(ESPECIAL PARA LA PRENSA EN LIMA)
Cuando las
personas buenas pasan por la experiencia de la maldad llegan finalmente a
comprender la plenitud de la bondad y de la verdad. Las enfermedades
prolongadas sirven para apreciar mejor el valor de la salud y vivir en abyecta
pobreza ofrece comprensión mejor de la
frugalidad y la prosperidad. La negrura de un Viernes llamado Santo es el
preludio de la luz de un domingo llamado de Resurrección. Los corazones
aprenden a conocer el vacío de la maldad y la grandeza de la bondad no sólo por
medio de enseñanza formal sino viviendo ambas. Quizás ningún escritor moderno
entendiera esto tan bien como Dostoievski. Junto con otros veinte jóvenes fue
condenado a morir veinte minutos fusilado en la mañana del 22 de diciembre de
1849. A todos ellos les habían quitado las ropas y durante veinte minutos se
pasmaron de frío en temperaturas bajo cero esperando la ejecución después de
leer el oficial a cargo una orden que decía: “Condenados a ser pasados por las
armas”. Entonces se presentó un jinete galopando a través de la plaza agitando
un pañuelo con el anuncio de que el zar les había conmutado las sentencias por
periodos de prisión en la Siberia. Pasando por la amenaza de muerte y por el
infierno de las cadenas siberianas. Dostoievski llegó a comprender lo sacrosanto
de la vida que, de otra suerte, no habría podido nunca entender.
Pero el paso de la maldad a la bondad no es
automático, sino sólo a condición de conocer y actuar contra el engaño del mal.
La ruta que va de la Ciudad del Mal a la Ciudad del Bien se enriquece sólo en
la proporción en que denunciamos el mal y renunciamos a la maldad como se haría
con un cáncer en el cuerpo. El mal, en sí y de por sí, no enriquece en la misma
forma en que las llamadas drogas siquedélicas no contribuyen a aguzar el intelecto.
Magdalena tuvo que volver las espaldas a la prostitución antes de alcanzar la
restitución espiritual al verter óleo sobre los pies del Señor. Conocer el mal
es conocer el no ser, las frustraciones y las negaciones. Sólo la denuncia
implacable, la desorbitación de los ojos que escandalizan y el corte de las
manos que roban pueden hacerse aproximaciones a la bondad.
Aplíquese esto al estado espiritual del
mundo. La juventud que se rebela contra la inmoralidad pública, como las
guerras y la injusticia social, al tiempo que practica los desafueros en
privado, no está en la ruta que conduce hacia el Rey mucho menos que sus
mayores que abogan por moralidad pública mientras practican inmoralidades
privadas. Ninguno de ellos es capaz de producir una buena sociedad. La mentira
de de todas las revoluciones --políticas, sociales, económicas—está en que
denuncian males externos mientras permiten que florezcan interiormente.
Pero no son sólo los revolucionarios los
culpables a este respeto; son también los contrarevolucionarios. Denunciando a
los otros parece uno situarse del lado de la bondad. Cada uno de ellos mantiene
limpio el exterior de la copa mientras dejan los corazones inalterados.
La actitud tanto de revolucionarios como de
contrarrevolucionarios carece de profundidad. Aplican talco a la urticaria o
lavan a los leopardos para quitarles las manchas. En lo referente a
revoluciones no hay nada absolutamente radical; dejan siempre los odios en el
alma del hombre. Lo que estamos presenciando hoy es una gran fiesta de máscaras
en que lo único que ha cambiado es el disfraz de los revolucionarios. El hecho
mismo de que las barbas, los pantalones de mecánico y las excrecencias hirsutas
están asociados con el radicalismo es prueba de hasta dónde se identifican con
la revolución las cosas externas. Lo mismo puede decirse de los cascos
plásticos y los uniformes de la otra parte.
El mal sólo puede conquistarse desde adentro
y espiritualmente. De aquí que el Señor recomendara sacar la viga del ojo que
protesta antes de preocuparnos por la pajita en el ojo del vecino. Según
declina la religión del autoexamen también declina la posibilidad de liderazgo
contra el mal. La religión ha fracasado hoy conspícuamente en esto porque su
propósito principal fue una el cultivo de la vida interior como condición para
reformar a los otros. En un tiempo todas las palabras de cuatro letras eran
feas y sucias; hoy hay una sola sucia y fea entre los religionistas: CRUZ.
Pocos son los maestros que recuerdan a la juventud que han de ser justos
primero por dentro antes de poder serlo por fuera.
El liderazgo en el futuro no saldría de las
protestas masivas porque éstas siempre ven el mal en los rostros de los
vecinos. Ni la quema de edificios universitarios ni el trato a balazos de los
pocos estudiantes que rodean a los incendioristas destruirán jamás el manantial
interior de donde brota el mal. Como escribió Berdaiev: “El mal no puede ser
vencido por el estado que por sí pertenece al mundo natural, que existe porque
el mal existe y es con frecuencia fuente del mal”.
Así, el problema se reduce a esto: ¿Cómo
podremos alcanzar liderazgos cuando la religión abdica su misión de desarraigar
el mal de los corazones y se une al bien a los que encuentran el mal a la
izquierda o bien a quienes lo encuentran en la derecha? El mal está en el
centro; en lo íntimo de nuestro ser; en nuestros corazones. Mientras las
iglesias no regresen a la Cruz, al adiestramiento de la voluntad, a la
resurrección de la disciplina, a la indagación del corazón de quien protesta,
el mundo tendrá un aborto en vez de un renacimiento.
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