jueves, 17 de mayo de 2012

DE "NORMAS DE VIDA": JUVENTUD, Alberto CASAL CASTEL.

JUVENTUD.
                                                      LA JUVENTUD es algo más que ese período, tan breve como intenso, que media entre la niñez y la edad viril, es un estado de espíritu que algunos no conocerán nunca y que otros podrán conservar hasta los postreros límites de la vida.
   Para el joven todo es sonriente, adamantino, asequible, interesante y grande. Ortega y Gasset al inventariar las virtudes de la mocedad, dijo que éstas eran cuatro: risa, amistad, amor y entusiasmo, y uno de los que formaban el frente de esta legión admirable, coincide con el escritor español, Alfredo de Vigny, "Journal d´un poète", al examinar la enjundia de su vida: "Aimer, inventer, admirer, voilà ma vie".
   En efecto, nadie admitiría el derecho a usar del título de la juventud a los escépticos, resignados, complacientes y tristes. Para que haya juventud debe haber alegría, lo cual no quiere decir, precisamente, la carcajada aristofanesca, la picardía rabelesiana o el rictus cómico de Molière, sino el trazo claro de la cara que suele ser acompañado por la mirada bondadosa y el alma envuelta en luz; hay que tener audacia, no esa audacia que está más próxima del arresto intempestivo y de la osadía sin justificación que del coraje, sino esa otra que se resuelve en desafíos al peligro y falta de conciencia ante las dificultades a vencer; y sazonar la carne de los actos con la especia del idealismo.
   El ideal es la razón de vivir del joven. La juventud no calcula, no prevé, no mide el riesgo de los actos y de los resultados. Puesta sobre la acción sólo le bastará saber que es digna de su idea; ante un dilema no preguntará de qué lado están las conveniencias; en medio de las diversas situaciones se jugará entera.
   Tiene un afán tremendo de justicia, de justicia teórica y práctica, de justicia absoluta entrevista como un sueño de perfección y de justicia realizable. El mundo que ha soñado es un mundo perfecto y justiciero para hombres justos y perfectos.
   Ella conoce el humorismo porque ama las cosas intrascendentes y risueñas, pero abomina de la ironía porque ésta es triste, contradictoria, fruto de la demasiada experiencia y del escepticismo corrosivo. Entre la verdad que el uno arranca a la ridiculez y la otra exhibe como un lujo de la mente, se inclina por la que está más próxima a la franqueza. De ahí que sus ojos lo expresen todo: el cariño, el placer, la cólera, la simpatía o antipatía, los más diversos matices; y hace bien en ser tan naturalmente expresiva porque el día que tenga que ocultarse se habrá traicionado.
   Pero hablemos de los jóvenes que lo son por los años y por el espíritu, de aquellos que agregan a un cuerpo repleto de energías, un alma lozana y una frente sin el sombrío sobrecejo de la duda. Esos jóvenes son los continuadores de la obra que el pasado inició y que nosotros dejaremos inconclusa. Cuando medimos las posibilidades que aun nos quedan -bien pocas, por cierto- de agotar la inmensa  alborada de proyectos con que nos recibió la vida, descansamos pensando en esos reemplazantes audaces, frescos, voluntariosos, en cuyas manos habremos de depositar ese presente forjado con tantas fatigas.
   Nuestras ilusiones serán la realidad en que broten otras ilusiones más hermosas, pero para eso es necesario que la juventud sea enérgica y activa, que mire el mañana con la resuelta voluntad de alcanzarlo para celebrar en él la victoria.
   Dos sendas conducen hacia ese mañana: la una es fácil, aligerada de obstáculos, sólo reclama la transigencia con los vicios de la época y la conformidad otorgada al precio de algunas claudicaciones; la otra es difícil, empinada, dolorosa, colmada de desesperación y de abstinencias. Aquélla conduce al éxito inmediato de la comodidad y la riqueza; ésta lleva a la gloria, pero puede conducir también al sacrificio.
   La juventud tendrá que escoger entre los dos caminos, pero si opta por el primero desde temprano, hará causa común con el ayer, con sus injusticias, con sus defectos, con su atraso, con sus errores, sin dejar una sola huella perdurable de su paso, para que los que vengan vayan más lejos: hacia un mundo más armonioso y bello que el que nosotros hemos conocido.
   No renovará, habrá imitado. Tendrá las arrugas, la desconfianza, el abatimiento, la falta de sinceridad de las viejas generaciones que no han triunfado sino sobre un número relativo de hechos y que ya se consideran incapaces de luchar por el resto. Y nada hay más dolorosamente ingrato que un joven envejecido antes de tiempo, porque él no tendrá ni la audacia de cuadrarse ante la rutina ni  la valentía de luchar por su verdad.
   Una juventud cansada no es juventud, porque la juventud es la mañana de la vida, la hora feliz de los optimismos sin golpear y de las empresas por iniciarse, el alba de la carne y del espíritu, en que el ensueño pone toques de asombro a la realidad y enciende una voluntad desconocida.
   Sin embargo, los mismos que le envidian sus músculos tensos, su cara transparente, la gran agilidad física y espiritual que está inventando garrochas para saltar por encima de los problemas, suelen ser sus peores enemigos. La quieren condenar -motejándola de imprudente, orgullosa y desordenada- a que sea vieja prematuramente. Son los utilitarios y los desmemoriados de siempre quienes, invocando un interés carente de importancia y suprimiendo las diversiones saludables, predican la religión de la tristeza.
   Si en vez de darle consejos le dieran ejemplos, y si en vez de perder el tiempo en modificarla le abrieran el camino de la lucha, nadie superaría a la  juventud en contracción al trabajo ni en la eficacia de su obra, puesto que el entusiasmo muchas veces logra lo que no consigue la experiencia.
   Como quiera que sea, el primer deber de un joven es ser joven.
                                                 -- Alberto  CASAL CASTEL.

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