viernes, 23 de marzo de 2012

LOS DIEZ MANDAMIENTOS. Por Ernest HAUSER.

Dadas entre humo y fuego a un pueblo antiguo,
estas sencillas reglas constituyen la guía más 
inspirada y perdurable para la conducta moral.

EL M O N T E   S I N A Í, estaba humeando, por haber descendido a él el Señor entre llamas; subía el humo de él como de un horno, y todo el monte causaba espanto... Y llamó el Señor a Moisés a aquella cumbre y Moisés subió... En seguida pronunció el Señor todas estas palabras: Yo soy el Señor Dios tuyo...
                                                                           DE ESTA manera el libro del Éxodo prepara el escenario para el importante mensaje de los diez mandamientos, dictado por el mismo Señor. El Decálogo sigue siendo nuestro código ético fundamental. Piedra angular del derecho hebreo, fue aceptado de todo corazón por la cristiandad. Junto con el padrenuestro y el credo, constituyen el cimiento mismo sobre el cual descansan la enseñanza cristiana.

    El encuentro del Sinaí, que ocurrió alrededor del año 1250 a. de J. C. se alza como un hito  en la historia de la civilización. Es el acontecimiento principal del Antiguo Testamento desde la creación y el diluvio. Los israelitas habían huido de Egipto, donde estuvieron sometidos a trabajos forzados. con escasos víveres, vagaban por el desierto en busca de la tierra prometida. La emigración era lenta; corrían riesgo de extraviarse y levantaban sus tiendas de negras pieles de cabra donde encontraban un lugar protegido. Les mantenía el ánimo su heroico libertador, Moisés, una de las figuras más grandes e inspiradoras de la antigüedad.

    De ascendencia hebrea, Moisés nació y se educó en Egipto. Por matar a un capataz egipcio que maltrataba a un esclavo israelita, huyó probablemente a Arabia, donde contrajo matrimonio y se estableció, en la creencia de que pasaría allí el resto de su vida. Pero Dios había elegido para otros fines a aquel hombre atlético, enérgico e instruido. Hablándole desde una zarza ardiente, ordena a Moisés que vuelva a Egipto para libertar a sus atribulados compatriotas. Moisés obedece de mala gana, y de esa manera se convierte en mediador entre Dios e Israel.

    Mientras Moisés escala el monte Sinaí, se comunica con Dios, y el Señor le da dos tablas de piedra en las cuales Él ha escrito, con sus propios dedos en ambas caras, los diez mandamientos. Moisés desciende con las tablas de la Ley. Al acercarse al campamento hebreo presencia la escena vergonzosa. Los israelitas han fundido los zarcillos de sus mujeres para hacer un becerro de oro, ídolo pagano que en ese momento adoran con una danza ceremonial. Sorprendiéndolos en el acto, Moisés, "irritado sobremanera, arrojó de la mano las tablas y las hizo pedazos a la falda del monte". Sólo después de haber sido castigados los culpables dice Dios a Moisés que prepare dos nuevas tablas y que inscriba, esta vez por su mano, el mismo Decálogo.

    El convenio o tratado del monte Sinaí era una alianza. Desde su elevada posición, el Señor ofrecía su mano a Israel en un acto de gracia. Él protegería a su pueblo; éste guardaría su ley. Evidentemente algo de gran importancia ocurrió a este pueblo "de dura cerviz" en el camino de Canaán. Lo que contemplamos es el nacimiento de una nación: guiados por Moisés, los viajeros cambian el yugo de Egipto por el yugo de Dios.

    A partir de entonces las tablas  iban a servir como símbolo de su nacionalidad. Con madera recubierta de láminas de oro hicieron el arca de la alianza, y dentro pusieron las dos piedras. Cuando las tribus descansaban, la guardaban en un sencillo templete: el tabernáculo. En los viajes llevaban el arca con ellos (incluso en las batallas). Más tarde el rey Salomón la colocó  en lo más sagrado de su templo; en ese lugar, custodiado por dos querubines dorados, sólo el sumo sacerdote podía entrar una vez al año. Probablemente las tablas fueron rotas y desaparecieron en la destrucción que sufrió el templo en el año 587 a. de J. C.
                                  Yo soy el Señor Dios tuyo,
                         que te ha sacado de la tierra de Egipto,
                                   de la casa de la esclavitud.
                         No tendrás otros dioses delante de mí.

    La fuerza del primer mandamiento* está comprobada por el hecho de que Israel -con su tenaz y exclusivo culto de un solo Dios invisible, ratificado entre humo y fuego- se irguió  durante más de mil años como una fortaleza solitaria del monoteísmo en el mundo pagano. (El historiador romano Tácito se maravilla al comprobar que "los judíos creen en un  Dios único, a quien perciben tan sólo con la mente") En  retribución por su continua presencia, el Señor pedía dedicación total. O, para decirlo con las palabras de Martín Lutero, "todo el corazón del hombre, junto con toda su confianza, puestos en Dios y en nadie más".

* La Biblia habla de "diez" mandamientos, pero no les da número. Algunas sectas funden los dos primeros en uno solo, y dividen el último en noveno y décimo. Los hebreos cuentan la primera frase como el primero y agregan la siguiente al segundo.

                               No te harás para ti imagen de escultura,
                                 ni figura alguna de las cosas que hay
                                  arriba en el cielo, ni abajo en la tierra,
                                    ni en las aguas debajo de la tierra...
                         No tomarás el nombre del Señor tu Dios en vano.

    En esos dos mandamientos resuenan ecos de viejas prohibiciones. Los pueblos  primitivos, hasta los que hoy perduran, tienden a atribuir a los nombres propiedades mágicas: creen que al nombrar a alguna persona se ejerce poder sobre ella. Lo mismo se aplica a la posesión de una imagen suya, ya sea una figura de arcilla o una fotografía. Por tanto, hay que abstenerse de nombrarla o representarla. Dios debe ser soberano y libre, sin intrusión de magia. No debe decirse su nombre, salvo en el acto de adoración; no se debe representar en efigie, ni ha de inclinarse uno ante ella.

    A medida que Israel evolucionó y adquirió una civilización más compleja, se pasó por alto la regla secundaria contra la semejanza de "cosas", acaso en imitación de la creación divina. Sabemos que el mismo templo de Jerusalén estaba decorado con leones esculpìdos, palmeras y flores. Pero ninguna de las excavaciones hechas en Palestina a través de los siglos por arqueólogos acuciosos ha descubierto una sola imagen del Señor.

                             Acuérdate de santificar el día sábado...
   La Biblia nos ofrece dos versiones del Decálogo, una en el Éxodo (20) y otra en el Deuteronomio (5). En la del Éxodo, que nos es más familiar, se nos recuerda la razón de observar el descanso sabático: el hecho de que Dios trabajó seis días para hacer el mundo y descansó el séptimo. Así el hombre, en señal de respeto por el descanso divino, reposa al terminar la semana. Pocas leyes antiguas han tenido tan profundo efecto como la de un día sagrado cada siete. Con su prohibición de realizar trabajo alguno, tanto para el amo como para el criado, el cuarto mandamiento ha incitado a la legislación social.

                                        Honra a tu padre y a tu madre,                              
                             para que vivas largos años sobre la tierra
                                   que te ha de dar el Señor Dios tuyo.
    Hasta entonces el Decálogo se había ocupado en la relación del hombre con Dios. Ahora se preocupa de la relación de los hombres entre sí. Y el quinto mandamiento es como un puente, pues al honrar a nuestros padres honramos también en su persona sal Padre Eterno. Este hermoso mandamiento no se dirige sólo a los jóvenes, sino también a los adultos, y se interpreta de modo que abarque la correspondiente obligación de bondad para con nuestros hijos. Sus consecuencias sociales son profundas. Por el hecho de mostrar  pìedad hacia los padres, incluyendo a los ancianos y a los desamparados, cada generación contribuye a mantener la estructura familiar y la de toda la colectividad. El acatamiento de esta ley moral contribuyó en considerable medida a la supervivencia de Israel.

                                                    No matarás.
                                           No cometerás adulterio.
                                                     No hurtarás.
                         No levantarás falso testimonio contra tu prójimo.

    El rápido ritmo de esos cuatro mandamientos tiene un peculiar sonido magnetizante. Aquí nos encontramos ante la forma más antigua de todo el Decálogo: una simple lista de prohibiciones que corresponden a las palabras reales de las tablas de Moisés.

    "El texto del Decálogo tal como ahora lo conocemos contiene 600 letras hebreas", me dijo un famoso erudito especializado en la Biblia. De haber tenido tantas palabras, esas tablas de piedra hubieran sido tan grandes que ni el mismo Moisés habría podido bajarlas de la montaña. Probablemente  las adiciones son resultado de decisiones sacerdotales tomadas en casos determinados. Pero los mandamientos seis, siete, ocho y nueve se conservan todavía como fueron escritos, respetados por el tiempo y más impresionantes por su brevedad.
                                    No codiciarás la casa de tu prójimo;
                              no desearás su mujer, ni esclavo, ni esclava,
                    ni buey, ni asno, ni cosa alguna de las que  le pertenecen.

    Los diez mandamientos eran un código de conducta moral. El respeto por la vida, el matrimonio, la propiedad y la reputación era condición mínima e indispensable para que una  sociedad primitiva y cerrada pudiera sobrevivir. El último mandamiento del Decálogo presenta una situación más evolucionada, y revela de pronto la transición de la vida nómada a la de una colectividad establecida: la Tierra de Promisión, con buey, asno y casa.

    Pero el aspecto más revolucionario del último mandamiento es que apela a nuestros mejores sentimientos: "No codiciarás". Es éste un nuevo avance en el frente moral. Mientras los cuatro mandamientos anteriores condenaban hechos reprochables, el pecado de codicia tiene asiento en la mente humana. Se nos pide que vigilemos los secretos abismos del corazón.Obedecer este severo precepto que sigue la pista a la bestia hasta su escondido cubil, requería del pueblo un raro sentido de la moralidad.

    El único castigo que ocasionaba desobedecer alguno de los diez mandamientos era afrontar la ira de Dios. Si bien varios de los delitos que se mencionan, como el adulterio y el asesinato, podían castigarse con la muerte, según la ley hebrea, el Decálogo no es un código penal. El pecado lleva en sí su propia pena. O, para decirlo con las palabras de Moisés: "Vuestro pecado os descubrirá". El juez es la conciencia individual.

    Vistos en este aspecto, los diez mandamientos son un modelo de legislación. Cuando más los estudiamos, más nos admira lo mucho que abarcan: fuera de ellos no podemos ser buenos ni malos.

    Los diez mandamientos constituyen el eslabón vivo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Se ve a Cristo como a un nuevo Moisés: "No penséis que yo he venido a destruir la doctrina de la ley ni de los profetas: no he venido a destruirla, sino a darle su cumplimiento".  Jesús había sido educado según los mandamientos, y los sabía de memoria. "Si deseas la vida eterna, guarda los mandamientos", aconseja bruscamente a un joven rico que solicita su consejo. Pero en su ministerio fue mucho más allá del hecho de reconocer mecánicamente el Decálogo. Vio en él no sólo un conjunto de reglas rígidas, sino un paso hacia un concepto totalmente nuevo: el amor cristiano.

    Cuando se le pidió que nombrara el mayor de los mandamientos, respondió Jesús: "Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente... Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos está cifrada toda la ley y los profetas". Y luego, unas pocas horas antes de su muerte: "Un nuevo mandamiento os doy: que os améis unos a otros".

    Así, paso a paso, Cristo elevó los diez mandamientos hasta darles una nueva dimensión en la cual brillaron con pura luz espiritual. Su antigua calidad prohibitoria, nacida entre humo y fuego en el monte Sinaí, se halla ahora eclipsada por la esperanza. Pero su mérito como norma moral universal perdura.

    Hoy, cuando volvemos a esa antigua ley suprema, hallamos diez sencillas soluciones para una multitud de problemas que nos tienen perplejos. Sólo una cuestión permanece sin respuesta: ¿Poseemos, o podremos encontrar, la energía suficiente para vivir según el Decálogo?

                         -- Ernest HAUSER.      

1 comentario:

  1. Los Diez Mandamientos,
    diez sencillas soluciones a multitud de problemas a base de coraje e intencionalidad.

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