Aunque no existe tal cosa, la “piedra
filosofal” fue factor importante en los albores de la ciencia química. Se
trataba de una substancia imaginaria (a veces una piedra; otras un líquido) que
se consideraba tener el poder de transformar metales corrientes en oro.
La piedra fue objeto de búsqueda incesante
por los alquimistas, esos científicos supersticiosos precursores que fueron los
primeros químicos. Uno de los últimos hombres de talento en creer en la piedra filosofal
fue Jan Van Helmont (1577-1644),
fisiólogo, médico y químico flamenco.
Van Helmont fue, en consecuencia, hombre de
contradicciones. De una parte era científico del pasado que creía en
supersticiones y leyendas; de la otra, científico del futuro, observador
cuidadoso y experimentador acucioso.
Se le ha dado cucho crédito por haber
eliminado un obstáculo grave para el avance de la química: la incomprensión de
la naturaleza de los gases.
Fue Van Helmont quien creó la palabra “gas”,
adaptación de la palabra “caos”. En la mitología griega, caos era una condición
informe que precedía al cosmos, el estado organizado del universo.
Según el gran químico, el gas no era más que
otra forma del agua. Para Van Helmont todo lo existente era una u otra forma
del agua. Creía que el agua era el constituyente final de la materia, que según
él era indestructible.
En un experimento famoso, Van Helmont plantó
un sauce joven en una maceta con tierra. Regó el árbol que siguió creciendo.
Después de cinco años pesó el árbol y la maceta y comprobó que pesaban 65 kilos
más que cuando sembró el árbol.
Estimó esto como prueba de que la materia
era básicamente agua, que había sido la única cosa que se había echado en la
maceta.
Aunque Van Helmont tuvo numerosas ideas
absurdas y equivocadas, fue él quien hizo que en el siglo XVII se enfocara la
atención científica en el problema de los gases. Fue también uno de los
primeros en utilizar la química en relación con la medicina. Uno de sus
tratamientos, por ejemplo, era dosificar ácidos con materias alcalinas.
Van Helmont inició su carrera como médico,
pero llegó a disgustarse tanto con la práctica de la medicina en su tiempo que
abandonó la profesión. Sus críticas de la medicina eran irracionales: decía que
los médicos debilitaban a sus pacientes, sangrándolos, purgándolos y
haciéndoles sudar cuando debían hacer cuanto les fuera posible por
fortalecerlos si querían en verdad devolverles la salud.
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