miércoles, 5 de noviembre de 2014

VIVIR EN EL HOY DE DIOS / Roger SCHUTZ MAUSACHE, PRIOR DE TAIZÉ

DEJAR QUE CRISTO HAGA PRENDER EN NOSOTROS EL FUEGO DE SU AMOR 

¿Por qué un libro de autor protestante?
Las barreras entre cristianos que parecían infranqueables van cayendo por virtud de esta amistad con Cristo, de la cual es testimonio vivo la comunidad de Taizé, y cuya autenticidad nos muestra su prior en estas páginas. Creemos sinceramente que el hacerlo está en la línea del discurso de Pablo VI en la inauguración de la 2ª sesión del Concilio: “Tenemos gran satisfacción en comprobar el esfuerzo estudioso de los hombres que buscan con toda probidad, poner de relieve y exaltar las riquezas auténticas de verdad y de vida espiritual que poseen estos hermanos separados, y esto con la intención de mejorar nuestros contactos con ellos”. (Prólogo de la obra).

PARA MANTENERNOS ardientes, en el hoy de Dios, es preciso que la caridad viviente de Cristo venga a alimentar la llama y a renovar la amistad por el prójimo, nuestro hermano.

   Por paradójico que sea, sabemos que muchas veces es más agradable la proximidad con el hombre que no conoce a Dios que con el cristiano. En el corazón de la vida de los hombres podemos intentar, sin suscitar por ello una reacción de defensa, manifestar una presencia de Cristo y ser levadura en la masa. ¡Cuánto más difícil es una amistad entre cristianos! El envejecimiento de las sociedades cristianas y la división en denominaciones enconan las relaciones, hasta el punto de hacer que esta amistad sea poco estable. Nos exponemos a hundirnos en un terreno que a lo largo de los siglos se ha ido cargando de elementos pasionales. Nuestra facultad racional está viciada; parece incapaz de recuperar su verdadero semblante, que consiste en buscar la verdad en la caridad.

   Aunque no es cuestión, no puede serlo, de echar a barato la verdad, sin embargo, es preciso afirmar que no hay verdad sin la caridad. Hay actualmente una exigencia primordial de la caridad en las relaciones cristianas, que nos han de conducir a desechar la actitud, sumamente fácil y demasiado conforme al hombre natural, que consiste en situarse como juez. ¿Cómo esperar, sin una conversión al amor de Jesucristo, la transformación íntima de nuestras posiciones confesionales, forjadas a lo largo de generaciones cristianas?

   Nuestra carrera hacia la unidad consistirá, en parte, en adquirir esta firme esperanza: el Señor nos conducirá a la unidad. Tiene fuerza para ello. A nosotros nos corresponde no rebelarnos para nada contra sus medios.

   Desde lo más recóndito de la conciencia de muchos surge ya esta cuestión: ¿hay que esperar la unidad a toda costa? Sí, puesto que tal es la última voluntad de Cristo: “que todos sean uno… para que el mundo crea”. A partir de este momento la unidad visible se convierte, no ya en una aspiración humana cualquiera, sino en una exigencia de la fe. No está motivada por las circunstancias exteriores del mundo; es obediencia a Cristo.

   La actitud interior que permitirá esta nueva obediencia tiene su raíz en una vida en Cristo. Esta vida no da una nostalgia sentimental de la fe, sino una fuerza viril para hacer que se extingan  en nosotros las oposiciones que mermaban tantas de nuestras fuerzas vivas.

   Amar a la Iglesia como Cristo la ha amado, aceptar que no puede avanzar sino a través de los surcos profundos abiertos por el pecado de sus hijos, por su espíritu de división y de suficiencia. Amarla a pesar de la mediocridad de algunos de los que tienen graves responsabilidades en su seno. Amar a la Iglesia en sus miembros, en los mejores de sus hijos, paro también en los más comprometidos.

   Así camina la Iglesia de Cristo a lo largo de los tiempos. Está viva en la medida en que sus instituciones están animadas por la caridad de sus fieles. Es fuerte cuando sus miembros se arman, un día tras otro, con la infinita paciencia de la fe. Es humilde cuando los suyos, en vez de juzgarla con la amargura de la suficiencia, consienten en amarla hasta dar su vida para intentar renovar, hoy todavía, sus instituciones.

   Todo otro camino conduciría únicamente al espíritu de suficiencia y de cisma, sin que por ello permitiera corregir las injusticias de las instituciones condenadas.

   Los juicios emitidos desde fuera no pueden hacer más que encallecer y cerrar sobre sí mismos a los que se saben juzgados. A la fuerza hemos de reconocer que ni la firmeza ni las justas razones de los Reformadores salidos de su confesión, que clamaban con toda su esperanza por una transformación de la Iglesia, hicieron posible la Reforma de esta Iglesia.

   No se trata de menospreciar ahora sus clamores. Se imponían. Mas, después de ellos, ¿cómo esperar una reforma, si los clamores que proceden de estas nuevas cristiandades, tan rápidamente agobiadas por una pesada herencia de oposiciones polémicas, están desprovistos de todo amor por la realidad que se oculta tras una tradición, incluso encallecida?

   Sólo cuando nuestros corazones se vacía de toda amargura y se dejan colmar por una amistad infinita por el prójimo, puede éste aceptar observaciones y enseñanzas. Cuando el amor del Cristo vivo crece en nosotros, se hace imposible colocar al prójimo bajo el peso de la mala conciencia, y se hace posible amar incluso a aquellos que se nos oponen. Por fin marcha el cristiano sobre terreno seguro, con la certeza de estar en Dios.

   Hay en la historia un testimonio de una auténtica reforma: san Francisco de Asís. Sufrió por la Iglesia y la amó de acuerdo con el ejemplo de Cristo. Habría podido juzgar las instituciones, las costumbres, el encallecimiento de algunos cristianos de su tiempo. Precisamente no quiso hacerlo. Prefirió negarse a sí mismo: esperó con una ardiente paciencia; y su espera, palpitante de caridad, suscitó un día una nueva primavera.

   Sólo Cristo puede hacer hoy que prenda en nosotros el fuego de su amor, para conducirnos a una voluntad de comprender, desde dentro, a una Iglesia alejada de nosotros por cuatro siglos de separación. Sabremos aceptar el poder de Dios que rige a esta Iglesia. Él ha permitido que zozobraran algunas de sus instituciones, que se habían vuelto caducas o quizás incluso objeto de escándalo. Así, ya no existe más la sumisión al poder temporal.

   El Señor, que sacó a su pueblo del desierto, tiene la paciencia de conducirlo todavía soberanamente. Y sabe suscitar de vez en cuando a algún profeta en el interior de su pueblo.

   A nosotros se nos pide que seamos la levadura en la masa. A unos se les pide que expresen la unidad por la palabra, otros reciben el don de una intercesión más ferviente, y a otros aún se les pide una ofrenda de su vida, una entrega de sí mismos que puede requerir un duro combate, una oblación cuyo sentido permanece oculto. A través de estos dones diversos, cada cristiano ha de ser fermento de unidad en la Iglesia.

   Los medios que poseemos son aparentemente muy poca cosa. ¿Pero la levadura no es tan semejante a la masa que no se distingue de ella a simple vista? Y sin embargo, contiene invisiblemente toda la eficacia. Todo está ya comprendido en ella, y por ella unas posibilidades infinitas se convierten en realidades.

   La levadura está oculta en la masa. Cada uno ha de mantenerse en el corazón de la vida de la Iglesia y de la vida de los hombres, mediante una presencia discreta, como la de toda vida oculta con Cristo en Dios.

   Lo que nosotros hayamos renovado llegará un día quizás, a su vez, a encallecerse; del mismo modo que la costra de la masa se endurece al envejecer. A nosotros tocas preparar a otros hombres para que, detrás de nosotros, depositen una levadura nueva. Así se renuevan, en la santa Iglesia de Cristo, las instituciones y aquellos que las animan.

   Que nuestras vidas sean ofrecidas en esta diversidad, y ya de esta poca cosa que somos nosotros surgen, sin que sepamos cómo, consecuencias incalculables.

   Un día, afirma el apóstol, las profecías se han de acabar, y cesarán las lenguas, y desaparecerá la ciencia; pero la caridad nunca dejará de ser. Ya podemos ir realizando hazañas, tener la plenitud de la fe, una fe que pueda trasladar montañas; aunque distribuyéramos nuestros bienes para la alimentación de los pobres, aunque fuéramos hasta a entregar nuestros cuerpos para ser pasto de las llamas; si no tenemos amor, de nada sirve.

   Podemos realizar obras admirables: las únicas que contarán son las que resultan del amor misericordioso de Cristo en nosotros. En el caso de nuestra vida seremos juzgados según el amor, según la caridad que hayamos dejado crecer lentamente y florecer en una expansión de misericordia por todo hombre viviente en la Iglesia y en el mundo.

Comunidad de Encuentros-Taizé/ PRAGA

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