viernes, 30 de marzo de 2012

TEMAS DE REFLEXIÓN: Prutting, Hilel, Dalí y Borner.

          QUIZÁ parezca raro que un médico hable del amor y la valentía, pero estas son dos de las cualidades más valiosas de cultivar para las situaciones críticas. Si bien es verdad que la aptitud para amar y para conducirse con valor se forma temprano en la vida, también es cierto que en ocasiones la emoción adecuada sigue a la acción misma. Si somos buenos y generosos con los demás, por lo general advertiremos que nos sentimos inclinados hacia ellos.Si nos comportamos valerosamente, aunque interiormente estemos atemorizados, a menudo nos sentiremos más valientes sólo por habernos conducido así. Y no digo esto por altruismo, sino hablando como médico.
                                                                   -- Dr. John PRUTTING.


          SI NO me preocupo por mi persona, ¿quién lo hará? Pero si sólo me preocupa mi persona, ¿qué soy?
                                             --HILEL, notable maestro hebreo, famoso en  tiempos de Cristo.


          SALVADOR DALÍ cuenta que Jean Cocteau le hizo el más atinado comentario que haya oído acerca de ciertos tópicos: "Me dijo que quien por primera vez exclamó, hablando de una mujer: Sus mejillas son como los pétalos de una rosa, era un poeta. El que lo dijo por segunda vez, era un idiota".

jueves, 29 de marzo de 2012

DE "NORMAS DE VIDA": SÉPTIMA MEDITACIÓN, Alberto CASAL CASTEL.

                                "Delante de nosotros está siempre el infinito"
                                                                                Saint HILAIRE.
                                                                  jAMÁS frase alguna puede impresionarnos tanto. Al leerla corre por la imaginación cierto escalofrío. Es como si una estrella en la noche cayera sobre nosotros y nos aplastara.

   Ella nos dice al mismo tiempo -con la voz celeste, sideral, del genio- que no debemos considerarnos ni suficientemente pequeños para no estimarnos, ni suficientemente grandes como para estimarnos demasiado.

   Sobre todo, nos dice que debemos desconfiar de nuestra ciega confianza en lo que hemos hecho, y confiar, por la inmensa cifra de posibilidades, en lo que estamos haciendo.
  
 Ante esta noción, todos los apoyos fracasan, el alma tiembla, la frente se vuelve más humilde en su búsqueda de la verdad.

   Océanos de luz, abismos de tinieblas están más allá del cielo más alto; océanos de luz y abismos de tinieblas hay más acá del cielo más bajo: sobre la tierra y en el corazón humano.¡Lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, que diría Pascal!

   Pero si la matemática misma fracasa en sus exposiciones; si los telescopios más poderosos llegan a escudriñar apenas una distancia no mayor de un millón de años luz y más allá continúa el espacio, ¿cómo medir, en cifras, la infinitud del espíritu y registrar sus prodigiosas distancias?

   El que tiene el infinito frente a sí -como en realidad lo está- , sabe que cuenta con infinito número de recursos, con infinito número de obstáculos, con infinito número de alientos para  caer y proseguir su loca carrera a través del infinito espacio de su esperanza que le dice: "¡Más allá" "¡Más alto!" "¡Más aún!" "¡Más allá, donde aquello que acaba comienza!"
   Criado en el campo, mi mundo -perdonadme que lo llame así- era mi casa rústica; después el pueblito amplió sus márgenes y la ciudad las derribó del todo.

   A medida que cambiaba de lugar, vivía y estudiaba: agrandaba la edad e iba poco a poco, también, agrandando mi ignorancia: una ignorancia que después de haberme dado a conocer cierta ciencia práctica y limitada de la vida, preguntaba: "...¿Y luego?, hasta que el pensamiento silenciaba sus respuestas cada vez más tardías, para preguntas cada vez más frecuentes.

   De ahí que pronto concebí una matemática para la ambición y la voluntad. La primera crece en progresión geométrica; la segunda en progresión aritmética. La una son los caballos; la otra el carro por el camino de los años que la memoria va envolviendo con su rosada polvareda. Pero resignémonos a esa suerte. ¿Qué sería de nosotros, en un mundo limitado, de verdades limitadas y de interrogaciones también limitadas? Sabríamos más de la vida, es cierto. ¡Ventajosísima cosa! Pero también sabríamos más de la muerte. Y ¿qué haríamos con ello? Probablemente echarnos a dormir sobre la infancia, en un presente puro, en un presente ya muerto, sin tener para consuelo ese bálsamo: "¡Mañana!".
   Quien se conforme con lo que es, no podrá ser lo que quiere ser. Y el querer ser es el ámbito en que se mueve el idealismo: ese infinito de las personas.-

miércoles, 28 de marzo de 2012

DE "LAS MÁS BELLAS ORACIONES DEL MUNDO": ORACIÓN PARA ANTES DE ESTUDIAR, Santo Tomás de AQUINO.






¡OH inefable Creador nuestro,
que con los tesoros de tu sabiduría
formaste tres jerarquías de ángeles
y los colocaste con orden admirable
en el empíreo cielo,
y distribuiste las partes de todo el universo
con suma elegancia!

Tú, Señor, que eres la verdadera fuente de luz
y de sabiduría y el soberano principio de todo,
dígnate infundir sobre las tinieblas de mi entendimiento
el rayo de tu claridad, removiendo de mí las dos clases de tinieblas
en que he nacido: el pecado y la ignorancia.
Tú, que haces elocuentes las lenguas de los infantes,
instruye mi lengua y difunde en mis labios
la gracia de tu bendición.

Dame agudeza para entender,
capacidad para retener,
método y facultad para aprender,
sutileza para interpretar,
gracia y abundancia para hablar.

Dame acierto al empezar,
dirección al progresar
y perfección al acabar.
¡Oh Señor! que vives y reinas,
verdadero Dios y hombre,
por los siglos de los siglos. Amén.
              -- Santo Tomás de AQUINO.

martes, 27 de marzo de 2012

"LA PRESENCIA DE DOÑA MARÍA JULIA": CAMINO.

                                                           
rRErREEERRRRR
                               CAMINO, largo o corto, pero siempre transitable.
Los pies saben del punto de partida, mas no del de llegada.
Camino, para cruzarte con los labios sonrientes o apretados.
Las plantas de los pies chorreando sangre, marcan huellas; flores trágicas que el polvo no logra borrar.
Camino que te embelleces con eucaliptos, sauces o cipreces, y te llenas de gente que corean Justicia y Libertad.
También, de duendes que pifian, y de tránsfugas, cuyos potros desbocados cabriolan sin cesar.
Camino que te alumbras con el sol que ilumina la fe, o con el fuego apasionado que calienta la ruta hasta hacer que la fiebre nos aloque  y nos conduzca al paroxismo suicida.
Camino recto, ancho, solitario. Camino, que te bifurcas en mil sendas que se tornan laberinto.
Cuántas veces nos perdemos sin haberte del todo recorrido.
Camino que te riegas con lluvia de los cielos y también con el rocío de los ojos.
Esta lluvia no alcanza a mojar al sauce dormilón que, resentido, a veces nos niega el alivio de su sombra; en tanto que el rocío horada surcos de dolor.
Camino claro, limpio, hermoso cuando la fe lo alumbra y lo alegra el amor.
Camino oscuro, cuando el odio se ha sembrado a su vera.
Muchas veces te transitan sin hallar un rumbo de reposo.
Camino, cuerpo de culebra que se ondula, ya te yergues, ya te hundes.
Hay que recorrerte con mirada inquisidora, paso lento, firme y sonrisa resignada.
Camino, largo o corto. 

Caminante que lo cruzas: si se empina, no descanses; llega a la cuesta. Si se bifurca, sigue la troncal; no lo indagues.
Si se oscurece, no te asustes; aviva tu fe y se alumbrará.
Caminante, si el camino está bloqueado y tiene rocas, dinamítalo; abre la ruta y sigue, aunque sea por la trocha: se hará camino real.
Caminante, no importa que el camino sea trocha, vía láctea, marginal. Es camino, y tú tienes que cruzarlo con paso firme, ágil, decidido. Nadie, nadie se escapa de recorrer el camino de la vida.
Caminante, si las zarzas te han herido ya, no llores, no reniegues, no maldigas. Sigue adelante y sonríele al camino de la vida.-

                            --María Julia LUNA TIRADO DE CIUDAD.

lunes, 26 de marzo de 2012

LA EROSIÓN DE LA "RELATIONAL MATRIX". Leonardo BOFF.

16-MARZO-2012.
                                                                            HOY EN el mundo hay mucha gente, de las más distintas procedencias, preocupada por la crisis actual que engloba un conjunto de otras crisis. Cada una trae luz. Y toda luz es creadora. Pero por mi parte, que vengo de la filosofía  y de la teología, siento la necesidad de una reflexión que vaya más hondo, a las raíces, donde lentamente ella se originó y que hoy estalla con toda su virulencia. A diferencia de otras crisis anteriores, ésta tiene una particularidad: en ella está en juego el futuro de la vida y la continuidad de nuestra civilización. Nuestras prácticas están yendo contra el curso evolutivo de la Tierra. Ésta nos ha creado un lugar amigable para vivir, pero nosotros no nos estamos mostrando amigables con ella. Le hacemos una guerra sin tregua en todos los frentes, sin ninguna posibilidad de vencer. Ella puede continuar sin nosotros. Nosotros, sin embargo, la necesitamos.

    Estimo que el origen próximo (no vamos a retroceder hasta el homo faber de hace 2 millones de años) se encuentra en el paradigma de la modernidad que fragmentó lo real y lo transformó en un objeto de ciencia y en un campo de intervención técnica. Hasta entonces la humanidad se entendía normalmente como parte de un cosmos vivo y lleno de sentido, sintiéndose hijo e hija de la Madre Tierra. Ahora ésta ha sido transformada en un almacén de recursos. Las cosas y los seres humanos están desconectados entre sí, siguiendo cada cual un curso propio. Este giro produjo una concepción mecanicista y atomizada en la realidad que está erosionando la continuidad de nuestras experiencias y la integridad de nuestra psique colectiva.

   La secularización de todas las esferas de la vida nos quitó el sentimiento de pertenencia aun Todo mayor. Estamos descentrados y sumergidos en una profunda soledad. Lo opuesto a una visión espiritual del mundo no es el materialismo o el ateísmo, es el desenraimiento y el sentimiento de que estamos solos y perdidos en el universo, cosa que una visión espiritual del mundo impedía.

   Este conjunto de cuestiones subyace tras la actual crisis. Para salir de ella, necesitamos reencantar el mundo y percibir la Matriz Relacional (Relational Matrix) en erosión, que nos envuelve a todos. Estamos urgidos a comprender el significado del proyecto humano en el interior de un universo en evolución/creación. Las nuevas ciencias después de Einstein, de Heisenberg/Bohr, de Prigogine y de Hawking nos han mostrado que todas las cosas se encuentran interconectadas unas con otras de tal forma que forman un Todo.

   Los átomos y las partículas elementales no son ya consideradas inertes y sin vida. Los microcosmos emergen como un mundo altamente interactivo, que no es posible describir mediante el lenguaje humano, sino solamente por la vía de la matemática. Forman una unidad compleja en la cual cada partícula está ligada a todas las demás y eso desde los inicios de la aventura cósmica hace 13,7 miles de millones de años. Materia y mente aparecen misteriosamente entrelazadas, siendo difícil discernir si la mente surge de la materia o la materia de la mente, o si surgen conjuntamente. La propia Tierra se muestra viva (Gaia), articulando todos los elementos para garantizar las condiciones ideales para la vida. En ella más que la competición funciona la cooperación de todos con todos. Ella muestra un impulso hacia la complejidad, la diversidad y la irrupción de la conciencia en niveles cada vez más complejos hasta su expresión actual a través de las redes de conexión globales dentro de un proceso de mundialización creciente.

   Esta cosmovisión nos alimenta la esperanza de otro mundo posible, a partir de un cosmos en evolución que a través de nosotros siente, piensa, crea, ama y busca un equilibrio permanente. Las ideas-maestras como interdependencia, comunidad de vida, reciprocidad, complementariedad y corresponsabilidad son claves de lectura y alimentan en nosotros una visión más armoniosa de las cosas.
                                                                              --  Leonardo BOFF.

viernes, 23 de marzo de 2012

LOS DIEZ MANDAMIENTOS. Por Ernest HAUSER.

Dadas entre humo y fuego a un pueblo antiguo,
estas sencillas reglas constituyen la guía más 
inspirada y perdurable para la conducta moral.

EL M O N T E   S I N A Í, estaba humeando, por haber descendido a él el Señor entre llamas; subía el humo de él como de un horno, y todo el monte causaba espanto... Y llamó el Señor a Moisés a aquella cumbre y Moisés subió... En seguida pronunció el Señor todas estas palabras: Yo soy el Señor Dios tuyo...
                                                                           DE ESTA manera el libro del Éxodo prepara el escenario para el importante mensaje de los diez mandamientos, dictado por el mismo Señor. El Decálogo sigue siendo nuestro código ético fundamental. Piedra angular del derecho hebreo, fue aceptado de todo corazón por la cristiandad. Junto con el padrenuestro y el credo, constituyen el cimiento mismo sobre el cual descansan la enseñanza cristiana.

    El encuentro del Sinaí, que ocurrió alrededor del año 1250 a. de J. C. se alza como un hito  en la historia de la civilización. Es el acontecimiento principal del Antiguo Testamento desde la creación y el diluvio. Los israelitas habían huido de Egipto, donde estuvieron sometidos a trabajos forzados. con escasos víveres, vagaban por el desierto en busca de la tierra prometida. La emigración era lenta; corrían riesgo de extraviarse y levantaban sus tiendas de negras pieles de cabra donde encontraban un lugar protegido. Les mantenía el ánimo su heroico libertador, Moisés, una de las figuras más grandes e inspiradoras de la antigüedad.

    De ascendencia hebrea, Moisés nació y se educó en Egipto. Por matar a un capataz egipcio que maltrataba a un esclavo israelita, huyó probablemente a Arabia, donde contrajo matrimonio y se estableció, en la creencia de que pasaría allí el resto de su vida. Pero Dios había elegido para otros fines a aquel hombre atlético, enérgico e instruido. Hablándole desde una zarza ardiente, ordena a Moisés que vuelva a Egipto para libertar a sus atribulados compatriotas. Moisés obedece de mala gana, y de esa manera se convierte en mediador entre Dios e Israel.

    Mientras Moisés escala el monte Sinaí, se comunica con Dios, y el Señor le da dos tablas de piedra en las cuales Él ha escrito, con sus propios dedos en ambas caras, los diez mandamientos. Moisés desciende con las tablas de la Ley. Al acercarse al campamento hebreo presencia la escena vergonzosa. Los israelitas han fundido los zarcillos de sus mujeres para hacer un becerro de oro, ídolo pagano que en ese momento adoran con una danza ceremonial. Sorprendiéndolos en el acto, Moisés, "irritado sobremanera, arrojó de la mano las tablas y las hizo pedazos a la falda del monte". Sólo después de haber sido castigados los culpables dice Dios a Moisés que prepare dos nuevas tablas y que inscriba, esta vez por su mano, el mismo Decálogo.

    El convenio o tratado del monte Sinaí era una alianza. Desde su elevada posición, el Señor ofrecía su mano a Israel en un acto de gracia. Él protegería a su pueblo; éste guardaría su ley. Evidentemente algo de gran importancia ocurrió a este pueblo "de dura cerviz" en el camino de Canaán. Lo que contemplamos es el nacimiento de una nación: guiados por Moisés, los viajeros cambian el yugo de Egipto por el yugo de Dios.

    A partir de entonces las tablas  iban a servir como símbolo de su nacionalidad. Con madera recubierta de láminas de oro hicieron el arca de la alianza, y dentro pusieron las dos piedras. Cuando las tribus descansaban, la guardaban en un sencillo templete: el tabernáculo. En los viajes llevaban el arca con ellos (incluso en las batallas). Más tarde el rey Salomón la colocó  en lo más sagrado de su templo; en ese lugar, custodiado por dos querubines dorados, sólo el sumo sacerdote podía entrar una vez al año. Probablemente las tablas fueron rotas y desaparecieron en la destrucción que sufrió el templo en el año 587 a. de J. C.
                                  Yo soy el Señor Dios tuyo,
                         que te ha sacado de la tierra de Egipto,
                                   de la casa de la esclavitud.
                         No tendrás otros dioses delante de mí.

    La fuerza del primer mandamiento* está comprobada por el hecho de que Israel -con su tenaz y exclusivo culto de un solo Dios invisible, ratificado entre humo y fuego- se irguió  durante más de mil años como una fortaleza solitaria del monoteísmo en el mundo pagano. (El historiador romano Tácito se maravilla al comprobar que "los judíos creen en un  Dios único, a quien perciben tan sólo con la mente") En  retribución por su continua presencia, el Señor pedía dedicación total. O, para decirlo con las palabras de Martín Lutero, "todo el corazón del hombre, junto con toda su confianza, puestos en Dios y en nadie más".

* La Biblia habla de "diez" mandamientos, pero no les da número. Algunas sectas funden los dos primeros en uno solo, y dividen el último en noveno y décimo. Los hebreos cuentan la primera frase como el primero y agregan la siguiente al segundo.

                               No te harás para ti imagen de escultura,
                                 ni figura alguna de las cosas que hay
                                  arriba en el cielo, ni abajo en la tierra,
                                    ni en las aguas debajo de la tierra...
                         No tomarás el nombre del Señor tu Dios en vano.

    En esos dos mandamientos resuenan ecos de viejas prohibiciones. Los pueblos  primitivos, hasta los que hoy perduran, tienden a atribuir a los nombres propiedades mágicas: creen que al nombrar a alguna persona se ejerce poder sobre ella. Lo mismo se aplica a la posesión de una imagen suya, ya sea una figura de arcilla o una fotografía. Por tanto, hay que abstenerse de nombrarla o representarla. Dios debe ser soberano y libre, sin intrusión de magia. No debe decirse su nombre, salvo en el acto de adoración; no se debe representar en efigie, ni ha de inclinarse uno ante ella.

    A medida que Israel evolucionó y adquirió una civilización más compleja, se pasó por alto la regla secundaria contra la semejanza de "cosas", acaso en imitación de la creación divina. Sabemos que el mismo templo de Jerusalén estaba decorado con leones esculpìdos, palmeras y flores. Pero ninguna de las excavaciones hechas en Palestina a través de los siglos por arqueólogos acuciosos ha descubierto una sola imagen del Señor.

                             Acuérdate de santificar el día sábado...
   La Biblia nos ofrece dos versiones del Decálogo, una en el Éxodo (20) y otra en el Deuteronomio (5). En la del Éxodo, que nos es más familiar, se nos recuerda la razón de observar el descanso sabático: el hecho de que Dios trabajó seis días para hacer el mundo y descansó el séptimo. Así el hombre, en señal de respeto por el descanso divino, reposa al terminar la semana. Pocas leyes antiguas han tenido tan profundo efecto como la de un día sagrado cada siete. Con su prohibición de realizar trabajo alguno, tanto para el amo como para el criado, el cuarto mandamiento ha incitado a la legislación social.

                                        Honra a tu padre y a tu madre,                              
                             para que vivas largos años sobre la tierra
                                   que te ha de dar el Señor Dios tuyo.
    Hasta entonces el Decálogo se había ocupado en la relación del hombre con Dios. Ahora se preocupa de la relación de los hombres entre sí. Y el quinto mandamiento es como un puente, pues al honrar a nuestros padres honramos también en su persona sal Padre Eterno. Este hermoso mandamiento no se dirige sólo a los jóvenes, sino también a los adultos, y se interpreta de modo que abarque la correspondiente obligación de bondad para con nuestros hijos. Sus consecuencias sociales son profundas. Por el hecho de mostrar  pìedad hacia los padres, incluyendo a los ancianos y a los desamparados, cada generación contribuye a mantener la estructura familiar y la de toda la colectividad. El acatamiento de esta ley moral contribuyó en considerable medida a la supervivencia de Israel.

                                                    No matarás.
                                           No cometerás adulterio.
                                                     No hurtarás.
                         No levantarás falso testimonio contra tu prójimo.

    El rápido ritmo de esos cuatro mandamientos tiene un peculiar sonido magnetizante. Aquí nos encontramos ante la forma más antigua de todo el Decálogo: una simple lista de prohibiciones que corresponden a las palabras reales de las tablas de Moisés.

    "El texto del Decálogo tal como ahora lo conocemos contiene 600 letras hebreas", me dijo un famoso erudito especializado en la Biblia. De haber tenido tantas palabras, esas tablas de piedra hubieran sido tan grandes que ni el mismo Moisés habría podido bajarlas de la montaña. Probablemente  las adiciones son resultado de decisiones sacerdotales tomadas en casos determinados. Pero los mandamientos seis, siete, ocho y nueve se conservan todavía como fueron escritos, respetados por el tiempo y más impresionantes por su brevedad.
                                    No codiciarás la casa de tu prójimo;
                              no desearás su mujer, ni esclavo, ni esclava,
                    ni buey, ni asno, ni cosa alguna de las que  le pertenecen.

    Los diez mandamientos eran un código de conducta moral. El respeto por la vida, el matrimonio, la propiedad y la reputación era condición mínima e indispensable para que una  sociedad primitiva y cerrada pudiera sobrevivir. El último mandamiento del Decálogo presenta una situación más evolucionada, y revela de pronto la transición de la vida nómada a la de una colectividad establecida: la Tierra de Promisión, con buey, asno y casa.

    Pero el aspecto más revolucionario del último mandamiento es que apela a nuestros mejores sentimientos: "No codiciarás". Es éste un nuevo avance en el frente moral. Mientras los cuatro mandamientos anteriores condenaban hechos reprochables, el pecado de codicia tiene asiento en la mente humana. Se nos pide que vigilemos los secretos abismos del corazón.Obedecer este severo precepto que sigue la pista a la bestia hasta su escondido cubil, requería del pueblo un raro sentido de la moralidad.

    El único castigo que ocasionaba desobedecer alguno de los diez mandamientos era afrontar la ira de Dios. Si bien varios de los delitos que se mencionan, como el adulterio y el asesinato, podían castigarse con la muerte, según la ley hebrea, el Decálogo no es un código penal. El pecado lleva en sí su propia pena. O, para decirlo con las palabras de Moisés: "Vuestro pecado os descubrirá". El juez es la conciencia individual.

    Vistos en este aspecto, los diez mandamientos son un modelo de legislación. Cuando más los estudiamos, más nos admira lo mucho que abarcan: fuera de ellos no podemos ser buenos ni malos.

    Los diez mandamientos constituyen el eslabón vivo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Se ve a Cristo como a un nuevo Moisés: "No penséis que yo he venido a destruir la doctrina de la ley ni de los profetas: no he venido a destruirla, sino a darle su cumplimiento".  Jesús había sido educado según los mandamientos, y los sabía de memoria. "Si deseas la vida eterna, guarda los mandamientos", aconseja bruscamente a un joven rico que solicita su consejo. Pero en su ministerio fue mucho más allá del hecho de reconocer mecánicamente el Decálogo. Vio en él no sólo un conjunto de reglas rígidas, sino un paso hacia un concepto totalmente nuevo: el amor cristiano.

    Cuando se le pidió que nombrara el mayor de los mandamientos, respondió Jesús: "Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente... Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos está cifrada toda la ley y los profetas". Y luego, unas pocas horas antes de su muerte: "Un nuevo mandamiento os doy: que os améis unos a otros".

    Así, paso a paso, Cristo elevó los diez mandamientos hasta darles una nueva dimensión en la cual brillaron con pura luz espiritual. Su antigua calidad prohibitoria, nacida entre humo y fuego en el monte Sinaí, se halla ahora eclipsada por la esperanza. Pero su mérito como norma moral universal perdura.

    Hoy, cuando volvemos a esa antigua ley suprema, hallamos diez sencillas soluciones para una multitud de problemas que nos tienen perplejos. Sólo una cuestión permanece sin respuesta: ¿Poseemos, o podremos encontrar, la energía suficiente para vivir según el Decálogo?

                         -- Ernest HAUSER.      

jueves, 22 de marzo de 2012

DE "NORMAS DE VIDA": Sexta Meditación, Alberto CASAL CASTEL.

                                                                          El poder mismo no tiene la mitad
                                                                          de la fuerza que posee la dulzura.
                                                                                                                   Leigh HUNT.
                                                                                      
                                                                        HUBO un tiempo dulce. Él ha desaparecido. Fue aquel tiempo en que los abuelos bebían del mismo vino que la servidumbre, en que las diferencias sociales parecían no existir, y el pobre no envidiaba al rico, porque el dinero valía menos que la virtud.
    Hoy la soberbia domina al hombre. El orgullo lo empequeñece. La vanidad le altera el ánimo.
    Por todos lados no se ven más que diferencias. ¡Diferencias y rencores! Diferencias concebidas en base de la calidad de las cosas, no en la calidad de las almas; y rencores de quienes saben que las cosas se compran a veces al precio de muchas bajezas.
    ¡Malditos esos bienes si ellos, para peor, han cambiado la naturaleza humana! Con todo, el corazón sigue fiel a sus leyes: se emociona, se alegra, se entristece, conoce la piedad y la caridad como hace mil años.
    En él podremos confiar cuando todo fracase.


    Una mente no entenderá a otra mente. ¡No importa! Pero un corazón comprenderá siempre a otro corazón. Y esto sí interesa, ya que sólo habremos de pedirle dulzura.
    Dulzura para el que sufre a fin de aliviar su sufrimiento; dulzura para el débil a fin de fortificarlo con nuestra ayuda; dulzura hacia el menesteroso para tener el placer de repartir lo que nos sobra; dulzura, en fin, para con nosotros mismos, siempre necesitados de perdón.
    La dulzura es la conquista más grande que el ser ha podido hacer a sus instintos.
    El Pithecantropus no la conoció: sólo conoció el interés; por el interés llegó a asociarse; por la asociación consiguió defenderse.
    En su marcha hacia la perfecta humanización, pasó por diversos estadios, hasta el descubrimiento del amor. El día que supo del amor, supo de la ternura, y con ella había salido de la noche para recibir de frente el primer beso del aura histórica.
    He aquí la gran fuerza. Ante ella frenan las rebeldías, se depone la obstinación, ceden las pasiones, se desarman los infames, obedecen los díscolos, vacilan los recalcitrantes, comprenden las multitudes.
    Es el arma de Cristo, el mensaje de Cristo, la fuerza de Cristo.
    Él no necesitó de otra, y la humanidad lo sigue todavía porque bendijo a los humildes, a los débiles, a los desamparados, a todos aquellos que no conocieron la dicha de la tierra, embellecida por sus goces, o no recogieron el fruto en sazón.
    Muéstrale un palo al perro: te atacará. Llámale en tono cariñoso: te lamerá los pies. ¿Qué prefieres, el calor o el aullido?


    Llevemos la dulzura a la escuela, traigámosla sobre nuestros actos, liguemos con ella nuestras relaciones, usémosla con el amigo para corregirlo, con el enemigo para apaciguarlo, con todos, aun con las bestias, para evitar la ira, y reinará sobre la tierra la anhelada armonía primitiva, basada en distinciones, no en desigualdades.
    ¿La naturaleza misma no es dulce? Lo es. Florece en los azahares del limonero, en las resecas ramas del durazno, sobre las praderas fértiles, junto al camino polvoriento.
    Su grave seriedad no le impide sonreír, mostrarse afable, tener sus ensoñaciones. Imitémosla. Ella sabe lo que hace. Es una vieja nodriza.-


                                                                                      -- Alberto CASAL CASTEL

miércoles, 21 de marzo de 2012

DE "LAS ORACIONES MÁS BELLAS DEL MUNDO": Somos ríos, Christina ROSSETTI.

  


 SEÑOR, somos ríos
que corren a tu mar, el movimiento de nuestras
aguas procede de Ti:
no seríamos nada,
no tendríamos nada,
si no fuera por Ti.

Dulces son las aguas
de tu mar sin límites,
haz dulces nuestras aguas
que corren hacia Ti; 
vierte a raudales tu dulzura,
para que podamos
ser dulzura para Ti.
               --Christina ROSSETTI.

martes, 20 de marzo de 2012

"LA PRESENCIA DE DOÑA MARÍA JULIA": CANTAR.

CANTAR: Formar con la voz sonidos melodiosos y variados.
                  Componer o recitar alguna poesía.
                  
En esta Reflexión Íntima, encontramos expuestas las dos acepciones principales del canto: armonioso y hecho poesía. La autora ha ido elaborando estas características y ha llegado al Espíritu que ha estimulado el canto indócil, inicial. 

Expresa el misterio de la vida: "Los que en lágrimas esparcen su semilla en gozo segarán. Se va, con lágrimas se aleja, el que lleva la simiente. ¡Ya viene!, con júbilo regresa, trayendo sus gavillas. (Salmo 126) 
                                    El editor.                 
                                                                              CANTA, cual lo hace el viento, el aire y las aves, al despertar la aurora; y la fuente al mecer sus aguas.

   Canta, así espantarás las penas que llevas en el alma, y se llenará de nuevas y gratas emociones tu humilde corazón -el que creías trunco-, pero que ahora late como si nada hubiera herido tu sentir.

   Canta, porque el canto es un estímulo profundo, que anima a seguir la marcha con paso firme y acompasado.

   Canta,  y verás que desde el momento en que tus labios se abren para dejar salir la voz, tu boca ya no maldecirá, ni podrá mentir. Ella sólo hablará de fiestas que nacen de lo profundo del corazón, impulsadas por suaves temblores que surgen del espíritu enamorado, y se deslizan por el cuerpo. Al pasar la voz por la garganta, se convierte en un canto risueño, milagroso, profundamente humano; que termina siendo divino.

   Canta, si vas por la vida buscando algo que perdiste, o si has salido en busca de alguien para darle tu ternura y tu cariño. Haz vibrar las fibras de tu corazón, cual cuerdas que arrancan al tiempo misteriosos arpegios. Que el órgano de tu garganta entone un himno cuyas notas puedan ahuyentar las zozobras. Oyendo tu propia voz, advertirás que no estás sola, porque con tu canto elevas un ruego a Alguien Poderoso, capaz de protegerte y darte fuerzas para seguir en pos de tu destino.

   Canta, si tienes que plantar en la vida una simiente. Hazlo como el labrador, que reserva sus canciones para el momento de la siembra y que, una vez efectuada, sigue canturreando hasta el momento fructífero de la cosecha.

   Canta, si te encuentras sola, porque tu voz sonará armoniosa en la soledad infinita de la noche, el viento la arrastrará consigo y quién sabe si encuentra un eco y así mitigues tu inmensa soledad.

   Canta, para que tu canto se eleve al Cielo como un incienso; y su aroma se esparza por la tierra y perfume a las almas que supieron escucharlo a pesar del bullicio y rechinar del mundo, con su amargo dolor y su insano placer.

   Canta, no importa que al comienzo tu canto suene indócil. Ya se irá dulcificando, y terminará por transformarse en algo melodioso y divino. Ha de ser porque lo estimuló un Espíritu y ha salido de un pecho humano que sólo ansiaba la paz y la felicidad.-

                  -- María Julia LUNA TIRADO DE CIUDAD.

lunes, 19 de marzo de 2012

DEL ILUSORIO GEN EGOÍSTA AL CARÁCTER DEL GENOMA HUMANO. Leonardo BOFF.

3-marzo-2012.
                                                                               lOS TIEMPOS de crisis del sistema como los que vivimos favorecen una revisión de conceptos y el ánimo para proyectar otros mundos posibles que hagan realidad lo que Paulo Freire llamó lo "inédito viable".
   Es sabido que el sistema capitalista imperante en el mundo es consumista, visceralmente egoísta y depredador de la naturaleza. Está llevando a toda la humanidad a un impase, pues ha creado una doble injusticia: ecológica, por haber devastado la naturaleza, y social, por haber generado una inmensa desigualdad social. Simplificando, aunque no tanto, podríamos decir que la humanidad se divide entre aquellas minorías que cometen hasta hartarse y aquellas minorías que se alimentan insuficientemente. Si en este momento quisiéramos universalizar el tipo de consumo de los países ricos para toda la humanidad, necesitaríamos por lo menos tres Tierras iguales a la actual.
   Este sistema pretendió encontrar su base científica en la investigación del zoólogo británico Richard Dawkins que hace treinta y seis años escribió su famoso El gen egoísta (1976). La nueva biología genética ha demostrado que ese gen ogoísta es ilusorio, porque los genes no existen aislados, constituyen un sistema de interdependencias formando el genoma humano, que obedece a tres principios básicos de la biología: la cooperación, la comunicaciòn y la creatividad. Es, por lo tanto, lo opuesto al gen ogoísta. Esto es lo que han demostrado nombres notables de la nueva biología como la Premio Nobel Barbara McClintoc, J. Bauer, C. Woese y otros.  Bauer denunció que la teoría del gen ogoísta de Dawkins "no se funda en ningún dato empírico". O peor, "sirvió de justificación biopsicológica para legitimar el orden económico anglonorteamericano" individualista e imperial (Das kooperative Gen, 2008, p. 153). 
   De esto se deriva que si queremos conseguir un modo de vida sostenible y justo para todos los pueblos, aquellos que consumen mucho deben reducir drásticamente sus niveles de consumo. Esto no se conseguirá sin una fuerte cooperación, solidaridad y una clara autolimitación.
   Detengámonos en esta última, la autolimitación, pues es una de las más difíciles de alcanzar debido al predominio del consumismo, difundido en todas las clases sociales. La autolimitación implica una renuncia necesaria para respetar a la Madre Tierra, para tutelar los intereses colectivos y para promover una cultura de la sencillez voluntaria. No se trata de no consumir, sino de consumir de forma sobria y responsable con nuestros semejantes, con toda la comunidad de vida y con las generaciones futuras, que también deben consumir.
   La limitación es, además, un principio cosmológico y ecológico. El universo se desarrolla a partir de dos fuerzas que siempre se autolimitan: las fuerzas de expansión y las fuerzas de contracción. Sin ese límite interno, la creatividad cesaría y seríamos aplastados por la contracción. En la naturaleza funciona el mismo principio. Las bacterias, por ejemplo, si no se limitasen entre sí y una de ellas perdiese los límites, en muy poco tiempo ocuparían todo el planeta desequilibrando la biosfera. Los ecosistemas garantizan su sostenibilidad por la limitación de los seres entre sí, permitiendo que todos puedan coexistir.
   Pues bien, para salir de la actual crisis necesitamos sobre todo reforzar la cooperación de todos con todos, la comunicación entre todas las culturas y gran creatividad para diseñar un nuevo paradigma de civilización. Hay que dar un adiós definitivo al individualismo que sobredimensionó el "ego" en detrimento del "nosotros", que incluye no sólo a los seres humanos sino a toda la comunidad de vida, a la Tierra y al propio universo.

viernes, 16 de marzo de 2012

DE "NORMAS DE VIDA": Quinta Meditación, Alberto CASAL CASTEL.

                 Un corazón alegre hace tanto 
                 bien como un medicamento.  
                                                  SALOMÓN.
                                                                         ASÍ COMO  el disgusto nos abate, obtura nuestro ánimo y nos ata a la preocupación, la alegría renueva las fuerzas, fecunda la paciencia y abre de par en par las ventanas del espíritu.
   Un nuevo disgusto viene a probarnos, generalmente, que podíamos habernos ahorrado el anterior, porque éste hace olvidar al otro; una nueva alegría no se lamentará jamás de recordar la que ya pasó, porque en el tiempo feliz, hasta los recuerdos amargos se hacen felices.
   Si por las mañanas cantáramos un poco, así como nos bañamos, nos peinamos y nos vestimos, nuestra más hermosa prenda sería la sonrisa. Comencemos por ella.


   La alegría nace con el sol y el sol es quien inaugura cada día en la naturaleza.
   Su gran optimismo, su contagioso optimismo está en todas partes: en el canto del ave, en la rosada nube, en la belleza sin igual de las cosas y de los hombres que lo han esperado de pie para alabarlo.
   Él realiza importantes trabajos; calienta la tierra, da vida a las plantas, recoge las mareas, pone, en todo, esa gran certidumbre que nos es necesaria para guiar nuestros pasos y realizar nuestra tarea.
   ¿No tenemos, acaso, un programa bastante extenso que cumplir en cada jornada, puesto que para ello hemos venido al mundo? ¿Por qué, entonces, no realizarlo alegremente, si la tristeza es lo único que hace odioso el trabajo?
   El zapatero que canta mientras trabaja, marca con su martillo el ritmo de la canción; el zapatero que sólo piensa en su horma, trabaja sin acompañamiento. Entre ambos -la bota lista- media una diferencia: el uno habrá creído que cantaba únicamente; el otro que su tarea es un castigo que Dios le ha impuesto.


   La alegría hace que tomemos las cosas por su lado bueno. Esto me recuerda una "salida" de Walter Scott: "Sufro de la gota, el asma y de siete enfermedades más; pero, por lo demás, me encuentro perfectamente".
   Hay quienes no se encuentran "perfectamente" nunca -ni aun gozando de buena salud- .
   La impaciencia es desgraciada, ha nacido desgraciada y se complace en comunicar su irritabilidad a cuanto toca.
   No queráis ser alegres, pues, si sois impacientes. Pero suprimida la impaciencia, que arranca de cuajo a la alegría, preguntaos cuántos disgustos tienen por causa nuestro mal estado de espíritu. La respuesta será: casi todos.
   Cerrar las puertas al buen humor es como hacer la noche en nuestro cuarto. Las sombras nos harán tropezar y caer; fomentan la prevención y nos hacen miedosos hasta el grado de ver un ladrón en acecho donde sólo existe una buena manta para dormir; lo cual ocurre continuamente al malhumorado que choca con todos, reprime la generosidad de su alma ahogada en mortificante duda y ve enemigos por todas partes. Sin necesidad de agregar que la lechuza, el búho y el mochuelo no son aves sonrientes porque están contagiadas del terror nocturno -las menos vistosas también respecto a su plumaje-, habría que decir que la melancolía, la tristeza y el tedio son flores de nuestra nocturnidad espinosa y sin perfume, que nadie se apresurará a recoger (1)
   Cuando os pregunten ¿cómo os va?, contestad: ¡Muy bien! Es la manera de que os vaya mejor. De nada valdría decir que nos va mal: el tiempo que empleamos en explicarnos vale más que la compasión que despertamos; y acaso lo necesitamos para remediar nuestra pena.
   Porque salvo la muerte, todo es remediable, y la desgracia es un tejido que, en la mayor parte de los casos, hemos hilado con nuestras manos para secar las propias lágrimas. Levántate contento. La alegría os dirá: ¡Adelante! ¡Vamos! ¡El triunfo sólo sabe sonreír a los que sonríen!


(1) El pesimista es un profesional de la tristeza; o, la tristeza -si se prefiere- tiene sus profesionales en los escépticos y resentidos. Revisando la cuestión, en esas "encuestas mudas" que la inteligencia se formula, he podido observar que raramente, por no decir nunca, los campesinos se dejan conducir por el pesimismo, en tanto que éste parece ser un fruto de la ciudad. Ello respondería al alejamiento progresivo de la naturaleza y al medio de vida artificial en que se mueve la mente desolada. En Shakespeare, por ejemplo, las imágenes son vivas y alegres; aun cuando critica lo hace con voces que vienen de la sabiduría campestre, con el aliento de los prados; en Dickens, las censuras o reservas, son tiznadas, amargas, casi siempre dolorosas como el cuadro iluminado por la llama verde del mechero en un barrio bajo londinense. Para concluir esta nota, séame permitido indicar, en una misma situación amorosa, las preguntas que he oído formular a la pareja confidencial de los enamorados, ya en el campo o en la ciudad. "¿Tú me quieres siempre?",  "¿Tú no me quieres más?" El ansia emotiva es la misma; la necesidad de respuesta igual, pero una viene formulada por el sí, la otra está construida sobre el no. El sentimiento urbano es dado a escoger la segunda forma.

jueves, 15 de marzo de 2012

NUESTRA HERENCIA DE ROMA. Por Ernest HAUSER.

       En nuestro afán de puntualizar
       por qué cayó el imperio más noble
       del mundo, olvidamos frecuentemente
       los valores imperecederos que nos dejó.
                                                                UN DÍA de otoño de 1764, un joven romántico inglés, llamado Edward Gibbon, se hallaba sentado entre las ruinas del Capitolio de Roma, entregado a la meditación. Quería saber cuál había sido la causa de la caída del imperio que en otro tiempo abarcó "la mejor parte de la tierra y la porción más civilizada de la humanidad". Aunque han surgido muchos testimonios corroborantes desde que Gibbon escribió, como resultado de sus reflexiones, la monumental obra Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, hoy encontramos, bajo los síntomas de deterioro que él vio en el superpoderío de Roma, valores que han dejado una huella indeleble en nuestra civilización.

"¡Recuerda, romano, que este será tu destino: gobernar a las naciones; mantener una paz justa; perdonar al vencido; aplastar al soberbio!" Era el propio Virgilio, el cantor de la gloria romana, quien había señalado a Roma su excelsa misión, que la elevó e impulsó a ejercer su dominio como fuerza civilizadora. Sus principales conquistas se consumaron en los tiempos de la República. En sólo siete siglos, una aldea de pastores sita a orillas del Tíber y fundada, según la leyenda, por los hermanos gemelos Rómulo y Remo en el año 753 a. de J. C., se había convertido en dueña y señora de las tierras mediterráneas y de gran parte  del interior de Europa. Había logrado esta posición gracias al acendrado valor de sus campesinos-soldados, a su genio organizador y a su virtud de hacer que las naciones sojuzgadas se sintieran a gusto bajo las alas del águila romana. Un gobierno magníficamente equilibrado, ideado para regular la vida de una ciudad, sirvió para regir a toda la mancomunidad. Se trataba del senado romano, compuesto de ciudadanos respetables y experimentados, que revisaba toda la legislación, manejaba el erario público, trataba con las potencias extranjeras, declaraba la guerra o firmaba la paz y era, en fin, el representante de Roma.


   La mayoría de los patriotas que hundieron sus puñales en el cuerpo de Julio César, en los idus de marzo del año 44 a. de. J. C., eran senadores. Para ellos, esta sangrienta hazaña constituía el único medio de salvar a la República. Pero, aunque mataron al aspirante a la monarquía, no mataron la ambición monárquica, pues Augusto, sobrino nieto e hijo adoptivo de César triunfó donde éste había fracasado. Y así nació un imperio que habría de durar cinco centurias y servir de modelo a todos los imperios coloniales de los tiempos modernos. Entre sus setenta y tantos emperadores, hubo hombres buenos, malos y mediocres; sabios, crueles, débiles y fuertes. Uno de ellos, Marco Aurelio, filósofo, nos dejó sus Meditaciones, un libro que ha servido como generosa fuente de inspiración. Otros procedían de países extranjeros, como el español Trajano; otros más, rivales aspirantes al trono, luchaban a muerte entre sí.


   En teoría, el emperador era el hombre mejor de todos; pero en la práctica fue muchas veces un simple avariento. Su poder, equivalente a la suma de los principales puestos administrativos y electivos de la desaparecida República, era absoluto. El senado estaba reducido a la impotencia. Mientras gozara de popularidad entre las fuerzas armadas, el soberano estaba por encima de la ley. El asesinato era el único freno eficaz para el régimen unipersonal, y a él se recurría siempre que se consideraba necesario.


   Hacia el siglo III de nuestra era, el Imperio abarcaba todos los territorios que van desde Gran Bretaña hasta la frontera persa; desde el Rin y el Danubio hasta las arenas del Sahara. En esta extensión habitaban cerca de 100 millones de almas. Sus fronteras estaban guardadas por un ejército de 300,000 legionarios bien remunerados. Una red de calzadas -algunas de las cuales conservan hasta nuestros días el magnífico pavimento tendido por los romanos- se entrecruzaba por los vastos dominios. Sus embarcaciones, bien pertrechadas, patrullaban las rutas marítimas y fluviales. El correo circulaba a la asombrosa velocidad de 65 kilómetros por día. A Roma afluían mercaderías procedentes de todos los confines del mundo. Con excepción de uno que otro disturbio fronterizo, la famosa pax romana perduró sin interrupción por espacio de unos 250 años. El Imperio era el lugar seguro para vivir.


   La uniformidad de la civilización hacía posible una unión firme de las provincias. En cada ciudad importante se adoraba a los dioses en los mismos templos llenos de columnas. En los mismos estadios gigantescos se celebraban juegos espectaculares y sangrientos: luchas entre gladiadores, carreras de cuadrigas, lidia de animales salvajes. Funcionarios civiles esmeradamente preparados administraban la justicia. La propiedad estaba protegida. El delito se castigaba, pero los ciudadanos podían exigir que los juzgara el emperador. Como hazaña de organización civil y estatal, el Imperio romano no ha sido superado jamás.


   La ciudad de Roma era el vibrante núcleo de este super-Estado. Con su perímetro de 19 kilómetros, se había convertido en una maravilla del mundo. Ya desde que Augusto, el primer emperador, la encontró "hecha de ladrillo" y la dejó "hecha de mármol", según sus propias palabras, los soberanos sucesivos fueron derrochando sumas abrumadoras en su embellecimiento. Uno de los estadios, el Circo Máximo, tenía capacidad para 250,000 espectadores. Once acueductos trasportaban diariamente a la capital más de 1300 millones de litros de agua fresca de las montañas. Las termas o baños, con sus grandes naves abovedadas, milagro de ingeniería, estaban todo el día llenas de ociosos que se entregaban a la murmuración y la maledicencia. Roma, desde la colina del Palatino, el altivo palacio de los Césares, presentaba una vista tan grandiosa que un príncipe persa que la visitó en el año 375 de la era cristiana, se preguntó en voz alta: "¿Vive aquí algún mortal?"


   Hoy sabemos, no obstante, que aquella magnificencia era, en realidad, poco más que un espejismo. La distribución de la riqueza era mezquina, pues lo que le faltaba a Roma era una clase media acomodada. Según se deduce de los censos, aquella urbe que deslumbraba a los visitantes con su imperial suntuosidad no tenía más que 1800 mansiones de lujo frente a 46,600 casuchas de vecindad. Un minúsculo grupo de individuos de la alta sociedad se mantenía en equilibrio inestable sobre un populoso y mísero proletariado, que subsistía gracias a las dádivas imperiales y al proverbial "pan y circo". Pero tampoco era la opulencia de la clase alta tan exorbitante, ni tan "obscena" como la han hecho aparecer los forjadores de leyendas. El despilfarro consistía ante todo en costosos banquetes. "Se han dicho mil disparates acerca del lujo de los romanos, presentándolo  como una de las causas de su decadencia", escribe J. C. Stobart en La grandeza de Roma.


   Y, haciendo caso omiso de la depravación de ciertos emperadores, puede afirmarse que la sociedad romana no estaba corrompida ni pervertida. No atribulaban a Roma el delito organizado, ni las drogas, ni los desertores de la escuela, ni la miseria urbana. Aun reconociendo que la prostitución, masculina y femenina, fuese un factor común de la vida, y el divorcio lo más corriente, habría que retorcer mucho la realidad para afirmar que Roma "declinó y cayó" por estar moralmente podrida.


   ¿Dónde estaba la falla? Por un lado, la prosecución de la felicidad topaba a cada paso con el obstáculo de un sistema social despiadado. Pocos lograban franquear las barreras sociales. Una poderosa burocracia, que entre otras cosas se valía de la tortura, tiranizaba al pueblo, destruyendo de raíz sus medios de vida. Muchos agricultores modestos abandonaban sus tierras ancestrales abrumados por los impuestos para sumarse a la filas de las desesperadas masas urbanas. La esclavitud, enraizada en el empleo forzado de prisioneros de guerra, llegó a proporciones casi increíbles en la época imperial. Al mismo tiempo que los traficantes de esclavos iban en busca de mercancía humana por remotos continentes, algunos mercados -como el de la isla de Delos- expendían decenas de miles de esclavos extranjeros cada día. Los esclavos eran los que hacían las labores más bajas, y producían y reparaban toda clase de objetos. Todo esto dejaba poco margen para el progreso y la inventiva. La técnica no adelantaba. No había mercados, ni demanda de artículos manufacturados. En vez de una economía en auge constante, había estancamiento.


   La feraz Italia, en otros tiempos próspera exportadora de productos agrícolas, se convirtió en una tierra estéril. En el Imperio moribundo desaparecieron virtualmente los campesinos independientes. ¿Por qué cultivar la tierra si se podían importar vinos de Grecia, cereales de África del Norte, aceite de oliva de España? Un interminable torrente de oro salía de Roma para pagar importaciones y financiar desmesurados proyectos de construcción en las ciudades de las provincias. El dinero perdió todo su valor y la gente se dedicó al simple trueque, viniendo como consecuencia el caos.


   Hasta nosotros ha llegado un edicto del emperador Diocleciano que declara la congelación de precios y salarios, y establece severos castigos para los agiotistas. Por ejemplo, los panaderos que vendían su producto a un precio superior al oficial, se exponían a la ejecución. Al mismo tiempo, se reorganizaban radicalmente el ejército y la administración pública. A los hijos se les obligaba a seguir el oficio de sus padres. La disciplina era el signo de los tiempos. Las medidas tomadas por Diocleciano lograron detener la inflación, y cuando la mala salud lo obligó a retirarse en 305 d. de J. C., se había ganado el título de "Reconstructor del Imperio".


   Sin embargo, había algo que no marchaba bien. El Imperio era un coloso sin alma. Cada fase de la vida estaba caracterizada por la carencia de propósitos. Se diría que los antiguos dioses perdieron su poderío; pocos daban a Júpiter y a Venus más categoría que la de bellas estatuas que adornaban el Capitolio. Los anhelos espirituales de las masas no encontraban la debida satisfacción.


   Y fue Pablo, el apóstol de los gentiles, quien llevó por primera vez un mensaje de salvación a estos corazones angustiados. Los primitivos cristianos de Roma fueron los esclavos, los proscritos que habitaban en los barrios miserables. Ellos eran los pobres de espíritu. Indudablemente, la desorientación espiritual del mundo pagano favorecía esta causa, pues, a escasos tres siglos de la muerte de Cristo, un emperador romano, Constantino el Grande, abrazó el cristianismo. Y al establecer la "Nueva Roma" -Constantinopla_ en las costas del Bósforo, dividió en dos al Imperio.


   Roma murió como había nacido: por la espada. En las incultas tierras de Asia había sucedido algo que sigue siendo oscuro hasta el día de hoy. Los pueblos se pusieron en movimiento. Una horda desmandada, con muchas cabezas, integrada por gente semisalvaje -godos, vándalos, hunos- se lanzó sobre Roma. Con una mezcla de repugnancia y de temor, los romanos -como habían hecho los griegos- los llamaban bárbaros. Y esta palabra fue sinónima de hecatombe universal.


   Roma fue sitiada y saqueada tres veces. En una frenética danza de la muerte, nueve emperadores se sucedieron durante los últimos 20 años del Imperio. Y cuando, en el año 476, un jefe tribual de los bosques del Danubio, Odoacro, rey de los hérulos, invadió a Italia y depuso al último emperador -un adolescente llamado Rómulo Augústulo-, se nombró a sí mismo primer rey bárbaro de Italia. Pocos de sus contemporáneos se detuvieron a considerar que acababa de morir el imperio más grande del mundo.


   "La historia de su ruina es clara y sencilla", concluye Gibbon. "Y, en vez de averiguar por qué fue destruido el Imperio romano, deberíamos sorprendernos de que haya durado tanto tiempo".


   ¿Qué fuerza mágica -podríamos preguntarnos- le había permitido sostenerse? Una respuesta a esa pregunta puede hallarse en aquellas virtudes ancestrales que habían inspirado a los grandes hombres de Roma, en el pasado. A través de los años de decadencia, persistió el anhelo de que volvieran aquellos "buenos tiempos". En la memoria de todo romano pervivían nombres como los de Cicerón y Pompeyo; se siguió leyendo a los antiguos poetas y filósofos; volvían a narrarse las famosas historias de los legendarios héroes de Roma. Y era la fuerza de las antiguas instituciones e ideas, de algún modo presentes en la sangre del romano, lo que mantenía vivo al Imperio, mucho después de haber perdido su razón de existir.


   Roma no podía esfumarse así como así. Las antiguas provincias -Hispania, Galia, Italia, Romania- se trasformaban en nuevas naciones y empezaban a hablar en lenguas romances, derivadas del latín vulgar de las legiones. El latín literario quedó como lengua culta. Y el derecho romano, perfeccionado por generaciones de grandes jurisconsultos de Roma, enriqueció con sus humanitarias y bien ponderadas doctrinas los sistemas legales del mundo occidental. Pero, por encima de todo, el concepto romano de la consagración del hombre al bien de la comunidad es lo que hasta hoy rige nuestra conciencia cívica. El moderno servidor público, dedicado a la más decorosa carrera que la nación puede ofrecer, tiene contraída con Roma una deuda de gratitud.


   Mantener vivos y trasmitir esos valores fue la misión histórica del Imperio romano. Su propio derrumbamiento, en el momento mismo en que ocurrió, ya no tenía gran importancia. En la muerte del Imperio estaba la victoria. Su misión civilizadora había quedado cumplida con grandeza.-



SELECCIONES DEL Reader´s Digest. Octubre-1972.