28-set-2012.
EL CENTRO de la predicación de Jesús no
fue la Iglesia
sino el Reino de Dios : una utopía de revolución/reconciliación total de toda
la creación. Es tan cierto esto que los evangelios, a excepción del de san
Mateo, nunca hablan de Iglesia sino siempre de Reino. Con el rechazo a la
persona y al mensaje de Jesús, el Reino no vino y en su lugar surgió la Iglesia como comunidad de
los que dan testimonio de la resurrección de Jesús y guardan su legado
intentando vivirlo en la historia.
Desde su inicio se estableció una
bifurcación : el grueso de los fieles asumió el cristianismo como camino
espiritual, en diálogo con la cultura ambiente. Y otro grupo, mucho menor,
aceptó asumir, bajo control del Emperador, la conducción moral del Imperio
romano en franca decadencia. Copió las estructuras jurídico-políticas
imperiales para la organización de la comunidad de fe. Ese grupo, la jerarquía,
se estructuró alrededor de la categoría «poder sagrado» (sacra potestas).
Fue un camino de altísimo riesgo, porque si hay una cosa que Cristo siempre
rechazó fue el poder. Para él, el poder en sus tres expresiones, como aparece
en las tentaciones en el desierto –el profético, el religioso y el político–,
cuando no es servicio sino dominación pertenece a la esfera de lo diabólico.
Sin embargo este fue el camino recorrido por la Iglesia-institución
jerárquica bajo la forma de una monarquía absolutista que rechaza hacer
partícipes de ese poder a los laicos, la gran mayoría de los fieles. Ella nos
llega hasta nuestros días en un contexto de gravísima crisis de confiabilidad.
Ocurre que cuando predomina el poder, se
ahuyenta el amor. Efectivamente, el estilo de organización de la Iglesia jerárquica es
burocrático, formal y a veces inflexible. En ella todo se cobra, nada se
olvida y nunca se perdona. Prácticamente no hay espacio para la misericordia y
para una verdadera comprensión de los divorciados y de los homoafectivos. La
imposición del celibato a los sacerdotes, el enraizado antifeminismo, la
desconfianza de todo lo que tiene que ver con sexualidad y placer, el culto a
la personalidad del papa y su pretensión de ser la única Iglesia verdadera y la
«única guardiana establecida por Dios de la eterna, universal e inmutable ley
natural», que así, en palabras de Benedicto XVI, «asume una función directiva
sobre toda la humanidad». El entonces cardenal Ratzinger todavía en el año 2000
repitió en el documento Dominus Jesus la doctrina medieval de que «fuera
de la Iglesia
no hay salvación» y que los de afuera «corren grave riesgo de perderse». Este
tipo de Iglesia seguramente no tiene salvación. Lentamente pierde
sostenibilidad en todo el mundo.
¿ Cuál sería la Iglesia digna de salvación
? Aquella que humildemente vuelve a la figura del Jesús histórico, obrero
simple y profético, Hijo encarnado, imbuido de una misión divina de anunciar
que Dios está ahí con su gracia y misericordia para todos ; una Iglesia que
reconoce a las demás Iglesias como expresiones diferentes de la herencia
sagrada de Jesús ; que se abre al diálogo con todas las demás religiones y
caminos espirituales viendo ahí la acción del Espíritu que llega siempre
antes que el misionero ; que está dispuesta a aprender de toda la sabiduría
acumulada de la humanidad ; que renuncia a todo poder y espectacularización de
la fe para que no sea mera fachada de una vitalidad inexistente ; que se
presenta como «abogada y defensora» de los oprimidos de cualquier clase,
dispuesta a sufrir persecuciones y martirios a semejanza de su fundador ; que
en ella el papa tuviese el valor de renunciar a la pretensión de poder jurídico
sobre todos y fuese señal de referencia y de unidad de la Propuesta Cristiana
con la misión pastoral de fortalecer a todos en la fe, en la esperanza y en el
amor.
Esta Iglesia está en el ámbito de nuestras
posibilidades. Basta imbuirnos del espíritu del Nazareno. Entonces sería
verdaderamente la Iglesia
de los humanos, de Jesús, de Dios, la comprobación de que la utopía de Jesús
del Reino es verdadera. Sería un espacio de realización del Reino de los
liberados al cual estamos convocados todos.
- Leonardo BOFF.
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