jueves, 15 de marzo de 2012

NUESTRA HERENCIA DE ROMA. Por Ernest HAUSER.

       En nuestro afán de puntualizar
       por qué cayó el imperio más noble
       del mundo, olvidamos frecuentemente
       los valores imperecederos que nos dejó.
                                                                UN DÍA de otoño de 1764, un joven romántico inglés, llamado Edward Gibbon, se hallaba sentado entre las ruinas del Capitolio de Roma, entregado a la meditación. Quería saber cuál había sido la causa de la caída del imperio que en otro tiempo abarcó "la mejor parte de la tierra y la porción más civilizada de la humanidad". Aunque han surgido muchos testimonios corroborantes desde que Gibbon escribió, como resultado de sus reflexiones, la monumental obra Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, hoy encontramos, bajo los síntomas de deterioro que él vio en el superpoderío de Roma, valores que han dejado una huella indeleble en nuestra civilización.

"¡Recuerda, romano, que este será tu destino: gobernar a las naciones; mantener una paz justa; perdonar al vencido; aplastar al soberbio!" Era el propio Virgilio, el cantor de la gloria romana, quien había señalado a Roma su excelsa misión, que la elevó e impulsó a ejercer su dominio como fuerza civilizadora. Sus principales conquistas se consumaron en los tiempos de la República. En sólo siete siglos, una aldea de pastores sita a orillas del Tíber y fundada, según la leyenda, por los hermanos gemelos Rómulo y Remo en el año 753 a. de J. C., se había convertido en dueña y señora de las tierras mediterráneas y de gran parte  del interior de Europa. Había logrado esta posición gracias al acendrado valor de sus campesinos-soldados, a su genio organizador y a su virtud de hacer que las naciones sojuzgadas se sintieran a gusto bajo las alas del águila romana. Un gobierno magníficamente equilibrado, ideado para regular la vida de una ciudad, sirvió para regir a toda la mancomunidad. Se trataba del senado romano, compuesto de ciudadanos respetables y experimentados, que revisaba toda la legislación, manejaba el erario público, trataba con las potencias extranjeras, declaraba la guerra o firmaba la paz y era, en fin, el representante de Roma.


   La mayoría de los patriotas que hundieron sus puñales en el cuerpo de Julio César, en los idus de marzo del año 44 a. de. J. C., eran senadores. Para ellos, esta sangrienta hazaña constituía el único medio de salvar a la República. Pero, aunque mataron al aspirante a la monarquía, no mataron la ambición monárquica, pues Augusto, sobrino nieto e hijo adoptivo de César triunfó donde éste había fracasado. Y así nació un imperio que habría de durar cinco centurias y servir de modelo a todos los imperios coloniales de los tiempos modernos. Entre sus setenta y tantos emperadores, hubo hombres buenos, malos y mediocres; sabios, crueles, débiles y fuertes. Uno de ellos, Marco Aurelio, filósofo, nos dejó sus Meditaciones, un libro que ha servido como generosa fuente de inspiración. Otros procedían de países extranjeros, como el español Trajano; otros más, rivales aspirantes al trono, luchaban a muerte entre sí.


   En teoría, el emperador era el hombre mejor de todos; pero en la práctica fue muchas veces un simple avariento. Su poder, equivalente a la suma de los principales puestos administrativos y electivos de la desaparecida República, era absoluto. El senado estaba reducido a la impotencia. Mientras gozara de popularidad entre las fuerzas armadas, el soberano estaba por encima de la ley. El asesinato era el único freno eficaz para el régimen unipersonal, y a él se recurría siempre que se consideraba necesario.


   Hacia el siglo III de nuestra era, el Imperio abarcaba todos los territorios que van desde Gran Bretaña hasta la frontera persa; desde el Rin y el Danubio hasta las arenas del Sahara. En esta extensión habitaban cerca de 100 millones de almas. Sus fronteras estaban guardadas por un ejército de 300,000 legionarios bien remunerados. Una red de calzadas -algunas de las cuales conservan hasta nuestros días el magnífico pavimento tendido por los romanos- se entrecruzaba por los vastos dominios. Sus embarcaciones, bien pertrechadas, patrullaban las rutas marítimas y fluviales. El correo circulaba a la asombrosa velocidad de 65 kilómetros por día. A Roma afluían mercaderías procedentes de todos los confines del mundo. Con excepción de uno que otro disturbio fronterizo, la famosa pax romana perduró sin interrupción por espacio de unos 250 años. El Imperio era el lugar seguro para vivir.


   La uniformidad de la civilización hacía posible una unión firme de las provincias. En cada ciudad importante se adoraba a los dioses en los mismos templos llenos de columnas. En los mismos estadios gigantescos se celebraban juegos espectaculares y sangrientos: luchas entre gladiadores, carreras de cuadrigas, lidia de animales salvajes. Funcionarios civiles esmeradamente preparados administraban la justicia. La propiedad estaba protegida. El delito se castigaba, pero los ciudadanos podían exigir que los juzgara el emperador. Como hazaña de organización civil y estatal, el Imperio romano no ha sido superado jamás.


   La ciudad de Roma era el vibrante núcleo de este super-Estado. Con su perímetro de 19 kilómetros, se había convertido en una maravilla del mundo. Ya desde que Augusto, el primer emperador, la encontró "hecha de ladrillo" y la dejó "hecha de mármol", según sus propias palabras, los soberanos sucesivos fueron derrochando sumas abrumadoras en su embellecimiento. Uno de los estadios, el Circo Máximo, tenía capacidad para 250,000 espectadores. Once acueductos trasportaban diariamente a la capital más de 1300 millones de litros de agua fresca de las montañas. Las termas o baños, con sus grandes naves abovedadas, milagro de ingeniería, estaban todo el día llenas de ociosos que se entregaban a la murmuración y la maledicencia. Roma, desde la colina del Palatino, el altivo palacio de los Césares, presentaba una vista tan grandiosa que un príncipe persa que la visitó en el año 375 de la era cristiana, se preguntó en voz alta: "¿Vive aquí algún mortal?"


   Hoy sabemos, no obstante, que aquella magnificencia era, en realidad, poco más que un espejismo. La distribución de la riqueza era mezquina, pues lo que le faltaba a Roma era una clase media acomodada. Según se deduce de los censos, aquella urbe que deslumbraba a los visitantes con su imperial suntuosidad no tenía más que 1800 mansiones de lujo frente a 46,600 casuchas de vecindad. Un minúsculo grupo de individuos de la alta sociedad se mantenía en equilibrio inestable sobre un populoso y mísero proletariado, que subsistía gracias a las dádivas imperiales y al proverbial "pan y circo". Pero tampoco era la opulencia de la clase alta tan exorbitante, ni tan "obscena" como la han hecho aparecer los forjadores de leyendas. El despilfarro consistía ante todo en costosos banquetes. "Se han dicho mil disparates acerca del lujo de los romanos, presentándolo  como una de las causas de su decadencia", escribe J. C. Stobart en La grandeza de Roma.


   Y, haciendo caso omiso de la depravación de ciertos emperadores, puede afirmarse que la sociedad romana no estaba corrompida ni pervertida. No atribulaban a Roma el delito organizado, ni las drogas, ni los desertores de la escuela, ni la miseria urbana. Aun reconociendo que la prostitución, masculina y femenina, fuese un factor común de la vida, y el divorcio lo más corriente, habría que retorcer mucho la realidad para afirmar que Roma "declinó y cayó" por estar moralmente podrida.


   ¿Dónde estaba la falla? Por un lado, la prosecución de la felicidad topaba a cada paso con el obstáculo de un sistema social despiadado. Pocos lograban franquear las barreras sociales. Una poderosa burocracia, que entre otras cosas se valía de la tortura, tiranizaba al pueblo, destruyendo de raíz sus medios de vida. Muchos agricultores modestos abandonaban sus tierras ancestrales abrumados por los impuestos para sumarse a la filas de las desesperadas masas urbanas. La esclavitud, enraizada en el empleo forzado de prisioneros de guerra, llegó a proporciones casi increíbles en la época imperial. Al mismo tiempo que los traficantes de esclavos iban en busca de mercancía humana por remotos continentes, algunos mercados -como el de la isla de Delos- expendían decenas de miles de esclavos extranjeros cada día. Los esclavos eran los que hacían las labores más bajas, y producían y reparaban toda clase de objetos. Todo esto dejaba poco margen para el progreso y la inventiva. La técnica no adelantaba. No había mercados, ni demanda de artículos manufacturados. En vez de una economía en auge constante, había estancamiento.


   La feraz Italia, en otros tiempos próspera exportadora de productos agrícolas, se convirtió en una tierra estéril. En el Imperio moribundo desaparecieron virtualmente los campesinos independientes. ¿Por qué cultivar la tierra si se podían importar vinos de Grecia, cereales de África del Norte, aceite de oliva de España? Un interminable torrente de oro salía de Roma para pagar importaciones y financiar desmesurados proyectos de construcción en las ciudades de las provincias. El dinero perdió todo su valor y la gente se dedicó al simple trueque, viniendo como consecuencia el caos.


   Hasta nosotros ha llegado un edicto del emperador Diocleciano que declara la congelación de precios y salarios, y establece severos castigos para los agiotistas. Por ejemplo, los panaderos que vendían su producto a un precio superior al oficial, se exponían a la ejecución. Al mismo tiempo, se reorganizaban radicalmente el ejército y la administración pública. A los hijos se les obligaba a seguir el oficio de sus padres. La disciplina era el signo de los tiempos. Las medidas tomadas por Diocleciano lograron detener la inflación, y cuando la mala salud lo obligó a retirarse en 305 d. de J. C., se había ganado el título de "Reconstructor del Imperio".


   Sin embargo, había algo que no marchaba bien. El Imperio era un coloso sin alma. Cada fase de la vida estaba caracterizada por la carencia de propósitos. Se diría que los antiguos dioses perdieron su poderío; pocos daban a Júpiter y a Venus más categoría que la de bellas estatuas que adornaban el Capitolio. Los anhelos espirituales de las masas no encontraban la debida satisfacción.


   Y fue Pablo, el apóstol de los gentiles, quien llevó por primera vez un mensaje de salvación a estos corazones angustiados. Los primitivos cristianos de Roma fueron los esclavos, los proscritos que habitaban en los barrios miserables. Ellos eran los pobres de espíritu. Indudablemente, la desorientación espiritual del mundo pagano favorecía esta causa, pues, a escasos tres siglos de la muerte de Cristo, un emperador romano, Constantino el Grande, abrazó el cristianismo. Y al establecer la "Nueva Roma" -Constantinopla_ en las costas del Bósforo, dividió en dos al Imperio.


   Roma murió como había nacido: por la espada. En las incultas tierras de Asia había sucedido algo que sigue siendo oscuro hasta el día de hoy. Los pueblos se pusieron en movimiento. Una horda desmandada, con muchas cabezas, integrada por gente semisalvaje -godos, vándalos, hunos- se lanzó sobre Roma. Con una mezcla de repugnancia y de temor, los romanos -como habían hecho los griegos- los llamaban bárbaros. Y esta palabra fue sinónima de hecatombe universal.


   Roma fue sitiada y saqueada tres veces. En una frenética danza de la muerte, nueve emperadores se sucedieron durante los últimos 20 años del Imperio. Y cuando, en el año 476, un jefe tribual de los bosques del Danubio, Odoacro, rey de los hérulos, invadió a Italia y depuso al último emperador -un adolescente llamado Rómulo Augústulo-, se nombró a sí mismo primer rey bárbaro de Italia. Pocos de sus contemporáneos se detuvieron a considerar que acababa de morir el imperio más grande del mundo.


   "La historia de su ruina es clara y sencilla", concluye Gibbon. "Y, en vez de averiguar por qué fue destruido el Imperio romano, deberíamos sorprendernos de que haya durado tanto tiempo".


   ¿Qué fuerza mágica -podríamos preguntarnos- le había permitido sostenerse? Una respuesta a esa pregunta puede hallarse en aquellas virtudes ancestrales que habían inspirado a los grandes hombres de Roma, en el pasado. A través de los años de decadencia, persistió el anhelo de que volvieran aquellos "buenos tiempos". En la memoria de todo romano pervivían nombres como los de Cicerón y Pompeyo; se siguió leyendo a los antiguos poetas y filósofos; volvían a narrarse las famosas historias de los legendarios héroes de Roma. Y era la fuerza de las antiguas instituciones e ideas, de algún modo presentes en la sangre del romano, lo que mantenía vivo al Imperio, mucho después de haber perdido su razón de existir.


   Roma no podía esfumarse así como así. Las antiguas provincias -Hispania, Galia, Italia, Romania- se trasformaban en nuevas naciones y empezaban a hablar en lenguas romances, derivadas del latín vulgar de las legiones. El latín literario quedó como lengua culta. Y el derecho romano, perfeccionado por generaciones de grandes jurisconsultos de Roma, enriqueció con sus humanitarias y bien ponderadas doctrinas los sistemas legales del mundo occidental. Pero, por encima de todo, el concepto romano de la consagración del hombre al bien de la comunidad es lo que hasta hoy rige nuestra conciencia cívica. El moderno servidor público, dedicado a la más decorosa carrera que la nación puede ofrecer, tiene contraída con Roma una deuda de gratitud.


   Mantener vivos y trasmitir esos valores fue la misión histórica del Imperio romano. Su propio derrumbamiento, en el momento mismo en que ocurrió, ya no tenía gran importancia. En la muerte del Imperio estaba la victoria. Su misión civilizadora había quedado cumplida con grandeza.-



SELECCIONES DEL Reader´s Digest. Octubre-1972.

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