lunes, 1 de diciembre de 2014

CARTA PASTORAL / José Carmelo MARTÍNEZ LÁZARO, Obispo de Cajamarca



Carta Pastoral del Señor Obispo de Cajamarca  Excmo. Mons. Fr. José del Carmelo Martínez Lázaro. O. A. R. con motivo del Nuevo Año Litúrgico.

El tiempo de Adviento, con que la Iglesia inicia el nuevo año litúrgico 2014, es una ocasión privilegiada para reflexionar sobre nuestra vocación cristiana y nuestro quehacer pastoral en las circunstancias que nos toca vivir, deseando que los miembros de la Iglesia de Cajamarca “sepamos discernir los signos de los tiempos y crezcamos en la  fidelidad al Evangelio; que nos preocupemos por compartir en la caridad las angustias y las tristezas, las alegrías y las esperanzas de los hombres, y así les mostremos el camino de la salvación (plegaria eucarística V/c), siendo un elemento de entendimiento y progreso en la sociedad civil donde se halla insertada.

Por eso, no podemos dejar de observar estas situaciones que marcan el escenario eclesial y social de Cajamarca. Es inquietante el ambiente de sobresalto y violencia que se expresa en múltiples modos: sufrimos violencia verbal y una actitud de permanente agresión personal, padecemos violencia en las instituciones públicas y privadas. Hemos perdido el sentido genuino de la institucionalidad y los ciudadanos parecen hallarse en una situación de desconcierto que sólo halla su resolución en la agresión y la frustración. Constatamos hechos que implican pérdidas de vidas humanas que han sido respondidos con la protesta tanto personal como de varias instituciones, pero eso no ha logrado cambiar las fuentes de zozobra y de conflicto. Una protesta es una demostración exterior de insatisfacción; pero si no tiene los cauces necesarios y atinados, no modifica permanentemente las causas de la injusticia contra la que se reclama; ni cambia ni mejora sustancialmente a las personas.
Además, constato con tristeza que muchos padres de familia hacen largas filas, pasan frío, sufren incomodidad, para encontrar una vacante en algún colegio para sus hijos. Es necesario ampliar la oferta y la calidad educativas. Es necesario crear nuevos colegios e implementarlos apropiadamente, tanto en infraestructura como con docentes idóneos: ¡Qué será de nuestros niños, niñas y jóvenes sin oportunidades de educación!

Estas circunstancias, y muchas más, vulneran la vida de nuestras familias, que viven con intranquilidad permanente. La situación laboral, la pobreza, la marginación, la violencia familiar, y la violencia contra la mujer son extremos. El anhelo de todos es que nuestro pueblo logre la paz social y un clima donde las esperanzas de cada persona puedan ser logradas. Esto no es posible en las circunstancias actuales y con las posibilidades objetivas sólo produce mayor frustración. Ese no es un clima propicio para promover la dignidad humana. La Iglesia tiene como misión iluminar los diversos eventos de la historia, ella “va caminando junto con toda la humanidad, experimenta la misma suerte del mundo, siendo fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios” (GS 40).

San Juan Bautista, heraldo de Cristo, es uno de los protagonistas del adviento. Su exhortación va dirigida a cada persona, pero también a quienes representaban las instituciones públicas de su tiempo (Lc. 3, 10-18). Su firme llamado oscila entre la integridad de cada individuo, su resonancia en el bien común de la sociedad y su proyección hacia el fin último de cada persona: su salvación. Liturgia de adviento impulsa a la Iglesia a renovar su anuncio a todos los pueblos: Dios viene. Este es también un llamado a estar preparados y vigilantes favoreciendo una conversión sincera. Conversión que es personal, nunca individual, es decir, con connotaciones y consecuencias comunitarias, eclesiales y sociales.
Como en los tiempos bíblicos, en nuestra comunidad y sociedad cajamarquina debemos sentirnos interpelados por esta llamada a la purificación de nuestros corazones abriéndolos a Cristo que viene, y lo hemos de expresar en un cambio de actitud personal y social que nos ayude a realizar un camino para construir una sociedad fraterna, justa y solidaria.

Llamada a una conversión personal
No podemos esperar un cambio permanente y constructivo si no nos proponemos un cambio personal de mente y de corazón. Para eso debemos estar dispuestos a abrazar el exigente camino de los valores, que son discernidos en común, y de las virtudes, que son dadas como inherentes a la naturaleza del ser humano.

La corrupción social  e institucionalizada empieza por una corrupción personal. La clave de una sociedad en progreso es la honradez de cada ciudadano. Es imposible pensar que todos seamos controlados por la autoridad pública en cada acto individual. No es posible tener un policía detrás de cada ciudadano. Querer controlar a cada persona en todos sus actos mediante la fuerza pública produce una situación irrespirable. Pero la corrupción existe y con frecuencia contribuimos con su propagación. Contribuimos a la corrupción cuando cedemos a la tentación del soborno o la coima para acelerar un trámite pequeño o para ganarse un favor en negocios de gran envergadura, o cuando queremos comprar la justicia. Es destructivo para conseguir  la sociedad que queremos cuando delinquimos y el delito queda oculto. Se comete un daño enorme al bien social cuando se dicta una sentencia injusta contra el inocente. Condenar a un inocente es más grave, muchísimo más grave, que absolver a un culpable. Más aún si el inocente es condenado por no tener medios para comprar su libertad.

¿Cómo podemos ser honestos, autoridades y dirigentes, si no lo somos en la intimidad de nuestra vida personal? Las autoridades y dirigentes fueron en su momento ciudadanos comunes como la mayoría de nosotros. Todos, según la Constitución peruana, somos potenciales autoridades. Si no hay honestidad personal ¿quién podrá convertirse en una autoridad o en un dirigente honrado? Si preferimos la violencia como  respuesta ¿quién será el ciudadano que sea promotor de la paz? Si nuestro modo de actuar es la coima ¿quién podrá ser elegido para ser autoridad que administre honradamente el dinero público?

Es ingenuo pensar que las grandes reformas o cambios pueden venir simplemente desde los estamentos superiores o de la fuerza pública. Una ley, una sentencia judicial, un programa político, una promesa electoral, una medida policial, una ordenanza municipal, una marcha de protesta, un reclamo y unas pancartas, o peor un insulto o el atropello de los derechos de los demás no pueden mejorar una sociedad. Sólo es posible una mejoría con una opción personal y nueva actitud desde los valores y virtudes.

El adviento nos exige una mejor disposición para ser personas virtuosas y contribuir al bien de los demás. Una persona que rechaza la virtud hace que su existencia misma se convierta en un peligro público. El significado de su vida es negativo. Y aunque nadie puede ser coaccionado a ser honesto y a contribuir positivamente en la sociedad, pues, esta es una opción libre, responsable y soberana: quien no opta por esta actitud nueva carece de la calidad moral y desmerece en sus reclamos.

Llamada a una conversión eclesial
Contribuir al bien común exige hoy en día la formación integral de las personas. Sin educación una sociedad se arruina. Por eso que la tarea principal de los Pastores del pueblo de Dios es la formación espiritual de las personas, la solidez de su sentido ético y consolidación de una conciencia luminosa. Su fundamento es la belleza y la bondad del discípulo de Cristo. Esto impide imponer los deberes por simple coerción o moralismo. La doctrina católica que propone el mensaje del Evangelio y de la Tradición de la Iglesia ha sido y es constructora de personajes de grandes valores. Esto lo demuestran personajes de todos los tiempos: León Magno, Agustín de Hipona, Bernardo de Claraval, Catalina de Siena, Juana de Arco, Francisco de Asís, Juan Bosco, Toribio de Mogrovejo, Juan Pablo II, son algunos pocos ejemplos de cómo es posible para un individuo virtuoso transformarse y transformar.

La Iglesia cumple su misión evitando el intimismo. Los males del mundo no deben ser excusas para reducir nuestra entrega. Debemos asumir el desafío de descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de participar en esa marea algo caótica que puede convertirse en una verdadera experiencia de fraternidad (EG 87). La Iglesia ha de salir de sí misma para ir hacia el otro, hacia las periferias humanas, a los débiles. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría del amor, ya no palpita el entusiasmo de hacer el bien (EG 2). Pero de nada serviría el encuentro con el necesitado si no es rescatado de su necesidad. El primer objetivo de la caridad o, si se quiere llamarla de otro modo, promoción humana; es que el necesitado deje de serlo. Por ejemplo, la auténtica solicitud por el pobre es que deje de ser pobre. Es una falsa caridad hacer que el pobre siga siendo pobre haciéndolo dependiente.

La Iglesia no desea valerse de la sociedad, sino a estar a su servicio sin perder su fisonomía y su misión. Ella se reduce cuando sólo trata de conservar unas costumbres y usos sin elevarse sobre ellos para proponer a Cristo y su acción como fermento de bien y paz. Su colaboración es esencial, aunque no sea esto perceptible a causa de la fragilidad de sus miembros.

Llamada a una conversión comunitaria y social
Aunque vivimos en una sociedad plural y en un Estado que se define como no confesional, las aspiraciones más elevadas de nuestra convivencia constitucional se inspiran en los valores que tiene origen cristiano: la primacía de la persona como fin supremo de la sociedad y del Estado es un claro ejemplo. Las libertades y derechos no son tales porque lo dice la Constitución sino porque pertenecen al ser humano y son recibidos de Dios mismo. Y son inalienables aunque las constituciones de los países no lo dijeran.

La familia es el eje  fundamental de la sociedad; en ella se forjan los valores personales, comunitarios y sociales y se adquieren las habilidades racionales. La familia, su unión, su vivencia de afecto, comprensión, ayuda permanente, motiva a cada uno de sus integrantes a crecer en un ambiente sano y a formarse como persona única e irrepetible. Es responsabilidad de los padres proponer a sus hijos los valores y virtudes que los harán mejores personas. La familia tiene la responsabilidad de ser fuente de alegría, de animar a las buenas acciones, de ser ejemplo de abnegación para dar sin esperar nada a cambio, de ser forjadora de comprensión y armonía, de enseñar a superar las dificultades. Con amor todo se supera y las cargas se hacen más livianas.

Todos deseamos vivir en un clima de paz y de bienestar, es un derecho que reconoce la Constitución en el artículo 2, Nº 22. Pero la consecución de esa paz y crear un ambiente adecuado para el mejor desarrollo de la vida personal y social, no sólo corresponde al Estado y a las instituciones, sino a todos. El Estado y las instituciones harán lo que les corresponde, pero cada ciudadano también es responsable. Por eso es indispensable, por el bien y el futuro de la sociedad en Cajamarca, que se produzca un diálogo sincero y franco. Un diálogo interdisciplinar entre todos los actores sociales que desvelen opciones a tantos conflictos y rémoras. Muchos conflictos surgen como respuestas a obvias injusticias, otros son provocados por intereses no justificables. Hay mentalidades que buscan hacer conflicto y sembrar caos en cada oportunidad, aún en momentos más dramáticos se carece del pudor más mínimo.

Sin embargo, el diálogo no desechas las opiniones diferentes sino que busca canalizarlas. Es necesario escucharnos para confrontar nuestras ideas buscando el bienestar de todos. Diálogo es excluir los insultos. Insulta el mediocre porque no tiene la sabiduría para proponer y convencer.

Es claro que las autoridades del Estado tienen una gran responsabilidad en la gestión de la sociedad, pero es imposible que puedan atender al detalle el destino y bienestar de cada ciudadano. Esto corresponde a cada persona, a cada familia. Debemos desterrar la falsa convicción según la cual el Estado es responsable de la prosperidad o felicidad de cada individuo o de cada familia. Esto no es posible en ningún sistema del mundo. Cada ciudadano es, y más en una República, responsable de su propia realización y de promover el bien común. El mejor modo de contribuir a que las personas hagan opciones que las conduzcan a mejores logros es proporcionarles una educación de la máxima calidad posible. Educación que no sólo se limita a la mera información, sino que proporciona una profunda formación humanística.

Las instituciones tutelares del Estado, no obstante tienen una gran tarea que cumplir. En primer lugar es recobrar y reafirmar la mayor credibilidad posible. Una credibilidad real porque cumplen sus fines con integridad y profesionalidad. Hoy sabemos que popularmente las sentencias o los apercibimientos judiciales para muchos ciudadanos tienen sólo valor formal; pero no real. Es imposible pensar que en sociedades verdaderamente democráticas se vote por personas requisitoriadas o en procesos judiciales. Esto significa que no se cree en la administración de justicia. Es muy necesario restablecer su crédito social. Sin un sistema de justicia de máxima reputación no hay paz social posible. Nunca se podría establecer si finalmente un contrato es obligatorio entre las partes o si un crimen quedará impune, o si se restablecerá el orden jurídico cuando este se violenta. ¿Cómo  esperar prosperidad sin la justicia más básica?

El Estado debe garantizar la seguridad pública. Cuando un ciudadano percibe la carencia de las Fuerzas Policiales y está seguro que está ante quien cuida de sus derechos y de su vida, tenemos una institución que ofrece una contribución incomparable para el bien común. Pero cuando el abuso, la arbitrariedad, la coima, el chantaje toman su lugar, el daño es casi irreparable. Del policía debemos esperar ejemplaridad y una recta conducta. Cuando ocurre lo contrario, una institución imprescindible se convierte en amenaza. ¿Cómo esperar así paz social?

Los cargos y oficios públicos deben estar ocupados por los mejores ciudadanos, que no les absorba la ambición del poder por el poder. La corrupción avalada  por proclamas “roba pero hace obra” sólo revela un desplome de la auténtica democracia.

Debemos tener una firme convicción de que es posible revertir el mal que existe en nuestra sociedad, y potenciar el bien que subsiste. Quiero animar al diálogo constructivo, al argumento informado, al proyecto fundamentado para redirigir nuestra amada sociedad.

Deseo que especialmente la Iglesia sea pionera de este diálogo, que exponiendo su inagotable doctrina y sus mejores obras contribuya al progreso y a la construcción de la paz en nuestra sociedad. Sabemos que nuestro fin supremo se halla en Dios y con Dios; pero ese fin se construye en este mundo que él mismo nos ha dado como tarea. Los fines temporales y los eternos tienen a los mismos protagonistas, Dios y el hombre.

Inspirados en María, la Madre Dolorosa, acojamos este llamado a la conversión y a la esperanza, y abramos nuestro corazón a Cristo, el Dios-Hombre que se hizo ciudadano de su propia patria, que vence al pecado y al mal, y camina con nosotros construyendo su Reino.

Con mi bendición episcopal. Cajamarca, 30 de noviembre del 2014.

Esta carta pertenece a los perfumes de otro rosal, aroma que se impregnó por la gentileza de Juan Carlos Pérez Chávez quien nos alcanzó la primera copia en su afán de divulgación. Expresamente me refiero a mi viaje de excursión Trujillo-Cajamarca, para celebrar realmente el cumpleaños de Yolanda y que terminó “con broche de oro” [obteniendo una valiosa información], las exhortaciones de un Pastor a la altura de su  tiempo y sus propias circunstancias, después de celebrar el Día festivo por excelencia, la Misa en la Catedral “Santa Catalina” en la cual participamos en la ceremonia previa: “encender el cirio y leer el compromiso de la Corona de Adviento”; lo mejor que nos podía pasar. En la sección de avisos se anuncia sobre la existencia de la Carta Pastoral y de allí nace el vivo interés de hacerla mía.

Tenía en mente dar a conocer las riquezas naturales del lugar, [Porcón, por ejemplo]. Por ahora, dejo a los historiadores que narren las grandezas de aquella geografía y me detengo en las directrices para mantener la armonía de dicho suelo.

Agradezco nuevamente a Juan Carlos, por la copia, que ahora se convierte, por su presentación, en una fuente original para nuestros seguidores nacionales y extranjeros…Quiero entender que es el párroco, servidor de la Catedral, presente en el confesionario, presente en los avisos, atendiendo en el Despacho y obsequioso con los foráneos imprimiendo el documento con presteza, [en domingo], comprendiendo mi actitud de entonces, como si le dijera: “Cartero, entrégame esa carta”.


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