... Y, sin embargo, no hay otro que nos diga
tanto acerca de nosotros mismos: acerca de
lo que somos, a dónde vamos y por qué. LA BIBLIA.
AL IGUAL que los dramas de Shakespeare, los Diálogos de Platón y otras obras clásicas, la Biblia hace sentir a muchos cierto remordimiento: nos decimos y repetimos que deberíamos leerla, pero siempre aducimos pretextos más o menos válidos para no hacerlo. Por principio, el sólo ver el grueso y pesado tomo nos quita los ánimos: por lo común, la cubierta es opaca, los márgenes están atestados de citas y referencias a pasajes paralelos, y el texto está plagado de números pequeñísimos y palabras en cursiva.
Pero hay otras muchas razones. Una de ellas es que, además de su aspecto tan poco atrayente, la Biblia tiene partes que son auténticamente aburridas. Hay ocasiones en que los profetas son de una prolijidad rayana en la pesadez, y todos dicen cosas mu parecidas. Luego hay pasajes en los que el mismo Moisés tiene que haber dado cabezadas, como aquello del Éxodo que describen el templo y sus materiales y adornos, punto por punto: hasta la forma y composición de las cortinas. Y abundan las citas conocidas, y esa sensación que nos producen de que ya sabemos lo que la Biblia va a decir, incluso antes de que lo diga. Y en cuanto al título "Libro Sagrado", es tal la perversidad de la humana naturaleza, que con demasiada frecuencia, allá en nuestro fuero interno, lo que deseamos es precisamente verlo lejos, para leer, en cambio, un libro profano.
Pero si todavía buscamos otros motivos para no leer la Biblia, he aquí uno que es imposible eludir: que está llena de pasajes desagradables incluso para sus más fervientes admiradores. Hay trozos en que el Dios de Israel se muestra interesado por otras naciones única y exclusivamente en la medida en que puede utilizarlas para obligar a su pueblo a volver al buen camino. En el espacio de un solo salmo podemos pasar de lo sublime a lo execrable. El 136 es un buen ejemplo: empieza diciendo "En las márgenes de los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos y nos poníamos a llorar..." y concluye con "¡Dichoso sea aquel que ha de coger en sus manos a tus chiquitos, y estrellarlos contra una peña!"
Lo sublime y lo execrable. Lo divino y lo humano. Una y otra vez van de la mano por las páginas de la Biblia. Tomemos, por ejemplo, a Noé, único hombre que mereció salvarse de las aguas del diluvio. Soporta la tormenta en su arca, para, una vez pasado todo, emborracharse hasta caer inconsciente en medio de su tienda, donde su hijo Ham contempló su vergüenza. O bien tomemos el libro del Deuteronomio, donde encontramos leyes que se adelantan a su tiempo en miles de años, como la que establece que el hombre recién casado quedará exento del servicio militar durante un año, junto a otras que harían ruborizar a Gengis Kan, como la que ordena a los hijos de Israel aniquilar a los pueblos conquistados sin pactar con ellos ni tenerles piedad.
En resumen, podríamos describir la Biblia, escrita por muchas manos durante un período de 3000 años, y quizá más, como una desordenada colección formada por sesenta y tantos libros, algunos de los cuales son muchas veces tediosos, bárbaros, contradictorios e incongruentes. Es en verdad una soberana mescolanza, una especie de puchero compuesto de poesía y propaganda, leyes y legalismos, mitos y pasajes oscuros, historia e histeria.
Y sin embargo... Sin embargo, precisamente porque es un libro que trata de lo sublime y lo execrable, es un libro que habla de la vida. Es un libro acerca de personas que pueden ser, al mismo tiempo, creyentes e incrédulas, inocentes y culpables. Por sus páginas desfilan cruzados y pillos, esperanzados y desesperados. En otras palabras, es un libro que trata de todos nosotros.
Y también nos habla de Dios. Si no es el Dios en que creemos, será el Dios en que no creemos. En uno u otro caso, la historia que nos relata la Biblia es nuestra propia historia.
Pero todavía hay en ella algo más.
Karl Barth, el gran teólogo protestante, nos dice en su libro The Word of God and the Word of Man que leer la Biblia es como asomarse a la ventana y ver que toda la gente de la calle mira hacia el cielo, contempla algo que nosotros no podemos ver desde el interior. Todos señalan hacia arriba, pronuncian extrañas palabras y se muestran excitadísimos: algo que está más allá de nuestro campo visual ha captado su atención e intenta llevarlos "de un lugar a otro, siguiendo un plan extraño, intenso, incierto y, a pesar de ello, misteriosamente bien trazado". Leer la Biblia equivale a tratar de leer lo que expresan esos rostros. Escuchar las palabras bíblicas es procurar aprender la extraña, peligrosa y obligante palabra que ellos parecen escuchar.
Abrahán y Sara, por cuyas ancianas mejillas corren lágrimas de alegría incrédula cuando Dios les dice que cumplirá su promesa y les dará el hijo que siempre han anhelado; el rey David que, en su alegría, danza delante del arca tal como su madre lo echó al mundo; Pablo, herido por un rayo por el camino de Damasco; Jesús, crucificado entre dos ladrones, con el rostro escupido por la soldadesca romana: todos ellos miran hacia arriba, y escuchan.
¿Cómo puede el hombre del siglo XX, con todas sus inhibiciones, tratar de ver lo que ven y de oír lo que oyen? ¿Vale la pena intentarlo? ¿Por qué razón? He aquí algunos pensamientos relacionados con estos interrogantes, y algunas sugerencias para leer la Biblia sin derramar lágrimas... o quizá en llanto.
* Se dice que, en su lecho de muerte, Gertrude Stein preguntó: "¿Cuál es la respuesta?" Luego, después de un largo silencio: "¿Cuál es la pregunta?" No nos lancemos a leer la Biblia en busca de las respuestas que da. Empecemos por escuchar las preguntas que formula.
Todos nosotros tenemos dudas y preguntas que hacer a propósito de cosas que hoy interesan mucho, pero que mañana ya se habrán olvidado: los dónde, cómo y por qué surgidos día tras día en casa y en el trabajo. En cambio tendemos a olvidar dudas y preguntas que siempre importan: vitales interrogantes acerca del significado, el propósito y el valor de la existencia.
Así pues, quizá la razón más importante de que convenga leer la Biblia es que tal vez en alguna de sus páginas aguarde al lector la pregunta que, aun cuando haya fingido no escuchar, constituye el eje de su existencia. A continuación citaremos algunas:
¿De qué le sirve al hombre el ganar todo el mundo, si pierde su alma? (Mateo, 16:26)
¿Soy acaso guarda de mi hermano? Génesis, 4:19)
Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? (Romanos, 8:31)
¿Qué es la verdad? (Juan, 18:38)
¿Qué saca el hombre de todo el trabajo con que se afana sobre la tierra o debajo de la capa del sol? (Eclesiastés, 1,:3)
¿Qué debo yo hacer para conseguir la vida eterna? (Lucas, 10:25)
Cuando escuchamos la pregunta que nos concierne, es que ya hemos empezado a oír demasiado. Pero tanto si aceptamos como si rechazamos la respuesta que nos dé la Biblia, habremos llegado al punto en que quizá también empecemos a prestarle oídos.
* No es necesario empezar por el Génesis para abrirse camino, penosamente, hasta el Apocalipsis. Hay que dirigirse primero a las alturas y detenerse en ellas. Por cierto que encontraremos amplia compensación en los valles, pero cuando se ha empezado, vale más seguir por terreno elevado.
Por ejemplo, está el vívido relato que un testigo presencial hace del reinado de David (segundo libro de Samuel, más los dos primeros capítulos del primer libro de los Reyes), especialmente la historia de la rebelión armada que promovió su hijo Absalón, deseoso de arrebatarle el trono. De todos sus hijos, Absalón, el joven y hermoso príncipe, el único con el que David no pudo vivir.. aunque tampoco sin él podía vivir, muere en la batalla. Cuando el anciano Rey recibe la noticia, se echa a llorar, exclamando: "¡Hijo mío Absalón! ¡Absalón, hijo mío! ¡Quién me diera, Absalón hijo mío, que yo muriera por tí! ¡Oh hijo mío, Absalón!"
Lo que nos pasma al leer estas palabras no es solamente la ahogada elocuencia del dolor humano, vivo después de 30 siglos, sino su extraña manera de prefigurar lo que sucederá al Galileo, a ese hombre del pueblo que muchas generaciones después hará su entrada triunfal en Jerusalén, saludado con palmas y ramos como hijo de David, y que cumplió lo que el viejo Rey apenas deseó: sacrificarse por los demás.
Tenemos también el Libro de Job, enfrentado en toda su crudeza a esa cuestión que incluso hoy es la principal piedra de escándalo para la fe: si es verdad que existe un Dios perfecto y omnipotente, ¿por qué permite que haya tanto mal, tanta maldad en el mundo? ¿Por qué sufre el bueno mientras el malvado prospera? ¿Por qué nacen niños deformes, sin esperanza de curación?
En el Libro de Job, Dios no explica, estalla: "¿Por ventura has entrado en los depósitos de la nieve, y has visto los otros donde está amontonado el granizo?... ¿Podrás tú por ventura atar o detener las brillantes estrellas de las Pléyades?... Dime: ¿sabrías dar tú al caballo la valentía que tiene, o llenar de relinchos su erguido cuello?" Dios no revela sus designios, pero, en cambio, se revela a sí mismo.
"Ya, Señor, te conocía de oídas; pero ahora parece que te veo con mis propios ojos", tal dice Job, y de alguna manera se nos transmite con gran fuerza la idea de que esto era lo que Job, al igual que todos nosotros, había deseado siempre: no un Dios que le demostrara teológicamente la razón de ser de las cosas, sino un Dios que mostrara su rostro. No una homilía, sino una mano de la cual asirse.
Entre las restantes cimas de la Biblia están aquellos pasajes de Mateo y Lucas en los que Jesús hace un resumen de sus enseñanzas con palabras e imágenes que desde entonces obsesionan al mundo. Se recomienda la versión de Lucas que, por ser la menos leída, resulta más original: "Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis". Hay tan poca risa en la Biblia, que en este pasaje resuena con argentina claridad la carcajada de asombro, de alegría quebrada por el llanto, de quien ve justificada su fe y colmada su esperanza.
En estas alturas de la Biblia el aire es más puro y la luz más diáfana que en otras partes, a pesar de lo cual empezamos a sentir que nos hemos extraviado. Cuando esto sucede, conviene recurrir a un buen comentario que nos dé fechas y antecedentes históricos de cada uno de los libros, que nos explique las especiales circunstancias en que fueron escritos, que, versículo por versículo, trate de aclarar los pasajes oscuros. Aun cuando el significado nos parezca clarísimo, el comentario contribuirá a enriquecer notablemente nuestra comprensión. Por ejemplo, el Libro de Jonás adquiere nuevo significado cuando descubrimos su importancia al proponer la idea de que Dios no sólo extiende su misericordia y su perdón a los hijos de Israel, sino a toda la humanidad.
* Quizá nos suene un poco a truco de magia, pero no importa: pongamos la Biblia sobre las rodillas, dejemos que se abra y leamos la página que quede a la vista. Si el lector no encuentra algo que parezca escrito especialmente para él, deje que se abra en alguna otra página.
* Hay quienes opinan que la Biblia se debe leer como obra literaria, por sus relatos y su contenido histórico. En opinión de esas personas, no debe preocuparnos el significado religioso que se le atribuye: hay que leerla como cualquier otro libro. Pero sucede que la Biblia no es un libro como otro cualquiera. Leerla como literatura equivaldría a leer Moby Dick como manual para la caza de ballenas.
* Y, para terminar, diré: que, si miramos a la ventana, veremos el excremento de las moscas, el polvo, las fisuras del cristal; pero si miramos por la ventana, veremos el mundo que está más allá de nuestras cuatro paredes. Pues algo semejante ocurre a quienes ven la Biblia como un libro imposible de leer, y a los que ven en ella la palabra de Dios, que nos habla desde las profundidades de un pasado casi inimaginable para llegar al fondo de nuestros corazones.
-- Frederick BUECHNER.
Muy interesante
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