Está causando
furor entre los economistas y lectores de asuntos económicos, y principalmente
pánico entre los muy ricos, un libro de 976 páginas escrito en 2013 que se ha
convertido en un verdadero best-seller. Se trata de una obra de investigación de
uno de los más jóvenes (43 años) y brillantes economistas franceses, Thomas
Piketty, que abarca un periodo de 250 años. El libro se titula Le capital au
XXIe siècle (Seuil, Paris 2013). Aborda fundamentalmente la relación de
desigualdad social producida por herencias, ingresos y principalmente por el
proceso de acumulación capitalista, teniendo como material de análisis
particularmente a Europa y Estados Unidos.
La tesis de
base que sostiene es: la desigualdad no es accidental sino el rasgo
característico del capitalismo. Si la desigualdad persiste y aumenta, el orden
democrático estará fuertemente amenazado. Desde 1960, la participación de los
electores en Estados Unidos disminuyó del 64% (1960) a poco más del 50% (1996),
aunque haya aumentado últimamente. Tal hecho deja ver que es una democracia más
formal que real.
Esta tesis,
sostenida siempre por los mejores analistas sociales y repetida muchas veces por
el autor de estas líneas, se confirma: democracia y capitalismo no conviven. Y
si aquella se instaura dentro del orden capitalista, asume formas distorsionadas
e incluso rasgos de farsa. Donde entra, establece inmediatamente relaciones de
desigualdad lo cual, en el dialecto de la ética, significa relaciones de
explotación y de injusticia. La democracia tiene como presupuesto básico la
igualdad de derechos de los ciudadanos y el combate a los privilegios. Cuando la
igualdad es herida, se abre espacio al conflicto de clases, a la creación de
élites, a la subordinación de grupos enteros, a la corrupción, fenómenos
visibles en nuestras democracias de bajísima intensidad.
Piketty ve a
Estados Unidos y Gran Bretaña, donde el capitalismo triunfa, los países más
desiguales, lo que es confirmado también por uno de los mayores especialistas en
desigualdad, Richard Wilkinson. En Estados Unidos los ejecutivos ganan 331 veces
más que un trabajador medio. Eric Hobsbawn, en una de sus últimas intervenciones
antes de su muerte, dice claramente que la economía política occidental del
neoliberalismo “ha subordinado deliberadamente el bienestar y la justica social
a la tiranía del PIB, al mayor crecimiento económico posible, deliberadamente
desigualitario”.
En términos
globales, citemos el valiente documento de Oxfam Intermón enviado a los
opulentos empresarios y banqueros reunidos en Davos en enero de este año como
conclusión de su informe “Gobernar para las élites, secuestro democrático y
desigualdad económica“: 85 ricos tienen el mismo dinero que 3.570 millones de
pobres del mundo.
El discurso
ideológico lanzado por esos plutócratas es que tal riqueza es fruto de activos,
de herencias y de la meritocracia; las fortunas son conquistas merecidas como
recompensa por los buenos servicios prestados. Se ofenden cuando son señalados
como el 1% de ricos frente al 99% de los demás ciudadanos, pues se imaginan ser
los grandes generadores de empleo.
Los premios
Nobel J. Stiglitz y P. Krugman han mostrado que el dinero que recibieron de los
gobiernos para salvar sus bancos y empresas no han sido empleados para la
generación de empleo. Entraron en la rueda financiera mundial que rinde siempre
mucho más sin necesidad de trabajar. Y aún hay 21 billones de dólares de 91 mil
personas en los paraísos fiscales.
¿Cómo va a ser
posible establecer relaciones mínimas de equidad, de participación, de
cooperación y de democracia real cuando se revelan estas excrecencias humanas
que se hacen sordas a los gritos que suben de la Tierra y ciegas a los
sufrimientos de millones de co-semejantes?
Volvamos a la
situación de desigualdad en Brasil. Nos orienta nuestro mejor especialista en
este área, Márcio Pochmann (véase también Atlas da exclusão social – os ricos
no Brasil, Cortez, 2004): veinte mil familias viven de la colocación de sus
riquezas en los circuitos financieros, por lo tanto ganan a través de la
especulación. Continúa Poschmann: «el 10% más rico de la población impone,
históricamente, la dictadura de la concentración, pues alcanza a responder por
casi el 75% de toda la riqueza nacional. Mientras que el 90% más pobre se queda
solo con el 25%» (Le Monde Diplomatique, octubre 2007).
Según datos de
organismos económicos de la ONU de 2005, Brasil era el octavo país más desigual
del mundo. Pero gracias a las políticas sociales de los dos últimos gobiernos,
dígase honrosamente, el índice de Geni (que mide las desigualdades) pasó de 0,58
a 0,52. En otras palabras, la desigualdad, que sigue siendo enorme, bajó un
17%.
Piketty no ve
un camino más corto para disminuir las desigualdades que la severa intervención
del Estado y la aplicación de impuestos progresivos sobre la riqueza hasta en un
80%, lo que horroriza a los super-ricos. Son sabias las palabras de Eric
Hobsbawn: «El objetivo de la economía no es la ganancia sino el bienestar de
toda la población; el crecimiento económico no es un fin en sí mismo, sino un
medio para dar vida a sociedades buenas, humanas y justas».
Y como gran
final la frase de Robert F. Kennedy: «el PIB incluye todo, menos lo que hace
que la vida valga la pena».
-Leonardo BOFF / 26-mayo-14
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