Entre tan riquísimo “surtido”, esto es lo
innegable: Kafka es un hombree de una autenticidad extraordinaria. Kafka es un
artista colosal, de máxima sensibilidad. Kafka es un apasionadísimo buscador de
la verdad. Kafka no puede apaciguar su anhelo ni contentarse sino con Dios.
Kafka tiene el valor de romper con cuanto vínculo o compromiso se opone a sus
ansias de eternidad y de absoluto. Kafka escribe con la misma enorme sinceridad
con que vive. Escribe para ver claro y, como mensaje, para que se vea claro.
Kafka universaliza así su drama íntimo porque Kafka es ante todo, y sobre todo,
poeta. Kafka es único en esto: en el heroísmo de llegar a una situación límite
particularmente suya: renuncia a toda esperanza para encararse con la más
completa desesperanza y, en tal situación límite, se encuentra, como en
inesperada recompensa, con que –destruida toda esperanza—en el hombre hay, sin
embargo, algo indestructible, y esto ya es una nueva ventana abierta a la
esperanza: y hasta llega así a definir la fe con extraña penetración, no como
abstracta convicción, según Rochefort, sino como real y concreta
reincorporación a lo indestructible.
“Creer
significa: liberar en sí lo indestructible o, más exactamente, su
indestructible o, aún más exactamente: ser” (Id.p. 208).
En fin, Kafka durante casi toda su vida fue
el poeta de la eternidad, pero de una eternidad vacía, torturante. Su
atormentador ambiente lo condujo a este absurdo concepto de una eternidad como
al revés: si para Platón el tiempo es la imagen móvil de la inmóvil eternidad,
para Kafka, por aberración, el tiempo es la imagen inmóvil (inmovilidad ante El Castillo) de una móvil eternidad
(siempre se aleja El Castillo).
Mas, al final, llega el mensajero del
Castillo: la comunicación: la esperanza: ¿la gracia?
Luego, si Unamuno es el poeta de la
eternidad en el tiempo, y Machado el poeta del tiempo en la eternidad, Kafka,
al final, es sencillamente el poeta de la eternidad.
La trágica poesía de la vida de Kafka es la
trágica poesía de su obra.
Kafka durante su vida de martirio pudo
haberse definido a sí mismo en relación a Dios con sólo estas tres trágicas
palabras: “Soy su ausencia”.
Por ese tormento acaso ya a la hora de su
muerte haya podido clamar con acento trémulo de trueno por lo que fue, y de
exultación por la adveniente eternidad: “Soy su presencia”.
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