jueves, 20 de septiembre de 2012

LA EDIFICACIÓN : LA MANO. Rudolf SCHWARZ.


   ¡ Qué hermosa es la mano ! ¡ Cuántas cosas puede hacer y qué bella es su función !
   La mano puede irradiar.
   Levántase el brazo, ciérrase el puño y todo su poder se concentra y descarga sobre el único dedo con que se apunta : la mano se convierte así en un solo punto radiante. Pero si se  le abre y se extiende la palma y se separan los dedos, la mano es una estrella que difunde sus rayos en el extremo del brazo.
   La mano puede también ahuecarse : sus dedos se juntan para formar un cuenco, una oquedad vacía y abierta, cuando se la mueve para coger algo. A veces juntamos las dos para formar con ambas un hueco, un recipiente único y más grande.
   Cuando ofrecemos la mano es ésta al mismo tiempo “activa” imagen de estrella y receptiva forma vacía. 
   La mano puede tocar, palpar.
   Cuando tocamos alguna cosa con la punta del dedo, por suavemente que lo hagamos, vuela hacia ella un nobilísimo poder comunicativo que lenta y delicadamente hace que se descubra. Con ese primer leve toque se vuelve del revés el movimiento de consecución de la cosa : rodearla es ya introducirnos en ella. La mano se está quieta encima, sujetándola con los dedos. La mano puede tranquilizar, amar, bendecir. En ella el ser rodea al ser. En ella está la curación de las llagas.
   Lo que sucede en ese imponer la mano es comparable a la comunicación del ser íntimo que se da cuando los ojos descansan sobre una cosa. Tanto ésta como el ojo se transforman hondamente. Y, por fin, el misterioso encontrarse de unos ojos con otros se corresponde con el entrelazarse las manos dos seres cuyos manantiales de vida se funden en uno solo. (Y el ojo posee también el movimiento de cerrar uno sus propias manos : el movimiento de cerrar los párpados.)
   La mano puede sentir.
   La mano, al aplicarse a una cosa, se adapta a la forma de esa cosa. Y lo hace de tal modo que cuando la cosa tiene partes salientes, la mano se pone cóncava, y cuando, en cambio, la cosa es cóncava, la mano se pliega a ella. Así, la mano es una “respuesta” a la configuración de las cosas, y en todo se parece al ojo que mira. La mano palpa las superficies explorándolas, con movimientos que es a la vez sentir y comunicar, amoldarse y suave acariciar, algo así como un conversar en silencio.
   En muchos aspectos, la mano comprende el mundo mejor que el ojo ; porque lo “ve” por todos sus lados. Puede, en efecto, agarrar, coger. Sus dedos se cierran como una bóveda por encima y en derredor del objeto. El poder que la mano tiene de irradiar corrientes que retornen hacia ella emite sobre el objeto cogido un oscuro influjo que despierta su interior, para que nos conteste. De este modo, la totalidad del objeto es introducida en el curso circulatorio de nuestro cuerpo ; es enterrada en la oquedad de la mano y ésta puede ocultarlo…, lo cual al ojo le es imposible, pues para él el mundo está siempre abierto. La mano puede encerrar del todo, dentro de sí, una porción del mundo y contenerla allí en su hueco ; puede coger una cosa por todos sus lados.
   La mano forma de esta manera un mundo entero ; nota el reverso de las cosas, incluso sus fallos y disimulos. Pero ese mundo de la mano es pequeño, puesto que no puede abarcar mucho, dada su capacidad. La mano está hecha para lo que esté junto a ella,
para lo “esté “a la mano”, para lo limitado ; en una palabra : para las cosas mismas. Mientras que el ojo está hecho en realidad para el fulgor de la luz, para el sol. Ojo y mano son dos seres fraternos, hermano y hermana, hechos ambos para aprehender la superficie…, es decir, las expresiones de las cosas, las manifestaciones  que son su lenguaje. Mas como la mano posee honda estructura interna, se abre camino hacia una parte del mundo que al ojo le está vedada : el espacio interior de las cosas. Con un empujón o un tirón inquisitivos explora sus masas.
   “Rapaz”, la mano forcejea con avidez luchando contra la materia hasta hacérsela blanda y dócil. La resistencia de la masa se patentiza en la creciente tensión de los tendones y músculos y en la presión cada vez mayor de los huesos.
   La mano, en su propia estructura interna, crea una respuesta a las interioridades de las cosas y puede con ese mismo instrumento darles forma y también sopesarlas y medirlas.
   Si queremos “ver” el peso de una cosa, tenemos que levantarla y mantenerla suspendida contra la fuerza de la gravedad. Esto se hace por medio de la mano.
   La mano traspasa su interior fortaleza al brazo, el cual a su vez lo traspasa al cuerpo. Dentro de éste hay todo un complicado sistema de nervios, tendones, músculos y huesos en tensión, que, a través del brazo, la columna vertebral y las piernas, une al objeto pesado con la tierra. Entre ésta y la cosa media una especie de senda o camino que pasa por el cuerpo como sobre un puente. Por lo que podemos concluir que, así como el ojo al mirar dice relación al sol que brilla en la altura, la mano, al coger y pesar las cosas, dice relación a las profundidades de la tierra.
   No es haciéndose él mismo masa, sino más bien moviéndola y trasladándola, como percibe el cuerpo la íntima esencia del mundo, la inerte pesantez de su masa. El cuerpo que aprehende objetos pesados no es él mismo peso, sino respuesta del peso Su respuesta a la inerte gravedad  de la materia del mundo se denomina “columna” o “cable”. La masa es expansiva, informe, basta ; la respuesta del cuerpo es lineal, grácil, articulada. La masa es “agobiante llenura”. El cuerpo replica a la misma con su “esqueleto”, delicada fábrica de curvas en un espacio limitado. Es falsa, por tanto, la acusación que se hace al cuerpo de estar atado a la tierra o de ser algo que va contra la supuesta alada ligereza de algún principio “espiritual”. El cuerpo, por su misma naturaleza, aporta a su encuentro con la pesada tierra la voluntad de transformar lo masivo e inerte en animado poder. El cuerpo no es principalmente peso, sino ligereza : “poder” que intercala sendas lineales en el espacio.
   Experimentamos la masa en la creciente tensión de nuestros ligamentos, lo cual es decir que la experimentamos linealmente. Esta sencillísima circunstancia nos revela su relación con los números y con la ley lineal de su desarrollo, que vemos expresada en la curva. La experiencia de masas puede “calcularse”, puede delinearse, traducirse en un juego de números, representarse mediante curvas. Durante los últimos siglos este hecho ha determinado en gran parte nuestra manera de representar el mundo y nuestro mismo trabajo. La experiencia de lo que hay dentro de las cosas vino luego, y una vez llegó, fue arrolladora. Por mucho tiempo, a duras penas importó ninguna otra cosa. Después de ella, la mano fue duramente atacada en su mera capacidad de “asir” : porque sólo “veía” en las cosas su corporeidad y su peso y únicamente descubría en ellas su función. Y cuando, por fin, al ojo y “al mundo de las formas” se les concedió el puesto que se les debía junto a la asidora mano – y con ellos a los perfiles de las cosas, a sus figuras y colores y a toda la heráldica que hay en el mundo – se vio en todo esto una liberación.
   No me opongo yo a ello. Evidentemente, la mano contribuye de por sí al reconocimiento del mundo real… pero, repito, tan sólo como órgano apropiado para sondear las honduras materiales de este mundo. Dejar de lado tal aspecto, es retorcer la imagen del mundo y más aún el cometido de la mano. Y aquí no podemos sustituir la háptica de la mano que coge por la óptica del ojo que ve, sin que se produzca una distorsión más. La liberación debe llevar de la parte al todo, debe poner el ojo, el oído y todo el cuerpo junto a la mano, de tal manera que sigamos pudiendo llevar a cabo obras totales y que el mundo pueda llegar a ser una vez más un todo. La misma mano debe también hacerse de nuevo un todo : su “sentir” debe ir a la par de su “coger” ; tiene que convertirse una vez más en “ojo” y, como éste debe representar ella igualmente al cuerpo entero, porque lo mismo que el ojo, es también la mano un ser humano en pequeño, es la imagen, el cuerpo del hombre (“manu” significa “hombrecito”). Sin embargo, dentro de este todo, hay que dejar un sitial muy elevado al “concepto”, a la mano que coge. No es verdad que los conceptos no encierren, no comprendan nada de la esencia de las cosas. El concepto, como réplica que es, reproduce una porción determinada del mundo, mediante una admirable fábrica de curvas. Y, al ser así, realiza la más profunda conformidad con el mundo. El concepto y sus filigranas son altísimas hazañas de la mente.
   Podríamos seguir considerando de este modo el cuerpo. El cuadro ganaría en matices, pero en esencia sería el mismo. Hemos hallado al cuerpo bajo mil formas distintas : hueca esfera en relación con la luz, rígido andamiaje respecto al peso, rayo, estrella, superficie, arco… Y hemos visto que no está en definitiva ligado a ninguna forma concreta, sino que es extraordinariamente libre.
   Llena el mundo un gran diálogo cuyas frases se entrecruzan pasando y repasando de cosa a cosa, de forma a forma.
   En medio de esta gran corriente de palabras está proyectado el cuerpo, abriéndose a cuantas invocaciones le llegan desde las formas y respondiendo a ellas con la nitidez de sus formas propias, que adopta de momento para luego volverlas a dejar. Ni se limita este diálogo a palabras solamente : se mantiene también con el cuerpo entero y con todos y cada uno de sus miembros. De suerte que el cuerpo se está formando sin cesar y, no obstante, por debajo de todas sus transformaciones, permanece fiel a sí mismo.
   Si observamos sólo sus materiales –el ojo, la mano, el pie, ahora rayo, luego globo, después cuenco, ligamento, flecha --, estos materiales apenas nos parecen más que una plástica masa, de la cual, aquel algo que da las respuestas, saca, amasándola, sus formas de responder. Y en caso de que aquel “algo” sea el “alma”, resultará que el cuerpo casi no será otra cosa que una cambiante imagen del alma, un mensaje de la misma al mundo, y también que el alma estará desposada con el cuerpo por una unión mucho más íntima que la que habíamos supuesto. Pero, si es el cuerpo el que va dando una respuesta tras otra, haciendo una llamada tras otra – y yo me inclino más a esta opinión --, entonces el cuerpo es “realmente” algo, y este algo impera sobre la materia como un soberano, jugando con las formas sin perderse, no obstante, en ellas. Entonces el cuerpo significa también plena confianza en la forma propia de cada cual ; entonces no es algo que no se distinga de las demás cosas, no es una especie de fluido proteico, sino más bien clara estructuración en la que encaja perfectamente todo lo que queremos decir cuando hablamos de “forma”. El cuerpo se perfecciona por completo en su forma momentánea y toma esa forma con entera exactitud. A pesar de lo cual, no está constreñido definitivamente a esa forma. Antes está dispuesto a responder a toda clase de situaciones, de manera apropiada a cada momento, adoptando formas siempre diferentes y siempre claras, y, no obstante, permaneciendo siempre el mismo tras ellas. De esta suerte el cuerpo viene a ser al mismo tiempo potencia y forma : potencia, que puede tomar casi todas las formas, y forma que, tal y como es,  es seria y completa.
   Puede que lo que llevamos dicho no sea exacto en todos su detalles. Ni nos compete ni nos proponemos sentar doctrina antropológica. Más bien lo que nos interesa es guiar adecuadamente hacia unas obras acertadas. Y como éstas sólo pueden conseguirse partiendo de lo real, hemos de hacer ver que la realidad no es, después de todo, un material de construcción tan malo, y que nosotros podríamos arreglárnoslas con él sin necesidad de recurrir siempre a remedos de lo histórico. Lo que hemos indicado no es ciertamente nuevo : los niños lo aprenden en la escuela. Pero confiamos en que pueda mirarse, siquiera una vez, como si fuese nuevo, como si lo hubiéramos oído por primera vez. Creemos que está en nosotros el aceptar la realidad comprensivamente, como hecha de seres y de procesos que existen y que tienen una forma cuyo significado es razonable y averiguable por deducción : de seres y procesos cuyas formas y significados coinciden. Tiene que sernos posible confiar en que el cuerpo es aquello mismo “a que se asemeja”. Y tiene que sernos posible confiar en que el Creador quiere decir algo al dar al cuerpo esta forma y no otra.
   Acaso por este camino llegaríamos antes a una doctrina comprensible acerca del hombre, doctrina que, por cierto, estamos necesitando tanto. Paréceme que actualmente no sería preciso un gran derroche de ceremoniosas metafísicas, para dar con las raíces de la realidad del hombre, y que tampoco haría falta escribir sobre este particular libros tan difíciles… libros cuyos lectores, al llegar a la última página ni siquiera han podido discernir aún cuántas extremidades se atribuyen al hombre. Quizá fuera mejor mirar con respeto lo que en el hombre hay ; no con alardes de erudición y ciencia, sino con la cálida comprensión de una madre buena. Ésta sabe muy bien que lo que realmente importa, tratándose de su hijo, son los detalles, y tiende a fundamentar las pruebas del origen divino del hombre en el hecho de que su criatura es precisamente como ella ve y sabe que es : con dos pies y en cada uno de ellos cinco dedos ; y está convencida de que un día la pedirán cuentas de si le ha conservado limpias las orejas, porque cree que precisamente esas orejas son una parte de la particular revelación que es su pequeño, su criatura. Pero la madre que filosofase, para la cual esas orejitas no pertenecerían “a lo esencial”, no se cuidaría mucho de la vida eterna.
   ¿No sería también éste que acabamos de indicar un modo incluso más correcto de aprender a ver la revelación en el cuerpo, a creer de nuevo en que es sagrado? En un cuerpo constatado siempre como habla y como respuesta, no sería difícil ver una imagen, una semejanza del Creador y hasta una réplica a su llamada. Y sería comprensible que el cuerpo pudiera hacerse inefablemente bello cuando se identificara del todo a los ojos de Dios con una amorosa respuesta a él. Esa constante actuación y constatación del cuerpo sería la más seria de las tareas. Y finalmente, se nos haría asimismo más comprensible el que, al responder de nuevo el cuerpo a la voz del Creador, pueda ser restaurado en una forma regenerada. Si es verdad que el hombre es algo que está constantemente actuándose y regenerándose, si es cierto que es una creatura que “de-pende” siempre de su Creador, una creatura que es capaz de oír y responder a la santa palabra y obra de Dios, entonces es realmente una semejanza, y Dios mismo no es esto o aquello, sino que tiene una forma, una forma que se muestra en el hombre, no directamente, sino como respuesta que ha sido suscitada en la materia terrenal a la forma propia de Dios.
--Rudolf SCHWARZ.

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