(ESPECIAL PARA LA PRENSA EN LIMA)
Debido a la violencia rampante en el mundo
moderno, casi trememos acudir en ayuda de un semejante como, por ejemplo,
detenernos en el camino para dar una mano a un automovilista en dificultades.
Muchos médicos que hoy tienen seguros por valor de medio millón de dólares han
expresado temor de asistir a heridos en las carreteras, no sea que corran el
riesgo de que se les demande por tratamiento erróneo.
El horror de esta situación se comprende
cuando se lee uno de los pasajes más conturbadores del libro de Boris Pasternak
“Doctor Zhivago”: una conversación dentro de las ruinas de una villa rusa
arrasada. “Por sobre el borde del parapeto asomó una cabeza vacilante e
hirsuta; luego unos hombres y unos brazos. Alguien que trepaba hacia las
piedras del camino con un cubo de agua en las manos. Al ver al Doctor, se
detuvo, visible aún de la cintura para arriba. ¿Querría un sorbo de agua? Si
usted no me hace daño, yo no le haré daño a usted”.
He ahí el problema de la comunidad, el
semejante, la humanidad. ¿No será una simple oferta de asistencia el temor de
ser lastimados? ¿No nos hará sentir solitarios la misma oferta de asistencia?
Al desaparecer Cristo de la faz del mundo,
el hombre se convierte en lobo para sus propios semejantes. Queda la comunidad
destruida. La verdadera comunidad existe cuando cada uno reconoce lo que Dios
ha hecho por él. Pero ¿y si el otro no reconoce a Cristo? ¿Qué hacer? Debemos
amarle en el nombre de Cristo. En esto está el sentido de “ama a tus enemigos”.
Jamás podremos considerar como hermanos a
nuestros semejantes a menos que reconozcamos a Dios como Nuestro Padre. El
verdadero cristiano ve en la Encarnación de Nuestro Señor proyectada sobre cada
necesidad humana: “Estuve preso y me visitaste”, “tuve hambre y me diste de comer”.
Tóquese a cualquier ser humano del mundo y se tocará a una persona por la cual
murió Cristo aún cuando la persona no lo sepa.
Ha de ser evidente que compartir el
bienestar económico no nos hace hermanos pero convertirnos en hermanos nos hace
compartir nuestro bienestar económico. Los primeros cristianos no fueron una
sola cosa por haber mancomunado sus riquezas; mancomunaros sus riquezas porque
eran cristianos.
La verdadera inspiración de confraternidad
no es ley sino amor. Las leyes son negativas: “No harás…”. El amor es positivo:
“Ama a Dios y ama a tu semejante”. Las leyes dictan moderación; el amor es
generoso. El día del Juicio Final, cuando venga Él a juzgarnos a todos según
nuestras obras, será la caridad hacia Dios y hacia nuestros semejantes lo que
determinará nuestra salvación. Hasta la consumación del tiempo, Cristo pasará
por el mundo oculto tras la facha del necesitado, del pobre y del oprimido.
Todas las explicaciones modernas que se dan
para la existencia del mal y de la violencia distan mucho de acercarse a la
realidad. Los biólogos nos dicen que el mal se debe a un descenso en el proceso
de la evolución pero, si el progreso es inevitable, ¿por qué aumentan la violencia
y las guerras? Los sociólogos arguyen que el mal y la violencia se deben a los
“Ismos”; nazismo, comunismo, etc. Pero, ¿cómo el mundo habría podido adoptar
sistemas malévolos si las mentes no fueran terreno abonado para su desarrollo?
Como el mal y la violencia son universales, ¿No habrán de deberse a la quiebra
de una ley moral universal? ¿No está el mundo en desajuste por la misma razón
en que lo estamos nosotros, es decir, por no haber hecho lo que ha debido
hacerse? Una vez que las personas comiencen a darse cuenta de que el mundo está
en el estado en que está por haberse quebrantado la ley moral de Dios, se
habrán dado los primeros pasos en la correcta dirección. Las discordias y los
odios que hoy existen en el mundo sólo pueden ser abolidos por el amor de Dios.
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