Había una vez un gran barco trasatlántico muy parecido al Titanic.
Navegaba entre Londres y Nueva York cuando, una noche, chocó con un iceberg. El
impacto provocó un agujero en el casco por donde entraba el agua a raudales.
Los marineros bombeaban frenéticamente el agua, pero entraba con demasiada
intensidad. Así las cosas, los ingenieros probaron otra estrategia, intentar
sellar la parte del barco que se anegaba, pero no lo consiguieron. ¡El barco se
iba a hundir!
Al comprobar que el buque estaba
perdido, el primer oficial corrió al camarote del capitán para avisarle del
desastre y pedir órdenes: era necesario lanzar los botes salvavidas y desalojar
el barco.
-
Señor, hay un agujero en el casco y no
para de entrar agua. No podemos achicarla. El barco se hunde –dijo el oficial.
El capitán se encontraba
de pie, frente a un gran espejo de cuerpo entero, cepillando su flamante
americana azul. Al acabar de oír estas palabras, levantó lentamente la cabeza y
miró a los ojos del oficial:
- Caballero, ¿no ve que estoy ocupado en
mi uniforme? ¡Ya le he dicho mil veces que debemos ir siempre impolutos! ¿Dónde
iríamos a parar sin pulcritud ni disciplina? –respondió enojado.
El capitán agachó de
nuevo la cabeza para continuar limpiando su americana. El primer oficial no
podía creer lo que estaban viendo sus ojos. Esta vez, alzó la voz con un tono
más bien histérico:
- Pero, señor, ¿qué importa eso ahora?
¡Si no desalojamos el barco, vamos a morir todos en unos minutos!
Esta vez, el capitán no
se dignó a mirarle. Con el aplomo que le daba ser la máxima autoridad del
barco, dijo:
- ¡Es usted un irresponsable! ¡Queda
suspendido de empleo y sueldo! Retírese y no salga de su camarote en todo el
día.
De
manera análoga, cuando nos preocupamos demasiado de nuestra imagen, nuestra
seguridad económica…- de cualquier cosa, en realidad-, estamos apartándonos de
la realidad, porque lo cierto es que el barco de nuestra vida –la de todos- ¡se
hunde! Todos vamos a morir, así que ¿a qué viene tanto alboroto por nimiedades?
Enfrentarse
a la realidad de la impermanencia de todas las cosas –empleando el lenguaje de
los budistas-, a la inevitabilidad de la muerte; aceptar este hecho natural,
inevitable e incluso bueno es sano a nivel psicológico porque nos permite
gravedad a todo. La muerte lo relativiza todo, como dicen. Pensar en la propia
muerte es uno de los mejores mecanismos para madurar y tranqulizarse, para
ganar fuerza emocional.
Vivir a Dios desde dentro
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