lunes, 11 de febrero de 2013

HABLANDO DEL DIABLO / Por Ernest HAUSER


  El mal que personifica nos rodea, y una parte de él, sin duda, está en
 nosotros mismos.
 Condensado de  “Pittsburgh Press”
                                                                ¿RECONOCERÍAMOS al diablo si nos topáramos con él en la calle? ¿Será acaso este flaco pordiosero, ese atlético joven o aquella despampanante rubia? ¿Se ocultará tras la apariencia de ese elegante perro de lanas? Imposible saberlo. Según la vieja creencia, Satán puede adoptar cualquier forma y valerse de todos los ardides y estratagemas para consumar sus aviesos fines.
   En noviembre de 1972 el papa Paulo VI declaró : “Sabemos que este espíritu tenebroso y perturbador existe realmente y que sigue obrando con astuta perfidia”. Pero ya sea que creamos en su existencia o que lo consideremos sólo un símbolo, el mal que personifica es muy real.
   Alienta en torno nuestro, y algo de ese mal está sin duda en nosotros mismos. En ciertos círculos el Enemigo por antonomasia reina en todo su furor. Se le venera en complicadas misas negras y en orgiásticos aquelarres a que concurren sus secuaces. Es protagonista de novelas de gran venta y de películas tan gustadas como El exorcista y El Bebé de Rosamary. Ciertos manuales de satanismo lo presentan como el ídolo de la llamada contracultura.
   ¿Quién, es en suma, este seductor al que el papa llama “el Enemigo Número Uno?   Tanto en las Escrituras como en otros textos se le dan infinidad de nombres. Satán o Satanás, el más funesto de sus títulos , deriva de una voz hebrea que significa “el adversario” o “el acusador”: el enemigo del hombre. También se le conoce como Lucifer, “portador de la luz”, “estrella de la mañana”, alusión a las famosas palabras de Isaías : ¿Cómo caíste del cielo, oh Lucifer, hijo de la mañana? Menos lisonjero es el apodo de Belcebú “Señor de las moscas”, antigua deidad palestina (quizá invocada para acabar con las plagas de insectos), que aparece en la Biblia como el “príncipe de los demonios”. Sin embargo los nombres que más comúnmente se le aplican proceden del griego : diablo (de diábolos, “el calumniador”) y demonio (de daimónion, espíritu, que sabe).
   Figura desde el comienzo del drama bíblico, cuando se cuela en el Jardín del Edén en forma de serpiente, “el animal más astuto de cuantos ha creado el Señor”. Su propósito es nada menos que inducir a los primeros seres humanos a quebrantar la única limitación que Dios les ha impuesto. Con la promesa de que “se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses”, persuade a Eva de que coma el fruto prohibido y lo dé a comer a Adán, y así todo el género humano incurrió en pecado.
Pero, ¿por qué obró de tal manera? ¿De qué fuente emana la maldad del diablo?     Siguiendo la antigua tradición hebrea, los teólogos cristianos medievales situaban a Satanás entre los ángeles de más alta jerarquía, y lo consideraban imbuido de sapiencia y dotado de celestial belleza. Como era inconcebible que el Todopoderoso hubiera creado un ser malo en esencia, un Concilio de la Iglesia proclamó en 1215 que “Lucifer y los demás demonios fueron creados por Dios, y creados buenos… pero se tornaron malos por sí mismos”. Según unos, el pecado del diablo fue sentir envidia del hombre, al que Dios creó a su imagen y semejanza, dándole “dominio sobre la tierra”. Otros teólogos predicaron que ese pecado fue la soberbia : pretendía ser igual a Dios. El Malo reunió entonces bajo su estandarte una legión de ángeles inferiores renegados y encabezó una rebelión cósmica. Pero los ángeles leales lograron dominarla y arrojaron a los rebeldes a las tinieblas. “Y hubo una gran batalla en el cielo”, dice el Libro de la Revelación, “y aquella antigua serpiente que se llama diablo fue arrojada a la tierra”.
   Así pues, el afán constante y diabólico del ángel caído es enajenar al hombre (criatura amada de Dios), de su Creador. Recorre todo el mundo en busca de oportunidades para sembrar la corrupción. En el Libro de Job vemos al Señor celebrar consejo rodeado de los ángeles que sirven al trono celestial. Y allí, entre los “hijos de Dios”, está Satanás, que al fin y al cabo fue ángel y goza de cierta preeminencia. Satanás hace una impertinente apuesta con el Señor. Job, hombre próspero, temeroso de  Dios, renegará de su Hacedor (afirma Satanás) si lo agobian los sufrimientos y la miseria.
   “Extiende apenas tu mano, y toca sus bienes, y verás cómo te desprecia en tu cara”, argumenta Satán para aguijonear al Señor, quien le permite afligir a su siervo, y a medida que el relato se desenvuelve, Job llega a ser un símbolo de toda la humanidad peligrosamente colocada entre el bien  y el mal. Pero Job persevera en su fe, a pesar de sufrir la más abyecta miseria, y luego es recompensado con más hijos, mayores riquezas y larga vida. El diablo ha recibido una lección… ¿Se enmendará?
   ¡No! Sin deponer su ánimo desafiante, Satanás reta a la divinidad en la más famosa de sus apariciones bíblicas. Y elige para ello el momento oportuno : Jesús inicia su ministerio, y, si quiere malograr el mensaje de salvación, el Malo tiene que actuar sin tardanza. Va al encuentro de Jesús en el desierto y lo tienta tres veces para tratar de explotar en beneficio propio los dones sobrenaturales del Mesías, con lo cual aniquilaría su misión.
   “Si eres el Hijo de Dios, haz que esas piedras se conviertan en panes”, insta al Nazareno, debilitado y hambriento después de ayunar durante 40 días y 40 noches.    Rechazado, Satanás arrebata al Señor, lo lleva a una torre del templo y pérfidamente lo insinúa : “Si eres el Hijo de Dios, arrójate… que Él te ha encomendado a sus ángeles… para que tu pie no se lastime con ninguna piedra”. También entonces recibe la rotunda negativa. Por último conduce a Jesucristo a la cima de una alta montaña, le muestra los esplendorosos reinos del mundo y le propone: “Todo esto te daré si postrado me adorares”. Y Jesús lo apostrofa: “¡Apártate de mí, Satanás…!”
   Aunque la Biblia no ofrece ningún retrato del diablo, algunos artistas primitivos, basándose en su origen angélico, lo representaban como un hombre apuesto. Sin embargo, la personificación del mal parecía reclamar rasgos malévolos, y la fantasía cristiana encontró esos rasgos en el mundo pagano. Los sátiros y los faunos, criaturas mitológicas, mitad hombre, mitad macho cabrío, se prestaban admirablemente para caracterizarlo, y así se fijó en la imaginación popular durante la edad media la imagen estereotipada que evoca su nombre : una figura grotesca, con cuernos y cola, patas de cabra y pelaje hirsuto.
Representado así en tallas que vemos en las más antiguas catedrales, en los “misterios” teatrales y en las fogosas homilías de los predicadores ambulantes, el diablo se infiltró en el inconsciente del hombre. Millares de personas afirmaban haberlo visto en carne y hueso; se decía que otras muchas estaban “posesas”, y, torturadas por la Inquisición, no pocas “brujas” confesaban haber tenido comercio carnal con él.
   Cuando lo juzga conveniente, Satanás se comporta como un perfecto caballero. Elegantemente vestido, cojeando apenas un poco para ponernos en guardia, acaso se acerque a cualquiera de nosotros con la proposición de que le vendamos nuestra alma a cambio de dichas y riquezas. Basta pincharse un dedo, estampar la firma con sangre en el pacto… ¡ y ya está ! ¡ A darse la gran vida ¡ Tal es el argumento de muchos cuentos antiguos y del Fausto de Goethe, drama clásico de la literatura alemana. (Por desgracia para Satanás, su encantamiento suele deshacerse por la gracia de Dios, y el alma empeñada se va derecha al cielo).
   Aunque la Biblia parece deliberadamente reticente respecto al infierno, el poeta italiano Dante nos da en su Divina Comedia una grandiosa descripción del reino del Malo. El vate, que lo imagina como un foso profundísimo con figura de embudo, formado por nueve círculos concéntricos, desciende abriendo paso entre la muchedumbre de almas torturadas, hasta que, llegado al fondo del abismo, se enfrenta a Satanás. Reina un silencio sorpresivo : no hay allí fuego, como en las zonas superiores del foso. El diablo está en un pantano helado, metido en  hielo hasta el pecho. Su peludo torso es de proporciones descomunales. Sus brazos son más largos que dos gigantes. En la repugnante cabeza muestra tres rostros, caricatura de la Trinidad. Seis alas de murciélago, semejantes a enormes velas, arremolinan la cargada atmósfera produciendo vientos gélidos. Pero este coloso, magníficamente incluso en su prisión, derrama lágrimas por los tres pares de ojos. Pues, aunque según la doctrina medieval le está vedado el arrepentimiento, puede sentir dolor y angustia.
   ¿Es aceptable para el hombre moderno esa imagen del mal? El teólogo protestante suizo Karl Barth se ha apartado muchísimo de la tremenda visión dantesca al definir a Satanás como “la confusión y la nada” ; la antítesis absoluta de la “creación”. El profesor Herbert Haag, de la Universidad de Tubinga, considera que el diablo es una mera invención, y que no es de él de quien Jesús quiere prevenirnos, sino del pecado. Y aunque no es artículo de fe para ninguna iglesia creer en él, millones de cristianos avalan con firme convicción la realidad de Satanás.
   En última instancia, ya se trate de un ser racional o de una fuerza abstracta, quizá lo más importante del diablo sea nuestra reacción a su actitud desafiante. Acaso nosotros lo necesitemos mucho más que él a nosotros, aunque únicamente constituya un aliciente más para ser buenos. 
   En su epístola a los efesios el apóstol Pablo invoca a los legionarios romanos, siempre dispuestos al combate : “Tomad las armas todas de Dios, para poder resistir en el día aciago ; embrazad en todos los encuentros el escudo de la fe, con que podáis apagar los dardos encendidos del Maligno”. Pablo llega así a la medula del afán satánico, pues, ¿qué mejor arma contra el diablo que la fe?
-Ernest HAUSER.

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