¡ Qué hermosos son nuestros conocimientos del ojo humano !
Pero, ¡ qué bien hay que interpretarlos ! Por el ojo ve el
cuerpo cuanto hay de luminoso en el mundo. La luz le adviene inmediatamente de
las cosas, mediatamente de las estrellas. Una “estrella” es el manantial
originario de la luz. Tres factores completan su forma :
el centro generador : un punto refulgente ;
los rayos de luz : sendas que parten desde el
centro en todas
direcciones ;
direcciones ;
la
esfera luminosa : el dilatado globo en que el centro se expande.
Estos tres elementos constituyen juntos la forma de la
estrella. Cada uno de ellos es expresión y modificación de los otros e
inconcebible sin ellos ; la forma es el conjunto unificado. El centro se
expansiona en la esfera, los rayos brotan del punto central y engendran el
globo que lo circunda. Nombrar una de estas partes es nombrar implícitamente el
todo. La estrella es forma primaria.
La luz bate una
senda a través del espacio, y, llenando éste de rayos y reflejos, lo eleva y
convierte en la imagen de la estrella. Por último, toca la luz un objeto y
éste, a su vez, empieza a brillar. Pero, siendo como son la luz y la estrella
una misma cosa, en realidad es la estrella la que, en los rayos de su luz, se
llega a ese objeto y se une a él. En el curso de este proceso, el objeto
iluminado coge una parte de la luz, que, dentro de él, se convierte en
tinieblas. La demás sigue adelante, y, con esto, el objeto mismo se hace
estrella. Sobre cada punto de su refulgente superficie se ha configurado una
vez más la forma de la estrella y su coloreada luz mana y se difunde en todas
direcciones.
Mas esas
incontables estrellas nuevas de la radiante superficie del objeto no tienen una
existencia independiente. La luminosa esfera que forman, sólo existe mientras
siguen siendo alimentadas por el foco originario. Unidas y como colgadas de él
por el puente que son los rayos, “de-penden” enteramente del foco. La estrella
primera es la única que en realidad difunde su luz a partir del manantial de su
propio centro. Todas las otras son “estrellas abiertas”. Aunque tengan también
centro, rayos y esfera, sus núcleos no se engendran a sí mismos : son centros
de dependen de la estrella originaria. Es ésta la que, enviando rayos a esos
centros, los transforma en imágenes de estrellas, que no son, por tanto,
fuentes, sino puntos de retorno y “mediatizadores” de la luz primera. Las
“estrellas abiertas” señalan aquellos sitios del mundo, en que la primera luz
halla donde posarse, donde asentarse.
Tales “estrellas
abiertas” sólo se completan en la estrella principal, pues ésta es la que les cierra su abertura. Están
abiertas a ella, como por una “ventana”, por una abertura interior. No dejan
pasar a través de ellas toda la luz. Su luz está “rota”, porque una parte de la
luz originaria, se ha transformado en tinieblas al sumergirse en las
profundidades de las cosas. La sutil luz restante surge como color. Por lo
cual, no es del todo exacto decir que la esencia de las cosas halla expresión
en sus colores, ya que la luz que penetra hasta su entraña y allí es consumida,
es precisamente complementaria al color del objeto. Sí, la luz que pasa a su
interior no es otra que la completaría su color hasta hacerlo igual a la luz
originaria. Para ser más exacto tendríamos que decir, que el color es la
réplica del interior de la cosa, y, como réplica, es también, claro está, una
llave de ese interior. Las cosas las reconocemos en sus coloreadas sombras. El
color no es sino luz que se ha unido a un objeto. La superficie de las cosas
está revestida de “estrellas abiertas” –abiertas hacia el sol – o de “calados
encajes”, y aun pudiera decirse que las cosas del mundo están cubiertas de
ojos.
Cuando su ojo mira,
el ser humano se abre a la luz. Ésta le entra como por una ventana y, dentro,
se junta en un foco, desde el cual brilla, estrella de nuevo, sobre el
horizonte de la retina. De esta manera, en el ojo se produce por tercera vez la
estrella imagen.
La luz viene
también en forma de rayo desde el exterior hasta la estrella formada así en el
interior del ojo, y esta otra estrella está “abierta” en la dirección del
puente de rayos. Si el ojo se cierra, la estrella se extingue. La estrella del
interior del ojo sólo dura mientras, a través de su ventana, está en su
conexión con la cosa vista. Así pues, esta estrella no es un renacer de la cosa
que hay en el mundo, sino sólo su asiento subordinado. El objeto externo gana
el interior del ojo mediante el puente de rayos. En realidad, claro está, no es
que el objeto entre en el ojo, pues el objeto mismo depende a su vez de la
estrella principal: La luminosa esfera del objeto solamente existe mientras
“de-pende” de la luz originaria. Hay, así, toda una cadena de conexiones, a
medida que la primera luz va haciendo su camino y produciendo en cada uno de
sus encuentros una estrella. El ojo sólo se completa en el sol ; por lo que en
realidad nada vemos sino el sol y en él, como sombras, las cosas.
Incluso de la
multicolor superficie del mundo solamente vemos el lado que está vuelto hacia nosotros,
y aun éste lo vemos en una aparente coherencia que de ninguna manera existe “en
la realidad”. Al ojo no le es posible ver el reverso de las cosas, ni sus
honduras y recovecos, como tampoco lo que está camuflado o lejano. Al ojo se le
engaña y despista con facilidad, por lo que a menudo se ha dicho de él que es
menguado instrumento. Sobre las “ilusiones ópticas” se ha formulado extensas
teorías, las cuales son en sí mismas una ilusión óptica más, puesto que se
engañan en lo que al ojo y a su significado se refiere. El ojo no es un aparato
cuyo destino sea reconocer las cosas. Es más bien la profunda y franca
respuesta del hombre al torrente de la luz. El ojo ve la estrella sin engaños y
en la estrella puede ver las cosas, pero sólo en la medida en que éstas sean
ellas mismas estrellas. En ellas reconoce el ojo la estrella-imagen, nada más;
porque en la estrella todo es lisura y continuidad de cúpula, sin grietas ni
hundimientos.
El ojo altera el
mundo según la traza de la estrella, y conforme a esa traza, a ese plano, está
construido el ojo mismo, con el fin de que el mundo pueda entrar en él. Al
mirar nosotros el mundo, éste se convierte en una estrella a la que el ojo
responde : una estrella abierta, a la que falta un segmento, una estrella
abierta, que se completa, se totaliza, en el sol.
He aquí expuesto,
poco más o menos, lo que hoy sabemos sobre el ver. Antiguamente no se sabía, y
es admirable. Sólo falta aquí una cosa : calor y buena inteligencia, que den
sentido y forma a todo ello. ¿ No equivale el contemplar algo a elegir un
objeto particular y, sacándolo del mundo, introducirlo hasta el centro del ojo ?
Y ¿ no es esto poner este objeto, así elegido, por único centro de un nuevo
universo, meterse uno mismo, incorporarse dentro de la esfera de ese objeto
refulgente ? ¿ Hacer que el propio cuerpo de uno tome la forma de un mundo de
oscuridad, que rodee a modo de bóveda ese nuevo sol central que es la cosa
vista ? ¿ No significa establecer, a través y más allá de esa cosa, una serie
de relaciones con la estrella original, hacerse uno mismo “dependiente” de
ella, nutrirse de ella y unirse con ella ? Y todo esto tiene una forma. El ojo
es forma : bella y sabiamente montada según el diseño de la estrella-imagen. El
cuerpo que responde es el que ve la luz y es interiormente enriquecido por
ella. Así el cuerpo, al dar su respuesta a las estrellas, se ilumina : de su
encuentro con la luz sale, como ella, luciente.
El ojo abierto es
una buena imagen del cuerpo y también de todo el ser humano. Su forma, semejante
a un molusco con las valvas abiertas, es un símbolo natural, un signo que
representa al ser humano y por el que podemos designarlo, ya que no fue
invención nuestra, sino que el cuerpo mismo creó esa forma. Este signo
primario, original, nos enseña que el cuerpo está construido sobre la base de
un encuentro, que es respuesta a la luz, que el ser humano es una “forma
abierta” ; que nosotros reconocemos el mundo solamente como sombra en medio de
la luz y que nunca lo poseemos por completo ; y que, por lo tanto, no es un
microcosmos, sino más bien un ser deficiente, necesitado de complección. O, más
todavía, que al hacerse una forma abierta y repetir así en su interior la
abertura del universo, su falta de integridad, su dependencia de la luz, el ser
humano puede renovar dentro de sí la estructura del mundo.
Sólo aquel ojo que
pudiese mirar el mundo por todos sus lados y rodear con su propio horizonte
interior el mundo de fuera, vería éste por completo. Y solamente las cosas que
son estrellas son completas. El mundo se despliega en derredor de las mismas
como un ojo perfecto. Pero el horizonte de la retina permanece abierto, el ser
humano depende de la luz distante… y toda la constelación de las cosas son
seres asimismo abiertos.
El ojo, pues, como
tantas veces queda dicho, no es una estrella, sino más bien una respuesta a
ella. Es globo, sombra, concavidad en disposición receptora. mientras que la
estrella es centro que se entrega en esplendente radiación. Ojo y estrella
mantienen diálogos y sus formas se completan mutuamente. Por donde vemos que
existen formas que se basan las unas en las otras, formas que sólo hallan su
sentido al encontrarse, formas que se complementan entre sí. Y vemos que las
formas del cuerpo vivo tienen significación, porque tienen sentido en el
discurso y en el diálogo.
¿ Es el ojo capaz
de acción ?
En nuestras
locuciones sí que se la atribuimos, pues hablamos de “echar” un vistazo, de
ojos que “brillan”, y decimos que “vemos” las cosas, siendo así que lo propio,
de acuerdo con la óptica, sería decir que son las cosas las que nos miran a
nosotros. También nos parece que las cosas varían según sea el modo como
ponemos en ellas los ojos, pudiendo así convertirse en pequeñas y grises, y
hasta en malas, o, por el contrario, levantarse a sonreírnos, crecer e irradiar
bajo nuestras miradas. Sentimos que nuestros ojos pueden hechizar y dar ánimos,
mandar o destruir; que pueden infundir a otros seres tanta confianza, que
salgan a recibirnos. Naturalmente todo esto significa más que el mero poder
exterior de evitar un choque, de bajar los ojos, de cerrarlos; y más también
que la facultad de volverlos en una dirección determinada y de enfocarlos para
una distancia concreta. Lo que en realidad significa, es que a través de
nuestros ojos podemos darnos nosotros mismos.
Y aquí ya no nos
dicen más, no nos ayudan nuestros conocimientos actuales ; es ésta una cuestión
que no se ha investigado aún. Pero parece haber de admitirse que cuando miramos
a las cosas fluye hacia ellas una oscura contracorriente, una especie de
influencia en la que se comunica nuestro ser interior al ser de las cosas.
Porque es bien
claro que las creaturas sobre las que nuestros ojos se detienen, reciben en sus
mismos fondos un mensaje y son comprendidas y transformadas. Cuánto se afirma y
se cree acerca de los efectos del mirar atañe al todo, nunca a detalles
aislados ; es como si un sombrío poder, enteramente desdibujado, fluyese a
través del ojo. Esta confluencia suele alcanzar toda su pureza cuando unos ojos
miran hondamente a otros, pues entonces la oscuridad penetra en la oscuridad y
acontece la más pura concordia entre ambos seres.
La figura del ojo
que ve, podría acaso descifrarse en sentido contrario : los nervios serían
entonces los canales de la oscura corriente que introduce al espacio en la
retina. En el acto de ver las cosas, la luz proveniente de fuera y la sombra
del interior se unirían y juntas producirían la “imagen”.
- Rudolf SCHWARZ,
Pensador Católico Contemporáneo.
Nota : No hay
lugar para hacer un Condensado. Afectaría a lo sustancial de lo tratado. Lo leeremos completo con toda su riqueza.
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