PRÓLOGO /
VICENTE CLAVEL
“Rodó no fue
sólo un teorizante, un cenobita del pensamiento. En su iniciación quiso llevar
sus prédicas a la juventud, aspirar el ambiente de la calle, hacer un ágora de
cada plaza, ejercer un apostolado intelectual para elevar la condición moral e
intelectual ante el ara santa de las ideas”.
“El día 1 de
mayo del año 1917, a las diez de la mañana, falleció el filósofo de la dulzura,
J. E. Rodó, en el más triste de los anónimos, desconocido, lejos de su suelo de
origen (Uruguay) (que hoy conserva sus despojos mortales en el Panteón de los
hombres mortales que han merecido honor de la patria), sin amigos que le
ayudaran a bien morir, y sin más amor alrededor de su lecho de agonía, que la
caridad helada que irradia la frialdad de una sala de hospicio (San
Severio-Palermo)”.
¡Cuál sería el último pensamiento de Rodó!
Acaso de tristeza al ver que no podría continuar estos Nuevos motivos de Proteo, que absorbían todas las potencias de su
alma creadora de Bondad y Belleza; acaso de esperanza al ver que América surgía
poderosa en el instante en que Europa aparecía condenada a la destrucción y a
la ruina; acaso de angustia al pensar que la juventud hispanoamericana que él
había aleccionado con su ejemplar Ariel, no estuviera a la altura de su misión
llegado el momento supremo de salvar una brillante tradición civilizadora que
agonizaba en el continente europeo, donde naciera…”.
I
EL NIÑO DIOS
De toda la pintoresca variedad del
Nacimiento vistoso -- con el divino
Infante, la Madre doncella, el Esposo plácido, las mansas bestias del pesebre--
, no venía a mí más dulce embeleso ni sugestión más tenaz, que los que traía en
sí esta idea inefable: “Dios, en aquel día, era niño…” Niño en el cielo, niño
de verdad, como lo representaba la figura. Mientras yo contemplaba el inocente
simulacro, un celeste niño gobernaba el mundo, oía las plegarias de los
hombres, distribuía entre ellos mercedes y castigos… ¿Cuándo la idea del Dios
humanado, del Dios hecho hombre extremo de amor, pudo mover en corazón de
hombre tan dulce derretimiento de gratitud, mezclado a la altivez de tamaña
semejanza, como en el corazón de un niño la idea del Dios hecho niño?
Hoy, que convierto en materia de análisis
los poemas de mi candor – el hombre es el crítico, el niño es el poeta--, se me
ocurre pensar cuán apetecible sería que Dios fuese niño una vez al año. En la
“política de Dios” hay, sin duda, inescrutables razones, arcanos planes,
propósitos altísimos, a los que se debe que su intervención en las cosas del
mundo se reserve y oculte con frecuencia, y que su justicia, mirada desde este
valle obscuro, parezca morosa e inactivo su amor. El día de Dios-niño, toda esa
prudencia de Dios desaparecería. Al Dios sabio y político sucedería el Dios
sencillo y candoroso, cuya omnipotencia obraría de inmediato, en cabal
ejecución de su bondad. En ese día de gloria no habría inmerecido dolor que no
tuviese su consuelo, ni puro ensueño que no se realizase, ni milagro reparador
que se pidiera en vano, ni iniquidad que persistiera, ni guerra que durara. A
ese día remitiríamos todos la Esperanza, y el mayor mal tendría un plazo tan
breve que lo sobrellevaríamos sin pena. ¡Oh, cuán bella cosa sería que Dios
fuese niño una vez al año, y que éste fuera el bien que anunciasen las campanas
de navidad!...
Pero, no… Ahora toman otro sesgo mis
filosofías del recuerdo del niño-Dios. Antes que lamentarse de por qué Dios no
sea niño de veras durante un día del año, acaso es preferible pensar que Dios
es niño siempre, que es niño todavía.
Cabe pensar así y ser grave filósofo. El Dios en formación, el Dios in fieri en el virtual desenvolvimiento
del mundo o en la conciencia ascendente de la humanidad, es el pensamiento que
ha estado en cabezas de sabios. ¿Y hemos de considerarla la peor, ni la más
desoladora, de las soluciones del Enigma?... ¡Niño-Dios de mi retablo de
Navidad! Tú puedes ser un símbolo en que todos nos reconciliemos. Tal vez el
Dios de la verdad es como tú. Si a veces parece que está lejos o que no se cura
de su obra es porque es niño y débil. Ya tendrá la plenitud de la conciencia, y
de la sabiduría, y del poder, y entonces se patentizará a los ojos del mundo
por la presentánea sanción de la justicia y la triunfal eficiencia del amor.
Entre tanto, duerme en la cuna. Hermanos míos: no hagamos ruido de discordia,
no hagamos ruido de vanidad, ni de feria, ni de orgía. Respetemos el sueño de
Dios-niño que duerme y que mañana será grande… ¡Mezcamos todos con recogimiento
y silencio, para el porvenir de los hombres, la cuna de Dios!
II
EL ASNO
Asno del pesebre donde el Señor vino al
mundo: yo te quería y te admiraba. Tú eras, en aquel espectáculo, el personaje
que me hacía pensar. Iniciación preciosa que te debo. Tú, abanicando con los
atributos de tu sabiduría, diste aliento a la primera chispa de libre examen
que voló de mi espíritu. Tú fuiste mi Mefistófeles ¡oh Asno! Por amor a ti, por
la caridad y compasión con que me inundabas el alma, me hiciste concebir los
primeros asomos de duda sobre el orden y arreglo de las cosas del mundo, y aun
sospecho que, por este camino, me llevaste, con inocencia de los dos, a los
alrededores y arrabales de la herejía.
Verás cómo. Yo, prendado de la gracia
inocente y dulce que hay en ti, y que no suelen percibir los hombres, porque se
han habituado a mirarte con la torcida intención de la ironía, me interesaba
por tu suerte. Viéndote allí, junto a la cuna de Dios, me figuraba que te era
debido algún género de gloria. Entonces preguntaba cuál fue tu destino
ultratelúrico, y me decían que para los asnos no hay eternidad. Para los asnos
no hay en el mundo sino trabajo, burla y
castigo, y después del mundo, la nada… La nueva ley no modificó en esto las
cosas. El sacrificio del Hijo de Dios, no alcanzó a ti. El esclavo viejo de
Pompeya que debió de trazar, bajo tu imagen dibujada en la pared, la
inscripción de amarga ironía: --Trabaja,
buen asnillo, como yo trabajé, y aprovéchate a ti tal como a mí me aprovechó--,
dijo la desventura del asno pagano al cristiano. De poco te valió
estar presente en el nacimiento del
Señor, ni más tarde llevarlo sobre tus lomos, en la entrada en Jerusalén, entre
palmas y vítores. Ni mejoró tu suerte en la tierra, ni, lo que es peor, se te
franqueó el camino del cielo. A mí, este privilegio de la promesa de otra vida
para el alma del hombre, con exclusión de la candorosa alma animal, capaz de
inmerecido dolor remunerable y capaz también de una bondad que yo no había
aprendido todavía a discernir de la bondad humana, porque aun no había
estudiado libros de filosofía, se me antojaba un tanto injusto y me dejaba un
poco triste. ¡Cómo! El perro fiel y abnegado que muere junto a la tumba del amo
acaso torpe y brutal; el león hecho pedazos en la arena infame; el caballo que
conduce al héroe y participa del ímpetu heroico; el pájaro que nos alegra la
mañana; el buey que nos labra el surco; la oveja que nos ofrece el vellón, ¿no
recogerán siquiera las migajas del puro festín de gloria a que nos invita el
amor de Dios después de la muerte?...—De esta manera me acechaba la pravedad
herética tras el retablo de Navidad.
Quedábamos en que para ti no hubo
Nochebuena. Asno amigo; pero siglos después estuviste a dos dedos de la
redención. Un paso más y te ganas los fueros de la inmortalidad, con el
suplemento de una tregua y alivio en tu condición terrena. Fue cuando, en
humilde pueblo de la Umbría, apareció aquel hombre vago, y tal vez loco, que se
llamó Francisco de Asís. ¡Venturoso momento! La piedad de este hombre se
extendía, como los rayos del sol, sobre todo lo creado. Sentía, presa de
exaltadas ternuras, su fraternidad con las aves del cielo, con las bestias del
campo y hasta con las fieras del bosque. Hablaba amorosamente del Hermano Lobo,
del Hermano Cordero y de la Hermana Alondra. Era como el corazón de Cristo
rebosando de su amor por nosotros y derramándose sobre la naturaleza. Era un
Sakiamuni menos triste y austero, más iluminado de esperanza. Parecía venido a
predicar un Testamento Novísimo, ante el cual el nuevo pasase a viejo. ¡Yo
creo, y Dios me perdone, que a él también le acechaba la herejía! Pero se
detuvo, o no lo comprendieron del todo, y la naturaleza siguió sin Nochebuena.
Tú, Asno hermano, perdiste con ello tu redención, y acaso no perdimos menos los
hombres.
¡Ah, si el dulce vago de Asís se hubiera
atrevido!...
III
SUEÑO DE
NOCHEBUENA
En nochebuena era soñar despierto, girando
la mariposa interior en torno a la imagen de luz pura, que ya aparecía,
infantil, en el regazo de la Madre; ya a márgenes del lago o sobre el monte,
con sus rubias guedejas de león manso;
ya trágica y sublime, entre los brazos de la Cruz. Mi imaginación era
invencionera; la fe le daba alas. Cuentos, leyendas, ficciones de color de rosa
nacían de aquel soñar. Una recuerdo. No sabía reproducirla con su tono, con el
metal de voz de la fantasía balbuciente. Será una idea de niño dicha con acento
de hombre; será un verso de poeta que ha pasado por manos de traductor.
Era en la soledad de los campos, una noche
de invierno. Nevaba. Sobre lo alto de una loma, toda blanca y desnuda, se
aparecía una forma, blanca también, como de caminante cubierto de nieve. En
derredor de esta forma flotaba una claridad que venía, no de la luz de la
linterna, sino del nimbo de una frente. El caminante era Jesús.
Allá donde se eriza el suelo de ásperas
rocas, un bulto negro se agita. Jesús marcha hacia él; él viene, como receloso,
a su encuentro. A medida que el resplandor divino lo alumbra, se define la
figura de un lobo, en cuyo cuerpo escuálido y en cuyos ojos de siniestro brillo
está impresa el ansia del hambre. Avanzan; párase el lobo al borde de una roca,
ya a pocos palmos del Señor, que también se detiene y le mira. La actitud dulce,
indefensa, reanima el ímpetu del lobo. Tiende éste el descarnado hocico y aviva
el fuego de sus ojos famélicos.; ya arranca el cuerpo de sobre la roca… ya se
abalanza a la presa… ya es suya…, cuando Él, con una sonrisa que filtra a
través de su inefable suavidad la palabra:
--Soy yo--, le dice.
Y el lobo, que lo oye en el rapidísimo
espacio de atravesar el aire para caer sobre él, en el mismo rapidísimo
espacio muda maravillosamente de apariencia: se transfigura, se deshace, se
precipita en lluvia de blancas y fragantes flores. A los pies de Jesús, entre
la nieve, las flores forman como una nube mística, sobre la que el divino
cuerpo flotara. Y todo mi afán de poeta consistía, en que se entendiese que no
fue voluntad del sagrado caminante, ni intervención de lo alto, lo que movió la
transformación milagrosa, sino que fue la virtud del propio sentir del lobo
espantado, loco, al reconocer a quien iba a destrozar con sus dientes: virtud
en que arrepentimiento, dolor, vergüenza, ternura, adoración, se aunaron como
en un fuego de rayo, y derritieron las entrañas feroces, y las refundieron en
aquella forma dulcísima, todo ello, mientras declinaba la curva del salto, que
tuvo por arranque la intención de hacer daño…Agregaba mi cuento que, el Señor,
mirando a las flores que a sus plantas había, hizo sonar los dedos como quien
llama a un animal doméstico. Entonces, de bajo el manto de flores se levantó,
cual si se despertara, un perro grande, fuerte y de mirada noble y dulce, de la
casta de aquellos que en las sendas del Monte San Bernardo van en socorro del
viajero perdido.
Algunas veces asocio a mi ficción candorosa
la idea de esas súbitas conversiones de la voluntad, que, por la avasalladora
virtud de una emoción instantánea, remueven y rehacen para siempre la
endurecida obra de la naturaleza o la costumbre: Pablo de Tharsos herido por el
fuego del cielo, Raimundo Lulio develando el ulcerado pecho de su Blanca, o el
Duque de Gandía frente a la inanimada belleza de la Emperatriz Isabel.
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