Una palabra bien elegida puede
economizar cantidad enorme de
pensamiento. MACH.
PARA AMARNOS es preciso comprendernos; pero para comprendernos es menester que seamos sinceros. ¿Lo somos siempre...?
Nada se presta tanto para las nobles tareas como el lenguaje; pero tampoco no hay otro bastardo más servil para todo género de bajezas.
Aliado del alma, cuyas más delicadas vibraciones recoge, puede ser también su verdugo y decapitarla.
La palabra es, pues, un arma de doble filo: lo mismo puede servir para defendernos que para atacar; igual se la emplea para el consuelo que para el desahucio; tanto puede ser utilizada para enaltecer como para denigrar.
En eso se parece a esas navajas sicilianas, que a la mañana hacen la cruz antes de cortar el pan de los hermanos y por la noche se tiñen de sangre en la venganza, brillantes de odio y de amor.
¡Amor y Odio...! Aunque los gramáticos nos hablen de ambiguo, epiceno, masculino, femenino y neutro, yo no conozco otros géneros que esos dos para el lenguaje. Como no conozco sino una sola manera de hablar bien, aunque no sea gramatical: la verdad, y una sola manera de hablar mal, aun dentro del ceñido juego de las reglas: la mentira.
El orador más elocuente, aquel que tiene pendiente al auditorio de sus frases, el de más recursos y gloria verbal, no podrá compararse nunca al silencioso acusador que con una simple palabra puede destruir todas sus afirmaciones.
En ese sentido Cicerón era superior a Demóstenes; Hiporeides a Esquines, porque los últimos -según el orden de la comparación- no vacilaban en "convertir la causa mala en buena". Y Sócrates, que no era orador, que no conoció la elocuencia, que fue tímido ante la multitud como lo prueba el diálogo platónico, que tuvo por ágora la tumultuosa y sucia plaza del Cerámico ateniense, resulta, ante la historia, más grande que todos ellos porque dio la vida para defender sus palabras. Era en la primavera de 399, a. de J. C., bajo los cielos más hermosos de Grecia, cuando entre el sueño del laurel y la frescura del mirto, la voz de los goces arcádicos, filtrándose, convidaba a la ligereza y el renunciamiento.
Se dice que el rostro es el espejo del alma. Habría que agregar que la palabra lo es del corazón y de la mente. Por ella sabemos todo lo que de cobardía, de cálculo, de grandeza, de idealismo, de bajezas hay en las cimas iluminadas y en las honduras sin luz del silencio íntimo del hombre (1).
Mejor que el semblante, no siempre descifrable, la palabra nos da concepto y clave, al mismo tiempo, de la persona. Si no la sabemos comprender bien todas las veces, es porque frecuentemente escuchamos con la emoción y muy pocas con el razonamiento.
El criminal puede esconder bajo su mirada el delito; raramente lo puede hacer a espaldas de su hablar.
Dios nos ha dado la palabra para que podamos comentar como merecen sus grandes trabajos; nunca para blasfemar de su obra.
Empleémosla, tanto como podamos, en la admiración. Quien sabe admirar difícilmente cae en el pozo negro de la envidia. Y menos en la calumnia. La calumnia es el el lenguaje del odio. Tampoco en la mentira. La mentira es la palabra vuelta al revés y desprovista de hermosura, como esos tapices que por su anverso nos encantan y por su reverso muestran la enredada urdimbre de los hilos con que están hechos.
Por eso convendría ser cautos en nuestras opiniones. Así se evitan males y arrepentimientos. El necio habla y luego piensa: el prudente piensa y luego habla; el superficial habla sin pensar en ningún momento.
Si la bestia pudiera comprender, envidiaría al hombre el goce de poder explicar el hambre y el amor a sus semejantes; si el hombre se detuviera a pensar lo que ha hecho de este precioso bien, envidiaría a las bestias y se quedaría callado para siempre.
Pero no se quieren con avidez sino las cosas que no se ha alcanzado a poseer o las que después de poseídas se pierden, y así ocurre con esto del lenguaje que, poseyéndolo gratuitamente, no le damos ninguna importancia. Por eso preferimos el "chisme" a la confidencia sincera, la "charla" a la conversación interesante. Esa charla que define el diccionario como "hablar mucho, sin substancia y fuera de medida".
Debe haber una gimnasia del silencio como existe una gimnasia del cuerpo: para endurecerlo; y una higiene del lenguaje como hay una higiene corporal: para mantenerlo limpio y sonriente.
Quien habla sin medida dice lo que quiere y lo que no quiere; tiene más oportunidad para equivocarse y menos para meditar la verdad. Dentro de esa incontinencia, el charlatán es el papagayo de la fauna; su facundia: el trópico en que se adormecen sus propios pensamientos.
Por eso, cuando vamos a hablar -y para hacerlo bien- hay que pensar si lo que vamos a decir en cinco palabras no puede ser dicho en cuatro, en tres, en dos. El ideal sería decirlo en una sola. Una vez conseguido, estamos seguros de nuestro tiempo y del ajeno -¡virtud verdaderamente espartana!- y con ello podremos decir cinco veces más, aclarar cinco dudas que interese quitar del medio o sentar cinco afirmaciones nuevas para definir nuestra personalidad.
Todo depende de dar a los vocablos su verdadero valor, conforme a la verdad de la idea que traducen y de acuerdo con sus legítimas acepciones. Cuando se escribe, sobre todo, el saber escoger un vocablo equivale a evitar esos enormes rodeos que pierden a la imaginación y extravían al caminante que se ha lanzado por ella.
Las dos palabras más bellas que conozco son "sí" y "no". De las dos prefiero la primera.
(1) Conocida es la frase atribuida a Talleyrand, pero que como muchas otras no figura en sus escritos, de que Dios dio la palabra al hombre para ocultar su pensamiento. En el mismo sentido el Mefistófeles goethiano, que miente a sabiendas de las verdades que proclama, dice en un verso feliz:
"¡Atenéos ante todo a las palabras!
Con ellas se entra en las puertas seguras
que dan acceso al templo de la certeza.
Pues precisamente cuando faltan los conceptos,
es cuando viene bien una palabra feliz".
El poeta de Weimar se complacía en recordarlas, aunque para defender algo que en él era un tic de su enorme talento: la teoría de los colores, ese violín de Ingres, que llena las "Conversaciones" de Eckermann, con su sonata interminable.
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