Sus reflexiones sobre la
salvación del hombre, enunciadas más de 15 siglos, hacen de este insigne
africano el más grande entre los Padres de la Iglesia.
SIN LA figura
excelsa de San Agustín de Hipona, la cristiandad no sería hoy lo que es. Todos
los cristianos, cualquiera que sea su confesión, apelan a su autoridad en
cuestiones fundamentales de la fe y en él ven al más grande pensador cristiano,
después de San Pablo. Su influencia, además, no se limita a la religión. Como
creador de un sistema vigoroso y nuevo de filosofía que dominó a Europa durante
la edad media, se cuenta entre los principales forjadores de la cultura
occidental.
Sus obras, escritas en vivaz y chispeante
latín, llenan 16 gruesos volúmenes de letra apretada. Entre ellas se cuentan
dos de las más notables de la literatura universal: La ciudad de Dios, grandiosa concepción de la lucha eterna entre el
bien y el mal, y las Confesiones,
donde nos relata con implacable franqueza el tortuoso camino que recorrió para
llegar a Dios. Aunque profundamente intelectual, San Agustín profesaba una fe
sólida y sencilla, cuyo mejor resumen está en su famosa plegaria: “Señor, Tú
que eres inmutable, concédeme el don de conocerme a mí mismo y la merced de
conocerte a Ti”.
Agustín nació en el año de 354 en África, en
Tagaste (hoy Souk-Ahras, en Argelia), pueblecito mercantil sometido al Imperio
Romano, como toda la costa septentrional africana. Su padre, el pagano
Patricio, fue concejal de la ciudad y famoso por sus accesos temperamentales;
su madre, Mónica, era cristiana.
San Agustín se crió en un ambiente de clase
media. De niño lo inscribieron como catecúmeno o aspirante a cristiano, pues el
bautismo se solía reservar para los adultos. En la escuela –recuerda Agustín en
sus Confesiones- recibía más castigos que premios: “No me gustaba el estudio.
Si no me hubiesen obligado, no hubiera aprendido nada”. De adolescente hizo
novillos siempre que pudo. Muerto su padre, recibió la ayuda de un amigo rico
de la familia, que reconoció su brillante talento y lo envió a la academia de
Cartago, capital del África romana.
“En torno de mí borbotaba un hervidero de
amores impuros”. Joven y apasionado, el estudiante pueblerino tomó una amante
fija con quien tuvo un hijo, su muy querido Adeadato (“dado por Dios”). Pero
también empezó a aplicarse a los estudios serios, y pronto sobresalió en la
retórica, asignatura que unía elementos de filosofía al arte de hablar en
público. Uno de los libros que leyó, el Hortensius
de Cicerón, obra hoy perdida, lo impresionó tan profundamente que “dirigió sus
oraciones al Señor”. Pero la Biblia le pareció una colección de “cuentos de
viejas”. La filosofía más que la Escritura era lo que satisfacía su apetito de
abstracción intelectual.
El primer contacto que tuvo con la religión
organizada fue a través de los maniqueos, secta que atraía sobre todo a las
mentes razonadoras. Siguiendo las doctrinas de un profeta persa llamado Mani,
enseñaban que nuestro mundo es resultado de una viejísima batalla entre la luz
y las tinieblas, y que cada alma humana es una diminuta partícula de luz
atrapada en una masa de oscuridad. Agustín, a pesar de su “espíritu inquieto”,
profesó el maniqueísmo durante nueve años. Su piadosa madre amaba al hijo con
devoción y, muy afligida por los descarríos filiales, rogaba a su obispo para
que guiara a Agustín por el verdadero camino de la fe cristiana. Mas el sabio
obispo le explicaba que aún no había llegado el momento. “Sigue tu obra y que
Dios te bendiga”, dijo a Mónica. “El hijo de tantas lágrimas no se perderá.
Ávido de beber la cultura latina en su
fuente misma, Agustín fue a Roma y después a Milán, donde ganó el muy codiciado
cargo de maestro. Harto de los atajos maniqueos para lograr la salvación,
después de probar de todo, desde la magia hasta la astrología, acabó
convirtiéndose en agnóstico. ¿Cómo podría encontrar la paz interior?
Su madre lo siguió a Italia y continuó
empujándolo discretamente hacia el cristianismo. En busca de la verdad, fue a
escuchar al famoso obispo de Milán, Ambrosio, cuyos inspirados sermones
indujeron la gran crisis espiritual en el alma de Agustín. Atormentado por su
pasión carnal, que él consideraba pecaminosa, Agustín despidió a su amante,
enviándola a África, y accedió a casarse con una “agradable doncella”. Pero
después rompió el compromiso y tomó una nueva concubina.
“Creí, escribe en sus Confesiones, “que
sería muy desdichado si no yacía entre los brazos de una mujer”. La vida
espiritual, en su concepto, era incompatible con los placeres, pero siempre que
rogaba al Señor que le concediera la castidad, una terca voz interior le decía:
“!...pero todavía no!
“Consumido por dentro”, Agustín sabía que le
era preciso elegir entre su pasión y su alma, y un día, en el jardincito de su
casa de Milán, tumbado a la sombra de una higuera y anegado en lágrimas, oyó de
pronto una voz de niño que cantaba detrás de la barda: Tolle, lege; tolle,
lege! (“Tómalo, lee; tómalo, lee”) ¡Por fin una señal! Vuelto a su casa, tomó
la Biblia y leyó las primeras palabras que cayeron bajo su mirada: “… no en
comilonas y borracheras, no en deshonestidades y disoluciones… Mas revestíos de
nuestro Señor Jesucristo y no busquéis cómo contentar los antojos de vuestra
sensualidad”. (Epístola de San Pablo a los Romanos 13, 13-14).
La paz descendió sobre su espíritu. El
creyente de 33 años de edad y su hijo de 15 fueron bautizados un Sábado Santo
por Ambrosio. Como la conversión de San Pablo camino de Damasco, el bautismo de
San Agustín señaló un hito indeleble en la historia de la cristiandad. “Ansiaba
yo honores, dinero, matrimonio”, escribiría más tarde, “y Tú, oh Señor, me
confundiste… ¡Haz ahora que mi alma, librada por Ti de tan viscoso lodazal,
sólo en tu Ser descanse!
Agustín volvió al África del Norte para
vivir en la meditación. Las buenas conversaciones y los rostros amigos iban a
ser su única satisfacción. De regreso en Tagaste, compartió una modesta casa
con aquellos compañeros que, como él, habían dado la espalda al mundo;
observaban reglas de disciplinas y pobreza personal, trabajaban manualmente y
dedicaban gran parte de su tiempo a debatir las cuestiones de la fe. Así se
formó el núcleo germinal de la orden perpetuada hoy en los monasterios
agustinos de todo el mundo.
San Agustín demostró ser un brillante
expositor del Verbo, y muy pronto su reputación se propagó por el África
septentrional. Una vez le pidieron que fuera a otra ciudad a dirimir un
problema religioso, y él, prudentemente, evitó pasar por cualquier población
necesitada de sacerdotes; pues no tenía intención de ordenarse. Pero después
visitó el puerto de Hippo Regius (Hipona) y asistió a los oficios en la
catedral, cándidamente ignorante de que el anciano obispo de la ciudad buscaba
un sacerdote que le ayudara. A una señal dada, Agustín fue apresado por la
turba, y, pese a sus llorosas protestas, lo llevaron a presencia del obispo,
quien lo ordenó inmediatamente. Cuando el obispo murió, cinco años después,
Agustín ocupó el obispado.
Durante 35 años (desde 395 hasta su muerte,
en 430) el hombre que se había consagrado al “completo desasimiento del tumulto de los bienes caducos”, sirvió como
alto clérigo (y también como magistrado de lo civil) en un bullicioso puerto
mediterráneo donde todo podía ocurrir. Las horas de distracción eran pocas. El
numeroso grupo cristiano de Hipona estaba azotado por las disidencias. No bien
desaparecía un cisma, cuando ya otro levantaba la cabeza. Y lo mismo ocurría en
otras urbes, tanto de África septentrional como de Europa. Agustín, que en su
tiempo también había sido disidente, consideró entonces que su deber primero y
principal estaba en fortalecer la unidad cristiana.
Predicaba una vez al día, y a veces dos,
para explicar los temas fundamentales del Nuevo testamento. Los 500 y pico
sermones que se han conservado demuestran que San Agustín fue uno de los más
grandes predicadores de todos los tiempos. Pero su arma principal era la
palabra escrita. Si consideramos la enormidad de su obra (232 libros y
panfletos), nos maravillaremos de que haya podido pergeñarla en una sola vida.
Sus escribientes se turnaban para garrapatear en hojas de papiro la brillante
prosa que él les dictaba, mientras paseaba rápidamente de un lado a otro del
cuarto. Hurgando entre sus profundos conocimientos de los autores antiguos (y
sobre todo de Platón), dio un sólido fundamento filosófico al credo aún
balbuciente. ¿Qué significaba ser cristiano? Muchos de los grandes dogmas del
cristianismo todavía esperaban su definición. Y San Agustín fue uno de los
primeros en aclarar conceptos trascendentales, como el de la Trinidad, en forma
tal que todos los cristianos pudieran entenderlos.
Así se erigió en guardián de la fe por
voluntad propia. Arguyendo ora en este punto, ora en aquel otro, según lo
exigiera la ocasión, fue forjando poco a poco su sistema de teología. Entre los
errores a cuya refutación dedicó sus mejores años, estaba el promovido por el
monje inglés Pelagio, quien enseñaba que el hombre puede salvarse por su libre
albedrío, y que la gracia de Dios no es esencial para ello. En su lucha contra
los pelagianos, Agustín formuló la célebre doctrina de la predestinación: La
humanidad –razonaba- quedó manchada para siempre por el pecado de Adán. Si
queremos salvarnos, necesitamos la gracia de Dios, que nos llega como in libre
don y no como premio por nuestra fe o nuestros merecimientos. Solamente Dios
sabe quiénes son los elegidos, porque El nos ha predestinado desde la
eternidad.
Este énfasis puesto por San Agustín en la
gracia fue, muchos años después, una de las grandes palestras de la Reforma.
(Lutero, que antes de romper con Roma había sido fraile agustino, se apoyó
notablemente en San Agustín, cuyas obras leyó muchas noches hasta quemarse las
pestañas).
En el año 410 un ejército de godos conquistó
Roma y la saqueó. Fue un asolador revés para la civilización, y más de un
pagano creía que la catástrofe se hubiera evitado si Roma hubiese seguido fiel
a los dioses antiguos. A Cristo le faltaba fuerza para proteger a la ciudad.
Entonces pidieron a Agustín que exhibiera el error de quienes así se
expresaban, pues se esperaba mucho de su ascendiente, incluso entre los
paganos, que lo tenían por filósofo sobresaliente.
Así, a la edad de 59 años, Agustín se
entregó a su obra maestra, La ciudad de
Dios, en la cual iba a trabajar intensamente durante 13 años. El monumental
libro apareció en etapas, y pasó a ser el tratado predilecto de Europa durante
casi mil años. En su majestuosa visión el autor describe a la humanidad
dividida en dos comunidades o “ciudades”, que coexisten sin cesar. La ciudad
celeste está constituida por todos aquellos que aman a Dios más que a sí
mismos. La ciudad terrenal está formada por los que se aman a sí mismos y
“desdeñan a Dios”. Los dos grandes Estados rivales tienen que chocar
forzosamente y la historia no es más que la lucha constante entre esas dos
comunidades invisibles.
Agustín había cumplido ya 76 años cuando una
horda de vándalos asoló el norte de África, destruyendo todo a su paso. Al
llegar los invasores a Hipona, el gran anciano se convirtió en alma de la
resistencia. Predicando a la angustiada población exhortaba a los creyentes a
que pusiesen su fe en Dios.
Al tercer mes del asedio Agustín cayó
enfermo. Mandó clavar los salmos penitenciales de David en la pared, al lado de
su lecho, y pasó en oración sus últimos días. Hasta el final estuvo en plena
posesión de sus facultades. Como no tenía fortuna que legar, no hizo
testamento, pero rogó a sus hermanos que conservaran su preciosa biblioteca,
donde había manuscritos de sus obras.
Un gigante había desparecido. Dos siglos
después la cristiandad de África murió sofocada por la conquista árabe, pero ya
para entonces el legado espiritual de San Agustín era un bien común de todo el
Occidente. Espoleado por el poderoso intelecto agustiniano, el cristianismo
pudo lanzarse a la conquista definitiva del espíritu occidental.
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