arrastra entre las hojas secas.


   Y cuando lo veo sentado allí, esperando serenamente el fin, no es compasión lo que siento por él (cosa que le disgustaría tanto como cruzar el arroyo en brazos), sino gratitud, pues Marco me ha enseñado cómo se debe hacer frente a la adversidad para triunfar con valor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario