Blog: Juntos andemos
Teresa
de Jesús era una mujer de gran receptividad.
Su vida, sus escritos y sus amistades lo muestran claramente. Tenía gran sensibilidad
para comprender y hacerse cargo de los demás, también para percibir su entorno,
las posibilidades y las carencias.
Esa
es una de las razones por las que el humor era uno de sus grandes aliados.
Porque, como decía Carlyle, «la esencia del humor es la sensibilidad; la
cálida y tierna simpatía por todos los tipos de existencia». Teresa invita
a vivir con sensibilidad y simpatía. Y, de hecho, ella siempre ha procurado
«dar contento adondequiera que estuviese» y «sentir con pena las penas» de los
demás.
Esa
empatía le permite bromear con su hermana y amiga María de San José,
diciéndole: «¡Oh, qué vana estará ella ahora con ser medio provinciala!», en
una ocasión en que María debe asumir ciertas responsabilidades, o con su
hermano Lorenzo: «Riéndome estoy cómo él me envía confites, regalos y dineros,
y yo cilicios». Sintoniza con lo que viven ambos y, al mismo tiempo, les deja
caer un pequeño mensaje.
Por
otra parte, el humor es liberador, permite invertir el orden de las cosas y
dar la vuelta a situaciones adversas. Teresa lo utiliza para transformar
cosas muy serias y convierte lo que puede ser una amenaza, en un aliado.
Así lo hace ante la Inquisición, con la que sabía que podía tener serias
dificultades por su condición de mujer espiritual, sus experiencias y sus
actividades.
Contaba
que le decían, con mucho miedo, que eran tiempos difíciles, «recios», y que
podían acusarla a la Inquisición. Ella dirá: «A mí me cayó esto en gracia y me
hizo reír, porque en este caso jamás yo temí, que sabía bien de mí que en cosa
de la fe contra la menor ceremonia de la Iglesia que alguien viese yo iba, por
ella o por cualquier verdad de la Sagrada Escritura me pondría yo a morir mil
muertes. Y dije que de eso no temiesen».
Erasmo
de Rotterdam explicaba en su Elogio de la locura que, en ocasiones, una
necedad que no se puede desmontar con muchos y buenos argumentos, viene a
deshacerse, se «desbarata en un instante», sencillamente, con la risa.
Teresa lo sabía y a la hora de enseñar y corregir se apoyó en ella. Una risa
cargada de lucidez y bondad, «risa redentora» la llamó Peter Berger.
A
su querida María Bautista le dirá: «Yo le digo que me hace reír, como dice que
otro día dirá lo que le parece de algunas cosas. ¡A usadas que tiene consejos
que dar!». Y valora mucho que las hermanas del convento de la Encarnación
escriben versos graciosos para sobrellevar las muchas dificultades que tenían.
Se los envía a Gracián, y le escribe: «Para que vuestra paternidad se ría un
poco, le envío esas coplas que enviaron de La Encarnación, que más es para
llorar cómo está aquella casa; pasan las pobres entreteniéndose».
Se
ríe de la simpleza de Ambrosio Mariano, para prevenirle: «En gracia me ha caído
el decir vuestra reverencia que en viéndola la conocerá. ¡No somos tan fáciles
de conocer las mujeres!». Y con tanto humor como amor reprende a su querido
Gracián, en un momento en que él está muy desanimado: «No ande profetizando
tanto con sus pensamientos».
Para
reír es cuando escribe a María de San José: «Al padre fray Antonio de Jesús y
al padre Mariano dé mis encomiendas, y que ya quiero procurar la perfección que
ellos tienen de no escribirme». O cuando le habla de su salud: «Para mí ha sido
mucho consuelo saber que tienen salud. Yo estoy como suelo, el brazo harto ruin
y la cabeza también; no sé qué se rezan».
Esa
risa o humor benigno se vuelve ironía en muchas ocasiones.
Con ella, señala a los amigos cosas que han de revisar, es como un dedo que
apunta pero sin herir. Le sirve, también, para crear complicidad, porque
alude a situaciones y dificultades compartidas, como veremos más adelante.
Dirá
al P. Mariano que nada de llamarla «reverenda y señora… parece que vuestra
reverencia o yo nos hemos tornado calzados». Y le llama «doctor fray Mariano…
vuestra merced reverencia», para que reaccione. Más fuerte –porque mayor
amistad tiene– escribe a Gracián, cuando andaba tan cabizbajo: «Si con tan
buena vida tiene ese cerro (acritud y pesimismo), ¿qué hubiera hecho con la que
ha tenido fray Juan?» [que salía entonces de la cárcel].
La
usa igualmente con sus hermanas. Por ejemplo, cuando toca el tema de no atarse
en exceso al cuidado del cuerpo, dirá: «Algunas monjas no parece que venimos a
otra cosa al monasterio sino a procurar no morirnos; cada una lo procura como
puede».
Y,
con todo, en el humor, como en tantas cosas buenas, es necesario tener
mesura y discernimiento. «Aun en lo bueno hemos menester tasa y medida»,
escribía Teresa. Y por eso, mientras celebraba el buen humor de sus
hermanas sevillanas, les avisaba que tuvieran cuidado al escribir a cierto
clérigo: «Harto me huelgo que sea de ese humor. Con todo anden recatadas, que
es tan perfecto que quizá lo que pensamos le hace devoción le escandalizará».
Con
ingenio, pondrá motes divertidos a sus allegados. «Maestra de las ceremonias»
llama a la criada de su hermano Lorenzo, o «Padre eterno» al muy querido
jesuita Pablo Hernández. Humor e ironía se mezclan ahí, como en tantas
ocasiones, creando el clima de amistad y confianza que tan querido era para
Teresa.
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