Innegablemente
estamos viviendo una crisis de los fundamentos que sustentan nuestra forma de
habitar y organizar el planeta Tierra y de tratar los bienes y servicios de la
naturaleza. En la perspectiva actual están totalmente equivocados, son
peligrosos y amenazadores del sistema-vida y del sistema-Tierra. Tenemos que ir
más lejos.
Dos de los
padres fundadores de nuestro modo de ver el mundo, René Descartes (1596-1650) y
Francis Bacon (1561-1626) son sus principales formuladores. Veían la materia
como algo totalmente pasivo e inerte. La mente existía exclusivamente en los
seres humanos. Estos podían sentir y pensar mientras que los demás animales y
seres actuaban como máquinas, desposeídas de cualquier subjetividad y propósito.
Lógicamente,
esta comprensión creó la ocasión para que se tratase a la Tierra, a la
naturaleza y a los seres vivos como cosas de las cuales podíamos disponer a
nuestro gusto. En la base del proceso industrialista salvaje está esta
comprensión que persiste aún hoy, incluso dentro de las universidades llamadas
progresistas, pero rehenes del viejo paradigma.
Las cosas, sin
embargo, no es que sean así. Todo cambió cuando A. Einstein mostró que la
materia es un campo densísimo de interacciones, y más aún, que ella en realidad
no existe en el sentido común de la palabra: es energía altamente condensada.
Basta un centímetro cúbico de materia, como le oí decir en 1967 en su último
semestre de clases en la Universidad de Munich a Werner Heisenberg, uno de los
fundadores de la física de las partículas subatómicas, la mecánica cuántica, que
si ese poco de materia fuese transformado en pura energía podría desestabilizar
todo nuestro sistema solar.
En 1924 Edwin
Hubble (1889-1953) con su telescopio en el Monte Wilson en el sur de California,
descubrió que no solamente existía nuestra galaxia, la Vía Láctea, sino cientos
de ellas (hoy cien mil millones). Notó, curiosamente, que se están expandiendo y
alejándose unas de otras a velocidades inimaginables. Tal verificación llevó a
los científicos a suponer que el universo observable había sido mucho menor, un
puntito ínfimo que después se inflacionó y explotó, dando origen al universo en
expansión. Un eco ínfimo de esa explosión puede ser identificado todavía, lo
cual permite datar el evento como algo ocurrido hace 13.700 millones de años.
Una de las
mayores contribuciones que están desmantelando la antigua mirada sobre la Tierra
y la naturaleza proceden del premio Nobel de química el ruso-belga Ilya
Prigogine (1917-2003). El dejó atrás la concepción de materia como inerte y
pasiva y demostró experimentalmente que elementos químicos colocados bajo
determinadas condiciones pueden organizarse a sí mismos bajo modelos complejos
que requieren la coordinación de billones de moléculas. Estas no necesitan
instrucciones ni los seres humanos entran en su organización. Ni siquiera
existen códigos genéticos que guíen sus acciones. La dinámica de su
autoorganización es intrínseca, como la del universo, y articula todas las
interacciones.
El universo
está penetrado de un dinamismo autocreativo y autoorganizativo que estructura
las galaxias, las estrellas y los planetas. De vez en cuando a partir de la
Energía de Fondo se producen afloraciones de nuevas complejidades que hacen
aparecer, por ejemplo, la vida y la vida consciente y humana.
Toda esa
dinámica cósmica tiene tiempos propios: tiempo de las galaxias, de las
estrellas, de la Tierra, de los distintos ecosistemas con sus representantes,
cada uno también con su propio tiempo, de las flores, de las mariposas, etc. Los
organismos vivos especialmente tienen sus tiempos biológicos propios, uno para
los microorganismos, otro para los bosques y las selvas, otro para los animales,
otro para los océanos, otro para cada ser humano.
¿Qué hemos
hecho nosotros modernamente para gestar la crisis actual?
Inventamos el
tiempo mecánico y siempre igual de los relojes. Él dirige la vida y todo el
proceso productivo, no tomando en cuenta los demás tiempos. Somete el tiempo de
la naturaleza al tiempo tecnológico. Un árbol, por ejemplo, necesita 40 años
para crecer y una motosierra lo derriba en dos minutos. No cultivamos ningún
respeto hacia los tiempos de cada cosa. Así no les damos tiempo de rehacerse de
nuestras devastaciones: contaminamos los aires, envenenamos los suelos y
quimicalizamos casi todos nuestros alimentos. La maquina vale más que el ser
humano.
Al no
concedernos un sábado, bíblicamente hablando, para que la Tierra descanse, la
extenuamos, la mutilamos y dejamos que enferme casi mortalmente, destruyendo las
condiciones de nuestra propia subsistencia.
En este
momento estamos viviendo un tiempo en el que la propia Tierra está tomando
conciencia de su enfermedad. El calentamiento global indica que ella va a entrar
en otro tiempo. Si seguimos maltratándola y no la ayudamos a estabilizarse en
ese otro tiempo, podemos contar las décadas que faltan para la tribulación de la
desolación. Por causa de nuestros equívocos no concientizados y formulados hace
siglos que no hemos corregido y obstinadamente reafirmamos.
Con Mark
Hathaway escribí El Tao de la Liberación, premiado en Estados Unidos con
medalla de oro en nueva ciencia y cosmología.
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