viernes, 1 de febrero de 2013

"LAS LECCIONES DE LA HISTORIA" : VICIO Y VIRTUD / Will y Ariel DURANT


   Vicio y virtud
EL CONOCIMIENTO limitado de la Historia lleva a la conclusión de que los códigos de moral son de poca importancia porque varían según las épocas y los lugares, y a veces se contradicen entre sí. Un conocimiento más amplio nos hace ver la universalidad de tales códigos.
   Los códigos de moral difieren porque se ajustan a las condiciones históricas y ambientales. Cuando el hombre, en el proceso de su desarrollo, se encontraba en la etapa de la caza, tenía que estar preparado para capturar, pelear y matar. Es de suponer que la mortalidad entre los hombres, que tan a menudo exponían la vida cazando, fuera más alta que entre las mujeres. Algunos hombres tenían que tomar varias mujeres y todo varón debía colaborar para que fuera frecuente la preñez de las hembras. La brutalidad, la codicia y el vigor sexual eran ventajas en la lucha por la existencia. Probablemente todos los vicios fueron , en un tiempo, virtudes, esto es, cualidades que contribuían a la supervivencia del individuo, de la familia o del grupo. Los pecados del hombre pueden ser reliquias de su ascenso más bien que estigmas de su caída.
   La Historia no nos dice cuándo pasó el hombre de la etapa de la caza a la etapa de la agricultura; quizá en la era neolítica, cuando se descubrió que se podía sembrar el grano. Podemos dar por sentado que esta nueva etapa exigió nuevas virtudes y convirtió las antiguas en vicios. la laboriosidad vino a ser más importante que el valor; la regularidad y la economía, más lucrativas que la violencia; la paz, más victoriosa que la guerra.
   Los hijos eran un capital para la economía familiar, de modo que la limitación de nacimientos se consideró inmoral. En la granja, la familia era la unidad de producción bajo la disciplina paterna y de las estaciones, y la autoridad del padre tenía una base económica firme. A los 15 años el niño normal entendía las tareas físicas de la vida; no necesitaba sino tierra, un arado y un brazo decidido. Así pues, se casaba temprano, casi en cuanto su naturaleza lo deseaba.
    Por lo que toca a las mujeres, la castidad era indispensable, porque su pérdida podía acarrear una maternidad sin protección. La aproximada igualdad numérica de los sexos exigía la monogamia. Este código moral agrícola de continencia, matrimonio temprano, monogamia sin divorcio y múltiple maternidad se mantuvo durante 1500 años en la Europa cristiana y en sus colonias blancas.
   La Revolución Industrial cambió la forma económica y la superestructura moral de la vida europea y americana. Hombres, mujeres y niños empezaron a salir del hogar para ir a trabajar como individuos, pagados individualmente, en fábricas construidas para albergar máquinas, no hombres. Cada decenio las máquinas se multiplicaban, y la madurez económica venía a mayor edad. Los hijos ya no eran un capital, los matrimonios se retrasaban, la continencia premarital resultaba más difícil de mantener. La autoridad del padre y la madre perdió su base económica ante el creciente individualismo industrial. La educación difundió la duda en materia religiosa; la moralidad perdió cada vez más apoyos sobrenaturales. El viejo código moral empezó a morir.
   En nuestro tiempo la guerra ha venido a aumentar las fuerzas que tienden a producir el relajamiento moral, pero la Historia nos ofrece algún consuelo por nuestro actual estado, recordándonos que el pecado ha florecido en todas las edades. Ni siquiera nuestra generación ha igualado todavía la popularidad de que gozaba la homosexualidad en Grecia o Roma antiguas, o en la Italia del Renacimiento. La prostitución ha sido perenne y universal, desde los burdeles de Asiria, reglamentados por el Estado, hasta los cabarés de hoy.
   De lo que ocurría en la Universidad de Wittenberg en 1544 escribe Lutero: “Las muchachas se están volviendo muy audaces, y siguen a los estudiantes hasta sus cuartos siempre que pueden, y les ofrecen su amor libre”. Montaigne cuenta que en su tiempo (1533-1592) la literatura obscena tenía un amplio mercado. Hemos anotado que en las excavaciones hechas cerca del lugar donde debió de estar Nínive se encontraron dados; hombres y mujeres han gustado del juego en todas las épocas. En todas las edades los hombres han sido deshonestos, y los gobiernos corrompidos (probablemente hoy menos que antes) en general. El hombre jamás se ha ajustado a los Diez Mandamientos.
   Ya hemos oído el punto de vista de Voltaire, de que la Historia es ante todo “una colección de crímenes, locuras y desgracias” de la humanidad, resumen a que se adhería Gibbon; pero detrás de la roja fachada de la guerra y la política, el adulterio y el divorcio, el asesinato y el suicidio, hubo millones de hogares bien ordenados, amantes matrimonios, hombres y mujeres bondadosos y afectuosos, preocupados por sus hijos y felices con ellos.
   Aun en la Historia escrita encontramos tantos ejemplos del bien, y hasta de nobleza, que podemos perdonar –ya que no olvidar- los pecados. Los dones de la caridad casi han igualado las crueldades de los campos de batalla y las cárceles. Así, no podemos estar seguros de que el relajamiento moral de nuestro tiempo sea heraldo de decadencia, y no la transición entre un código de moral que ha perdido sus bases agrícolas y otro que nuestra civilización industrial no ha forjado todavía.
   A primera vista la religión no parece tener ninguna conexión con la moral. Al parecer, el miedo fue el que creó a los dioses: miedo de las fuerzas ocultas en la tierra, los ríos, los mares, los árboles, los vientos y el cielo. La religión fue la adoración de estas fuerzas por medio de ofrendas, sacrificios, encantamientos y oraciones. Sólo cuando los sacerdotes aprovecharon estos temores y ritos para apoyar la moral y la ley pasó la religión a ser una fuerza vital y rival del Estado.
   Pero hasta el historiador escéptico aprende a respetar humildemente la religión cuando la ve presente en todas las naciones y en todas las edades. A los desgraciados, a los que sufren, a los huérfanos, a los viejos, ha llevado un consuelo sobrenatural que millones de almas estiman más valioso que cualquier ayuda material. Ha ayudado a padres y maestros a disciplinar a los jóvenes. Ha dado sentido y dignidad a la más baja existencia y, por medio de los sacramentos, ha traído estabilidad al trasformar los pactos humanos en solemnes relaciones con Dios.
   No se encuentra en la Historia, antes de nuestro tiempo, ejemplo significativo de una sociedad que mantuviera con buen éxito la vida moral sin ayuda de la religión. Francia, los Estados Unidos y otras naciones han separado sus gobiernos de todas las iglesias, pero han tenido el apoyo de la religión para mantener el orden social.
   Únicamente unos pocos Estados comunistas no sólo se han disociado de la religión sino que han repudiado su ayuda, y tal vez el éxito provisional de este experimento en Rusia se debe en gran parte a la aceptación temporal del comunismo como la religión del pueblo, el opio, dirán los escépticos, en remplazo de la Iglesia como dispensador de consuelo y esperanza. Si el régimen socialista no logra eliminar la pobreza, esta nueva religión puede perder el fervor que le profesan, y el Estado quizá pase por alto la restauración de las creencias sobrenaturales como ayuda para acallar el descontento. Mientras hay pobreza, habrá dioses.
(Continuará : El Este es el Oeste)

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